OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (833)

Jesús explica la parábola del árbol frutal

1487-1490

Brujas, Bélgica

Orígenes, Homilías griegas sobre los Salmos 

Homilía II sobre el Salmo 81 (82)[1]

Introducción

Jesucristo nos invita a llegar a ser como Él. Al hacernos discípulos suyos, nos hace participar de una nueva realidad: ser luz del mundo, y es Jesucristo mismo quien cuida de cada uno de nosotros (§ 1.1).

Estamos llamados a ser una “asamblea de dioses”, es decir, participar de la maravillosa gracia de la divinidad que se nos concede por Jesucristo. Pero cuando nos dejamos arrastrar por los deseos de la carne, perdemos este gran regalo y nos convertimos en hombres carnales (§ 1.2).

Somos ciertamente “asamblea de dioses” siempre y cuando recibamos la gracia de Jesucristo. El Dios Verbo debe llegar al alma de cada uno de nosotros. Necesitamos recibirlo con todo nuestro ser: espíritu, alma y cuerpo. Y es por mediación de la Iglesia que Él llega a cada uno de nosotros (§ 1.3).

Debería siempre asombrarnos, admirarnos, el gran regalo de la Encarnación del Verbo. Pues por este gran don de la misericordia divina, nuestro cuerpo también ha sido divinizado. Y seremos asuntos al cielo para estar siempre en presencia del Señor (§ 1.4).

Texto

Cristo es la luz del mundo

1.1. La meta del discípulo es llegar a ser como el maestro y la meta del siervo es llegar a ser como el señor: “Le basta al discípulo llegar a ser como el maestro y al siervo[2] [llegar a ser] como el señor” (Mt 10,25). Y para esto el Maestro ha venido: para hacer discípulos, en cuanto depende de Él, iguales a Él. Y el Señor ha venido no para mantener la condición de los siervos, sino para hacer a los siervos como Él mismo, que es el Señor. Pero nuestro Maestro, Cristo Jesús, es Dios y si “le basta al discípulo llegar a ser como el maestro”, la meta del discípulo es, por Cristo, devenir un “Cristo”; y, por Dios, llegar a ser un dios y aprender de la Luz del mundo (cf. Jn 8,12). Porque el Salvador designa también a sus discípulos con todo aquello que Él es. Después de haber dicho, en primer lugar: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12), les dice: “Ustedes son la luz del mundo” (Mt 5,14). Y puesto que Él es Cristo, afirma: “No toquen a mi Ungido (Cristo) y no hagan daño a mis profetas” (Sal 104 [105],15 LXX).

La asamblea de los dioses

1.2. Ahora bien, esta asamblea, si nos congregamos de una forma auténtica, si no nos comportamos al modo humano (cf. 1 Co 3,3), si no sembramos en la carne aquello que Dios señala con las palabras: “Recogen corrupción” (cf. Ga 6,8), y si no realizamos las obras de la carne sino los frutos del Espíritu (cf. Ga 5,19. 22), nuestra asamblea ya no es más una asamblea de hombres sino una asamblea de dioses (cf. Sal 81 [82],1). El diablo no tiene ningún poder, en tanto que Dios viene, viene y está en medio de la asamblea de los dioses. Por eso se ha dicho: “Dios está en la asamblea de los dioses” (Sal 81 [82],1). ¿Pero qué es lo que nos hace hombres, de modo que cayendo de la divinidad perdamos la gracia que nos llama a ser como dioses? ¿Qué nos hace hombres? Escucha aquello que Pablo dice sobre los pecados menos graves[3]: “Cuando entre ustedes hay envidias y peleas, ¿acaso no son carnales y se comportan de forma humana[4]?” (1 Co 3,3). Y agrega: “¿[Acaso] no son hombres?” (1 Co 3,4). ¿Y no clama también aquí diciendo: “El Verbo los ha llamado a llegar a ser como dioses, pero a causa de estas o aquellas cosas ustedes son hombres”? Asimismo, aquí la Palabra afirma acertadamente: «Yo he dicho: “Ustedes son dioses e hijos del Altísimo todos”» (Sal 81 [82],6)[5], pero he aquí que, para ustedes, que veo realizar cosas indignas de la divinidad, insiste también diciendo: “Morirán como hombres y caerán como uno de los príncipes” (Sal 81 [82],6)[6]. Y mientras se debería recibir con toda el alma la gracia que viene a nosotros de Dios, nosotros, que pecamos, no la recibimos, sino que rechazando y alejando la divinidad acogemos los deseos de la carne; hacemos las obras de la carne (cf. Ga 5,19), en vez de “mortificar por el Espíritu las obras de la carne” (Rm 8,13), como deberíamos hacerlo.

La levadura en la masa

1.3. Cuando en nosotros las obras del cuerpo son mortificadas, de modo que ya no estén más las obras de la carne, entonces somos divinizados. Cuando el Dios Verbo llega al alma, Él hace del alma que lo recibe un dios (cf. Jn 10,35). Pues si “un poco de levadura hace fermentar toda la masa” (1 Co 5,6), ¿qué deberemos decir del fermento del Verbo, que no es algo pequeño ni de poca monta, sino que obra la deificación, puesto que este fermento, al llegar al alma, fermenta toda la masa del hombre con la divinidad, de modo que el hombre entero llega a ser dios? En efecto, “el reino de los cielos es semejante a una mujer que habiendo tomado una levadura la escondió en tres medidas de harina, hasta que todo fermentó” (Mt 13,33; Lc 13,21). Ahora bien, “las tres medidas” son el espíritu, el alma y el cuerpo del hombre. La levadura es puesta por la mujer, la Iglesia que ha recibido a Cristo, y esta levadura después de unirse a las tres medidas [de harina] ha hecho fermentar toda esta masa y ha hecho que el hombre totalmente se haga dios.

Divinizados con Dios por Jesucristo

1.4. No asombra que haya divinizado al espíritu que está en nosotros, porque este es congénere con Dios, siendo también el espíritu, que está presente en todos, incorruptible. Asombra, en cambio, que el alma sea deificada, para que no peque más, para ya no muera; porque “el alma que peca morirá” (Ez 18,4). Pero lo que más asombra es que también ha deificado el cuerpo, para que ya no sea más carne y sangre (cf. 1 Co 15,50), sino que se haga conforme al cuerpo glorioso de Cristