OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (836)

La parábola de la higuera estéril
Hacia 1425-1435
Viena, Austria
Orígenes, Homilías griegas sobre los Salmos
Homilía II sobre el Salmo 81 (82)
Introducción
Jesucristo es el fundamento del cielo, y quienes lo imitan están cimentados sobre los apóstoles y profetas. Pero la piedra angular, sobre la que todos debemos estar cimentados, es Cristo Jesús (§ 6.1).
Son sacudidos y arrancados quienes no reconocen a Jesucristo, los que no lo reciben. Y es a Él a quien debemos acoger en nuestras vidas para realizar su mandato de arrancar y destruir, edificar y plantar (§ 6.2).
“Para Orígenes la vocación a la santidad y la deificación es universal, no está reservada a la sola jerarquía eclesiástica, sino que se dirige a todo el pueblo. A menudo el Alejandrino considera juntos los versículos seis y siete [del salmo] para resaltar, por una parte, la grandeza de la llamada de Dios; y, la otra, la incapacidad humana para recibirla[1]” (§ 7.1).
Cuando obramos conscientemente de forma pecaminosa nos procuramos la muerte a nosotros mismos. Es decir, consentimos en la perdición de nuestra alma (§ 7.2).
Morir como criatura humana no es sino modelar nuestra vida según la existencia de alguien que no cree en Cristo, según un paradigma pagano, actuando como este (§ 7.3).
Si anhelamos ser ciudadanos del cielo, viviendo en comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es necesario que aceptemos las enseñanzas de nuestros maestros cristianos y no pequemos (§ 7.4).
Gracias a la encarnación del Hijo de Dios hemos sido llamados a devenir heredad – herencia de Dios. Por eso podemos invocarlo, confesando que hemos pecado y reconociendo que necesitamos que nos conceda vida en el Señor Jesús (§ 7.5).
Texto
Jesucristo fundamento del cielo
6.1. Pero si nos convertimos, se nos dice: “Serán sacudidos todos los fundamentos de la tierra” (Sal 81 [82],5). Hay un fundamento que no es fundamento sobre la tierra ni de la tierra, si se puede hablar así, sino un fundamento del cielo. Porque nadie puede poner otro fundamento diverso del que ha sido puesto, el cual es Jesucristo. Este fundamento no es un fundamento de la tierra, sino un fundamento del cielo: “Dios fundó con sabiduría la tierra, estableció los cielos con sabiduría” (Pr 3,19). En la Escritura encontramos que Dios también fundó los cielos (cf. Sal 8,4). Hay, por consiguiente, fundamentos tanto de la tierra como del cielo. Cristo Jesús es el fundamento del cielo y sus imitadores son asimismo fundamentos del cielo. Sobre estos está escrito: “Edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo el mismo Cristo Jesús la piedra angular” (Ef 2,20), nuestro Señor. Sea esto dicho respecto del discurso sobre la verdad y los misterios de la salvación.
“Serán sacudidos los fundamentos de la tierra”
6.2. Si después quieres ver cuáles son los fundamentos de la tierra, mira los discursos de los herejes y de aquellos que están fuera de la Iglesia, mira los discursos de los judíos que no han recibido a Jesucristo. Sus fundamentos están todos sobre la tierra y, desde el momento en que están sobre la tierra, hablan de lo que procede de la tierra; y por esto los cielos no los escuchan. Por tanto, “Serán sacudidos todos los fundamentos de la tierra” (Sal 81 [82],5), pues serán destruidos todos, serán arrancados todos. ¿Y quién es el que sacude los fundamentos de la tierra sino aquel que acoge las palabras de Dios? Que Dios pueda asimismo decirme: “He aquí que he puesto mis palabras sobre tu boca” (Jr 1,9). Y cuando diga: “He dicho esto”, también [me diga] aquello que sigue: “He aquí que te he puesto hoy sobre todos los pueblos y los reinos para arrancar y destruir, para edificar y plantar” (Jr 1,10), para arrancar toda planta que no haya plantado el Padre celestial, para destruir los fundamentos de la tierra, para plantar el campo de Dios, para edificar el edificio de Dios. Entonces serán sacudidos, vacilarán y serán destruidos todos los fundamentos de la tierra.
La grandeza de la llamada de Dios
7.1. Después de haber dicho estas cosas, luego de aquella única palabra, la única palabra que se dice a aquellos que son dignos, de nuevo nos reprende diciendo: «No es que yo haya llamado a algunos de ustedes a ser dioses y a otros no los haya llamado. No quiero que los obispos, los presbíteros y los diáconos sean dioses, en tanto que no querría que ustedes, que pertenecen al pueblo, fueran también dioses, sino que “he dicho que ustedes son dioses e hijos del Altísimo” (Sal 81 [82],6), no unos sí y otros no, sino “todos” ustedes[2]. Luego, he dicho esto -y la Escritura no puede ser disuelta-: “Al que le llega la palabra de Dios, éste es Dios y deviene hijo del Altísimo (cf. Jn 10,35), pero ustedes morirán en los pecados de los hombres”».
Si obramos mal nos procuramos la muerte del alma
7.2. Por eso se dice: “Pero ustedes como hombres morirán” (Sal 81 [82],7). ¿Con cuál muerte? No dice la muerte común, sino aquella con la cual morimos todos nosotros que obramos para la muerte. Como hay quienes se dan a sí mismos la muerte corporal -por ejemplo, Judas que se ahorcó (cf. Mt 27,5), aquellos que se arrojan en los precipicios o toman venenos-, así también aquellos se procuran a sí mismos la muerte. Pero en el primer caso la muerte sobreviene también para quienes no se la procuran, pero esta muerte del alma nunca llega sin el propio consentimiento; por el contrario, si no obramos para la muerte, la muerte no sobreviene. Pues “Dios no ha creado la muerte ni se goza por la ruina de los vivientes. Él ha creado todas las cosas para que existan” (Sb 1,13-14). Y como Judas se ahorcó, así también todos los pecadores se procuran a sí mismos la muerte.
“Morir como hombre”
7.3. Nadie te obliga a fornicar para que mueras, pero eres tú el que mueres a causa de la fornicación. Nadie te obliga a estafar para que mueras, pero eres tú quien te procuras la muerte haciendo esto, sustrayendo las cosas de otro y no restituyendo lo debido. Nadie te hace morir, pero a causa de la ira también el prudente se destruye (cf. Pr 15,1 LXX). Por consiguiente, [Dios] nos reprende en cuanto que somos nosotros mismos quienes nos procuramos la muerte a causa del pecado, y dice: “Pero ustedes como hombres morirán” (Sal 81 [82],7). Pues mientras que han sido llamados a ser dioses, también ustedes mismos mueren como hombres. Cada vez que, después de esta enseñanza y esta instrucción, uno tome de nuevo como modelo propio la vida de los paganos, ¿qué hace sino morir como hombre?[3].
Ciudadanos del cielo
7.4. Y quiera el cielo que los males se detuvieran, para nosotros, en este punto, hasta morir como hombres. Habría sido un pecado de menor gravedad, pero ahora pecamos de una culpa más grave. Añade la culpa más grave diciendo: “Y caerán como uno de los príncipes” (Sal 81 [82],7). En algún tiempo, también aquel príncipe que estaba en los cielos, incluso él era dios. Pero después que pecó, cayó del cielo, como nos lo muestra el Salvador y Señor nuestro diciendo: “He visto a Satanás como un relámpago cayendo del cielo” (Lc 10,18). Por tanto, al igual que aquel que ha caído del cielo, también ustedes mismos caen del cielo. Porque están en el cielo cuando creen en Cristo, están en el cielo cuando conocen a Dios, están en el cielo cuando reciben el Espíritu Santo. Por consiguiente, si después de estas enseñanzas y después de la práctica de la templanza viviendo como ciudadanos del cielo, caen y pecan, mueren imitando al príncipe que cayó del cielo.
Somos heredad de Dios nuestro Padre
7.5. Pero si también sucede esto y “mueren como hombres y caen como uno de los príncipes” (Sal 81 [82],7), aquel que ha dicho tales palabras se apresura a invocar a Dios para que levante a aquellos que han caído, para que dé vida a aquellos que han muerto y no consienta que permanezcan en su condición de muerte. Por eso ora diciendo: “Levántate, oh Dios, juzga la tierra, para que recibas en herencia todos los pueblos” (Sal 81 [82],8). Dice estas palabras a causa de la venida de Cristo. Porque en un tiempo Dios no tenía herederos en todos los pueblos, su heredad solo estaba en Judea (cf. Sal 75 [76],2). Pero cuando vino mi Señor Cristo Jesús, entonces “tuvo en heredad todas las naciones” y nosotros fuimos llevados por Dios hacia nuestro Señor Cristo Jesús[4]. Para que también nosotros invoquemos a Dios, digamos asimismo si hemos pecado, digamos incluso si estamos muertos: “Levántate, oh Dios, juzga la tierra para que recibas en herencia todos los pueblos” (Sal 81 [82],8), por medio de Jesucristo a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
[1] Origene, p. 554, nota 17.
[2] Cf. Orígenes, Homilías sobre el Levítico, IX,11: «“Y no habrá, dice, ningún hombre cuando ingrese el pontífice detrás del velo interior en el tabernáculo del testimonio” (cf. Lv 16,17). ¿Cómo no habrá ningún hombre? Yo lo entiendo así: quien pueda seguir a Cristo, penetrar con él en el interior del tabernáculo y subir a lo excelso de los cielos, ya no será hombre, sino que según su misma palabra será “como los ángeles de Dios” (cf. Mt 22,30). Y tal vez se cumplirá en él aquella palabra que el mismo Señor dijo: “Yo dije: todos serán dioses e hijos del Altísimo” (Sal 81 [82],6). Por tanto, quien deviene espiritual o se hace un espíritu con el Señor, o por la gloria de la resurrección pasa al orden de los ángeles, exactamente ya no será más hombre; pero cada uno responde de sí mismo, de modo que o bien exceda el nombre de hombre, o bien sea colocado dentro de la condición así llamada».
[3] Cf. Orígenes, Tratado sobre la oración, 19,3: «Todo el que vaya por el camino ancho que lleva a la perdición (Mt 7,13), camino que nada tiene de rectitud y derechura, sino que esta lleno de curvas y revueltas (pues la recta está entrecortada en casi todo el camino) ora mal, “en las esquinas de las calles”. Ávido de placer, se pone no en una sino en muchas plazas (Mt 6,5). En estas se reúnen los que “mueren como hombres” (Sal 81 [82],7), por haberse alejado de Dios glorifican y alaban a los que consideran tener la misma religión que ellos. Muchos al orar dan impresión de buscar más el propio placer que complacer a Dios (2 Tm 3,4)».
[4] Cf. Orígenes, Homilías sobre el libro de los Números, XX,3.8-9: «¿Quieres que te muestre todavía con más amplitud a partir de las Divinas Escrituras, cómo hay mayor preocupación en Dios por la salvación del hombre, que en el diablo por su perdición? ¿Acaso no era suficiente la diligencia de los ángeles contra las insidias de los demonios y contra aquellos que arrastran a los hombres al pecado? El mismo Unigénito, el propio -digo- Hijo de Dios, está a nuestro lado, Él mismo nos defiende, Él mismo nos protege, Él mismo nos atrae hacia sí. Escucha cómo dice Él: “Y he aquí que yo estoy con ustedes todos los días, hasta la consumación del mundo” (Mt 28,20). No le basta estar con nosotros, sino que de algún modo nos hace fuerza para atraernos a la salvación; puesto que dice en otro lugar: “Cuando yo sea exaltado, atraeré todo hacia mí” (Jn 12,32). ¿Ves como no solo invita a los que quieren, sino que atrae a los vacilantes? No asintió con aquél que quería ir a sepultar a su padre (cf. Mt 8,21), ni le dio un espacio de tiempo, sino que le dijo: “Deja a los muertos sepultar a sus muertos; tú sígueme” (Mt 8,22). Y dice en otro lugar: “Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el reino de Dios” (Lc 9,62).
Y si todavía quieres conocer más de este misterio, te mostraré por las Escrituras que también el mismo Dios Padre no descuida la dispensación de nuestra salvación, sino que Él mismo no solo nos llama a la salvación, sino que también nos arrastra. Porque así lo dice el Señor en el Evangelio: “Nadie viene a mí, a no ser que mi Padre celestial lo atraiga” (cf. Jn 6,44). Pero también el paterfamilias, que envía sus siervos a invitar a los amigos a las nupcias de su hijo, después de que se le excusaron los primeros que habían sido invitados, dice a los siervos: “Salgan a las calles y callejones, y a los que encuentren oblíguenlos a entrar” (cf. Lc 14,21-23; Mt 22,3. 9). Así, por consiguiente, no solo somos invitados por Dios, sino que también somos arrastrados y forzados a la salvación. Pero ni siquiera el Espíritu Santo falta en las dispensaciones de este tipo; porque también Él mismo dice: “Sepárenme a Pablo y a Bernabé para el ministerio para el que los he elegido” (Hch 13,2); y en otra ocasión le prohíbe a Pablo ir a Asia y de nuevo le fuerza a ir a Jerusalén, prediciéndole que allí le aguardan cadenas y cárceles (cf. Hch 16,6; 20,23; 21,11 ss.). Y, si los ángeles del Señor se sitúan alrededor de los que le temen, para librarles (cf. Sal 33 [34],8); si Dios Padre, si el Hijo, si el Espíritu Santo, no solo exhortan e incitan, sino que también nos arrastran, ¿cómo no va a tener mucho mayor cuidado por nuestra salvación, que la que los adversarios procuran para (nuestra) muerte?».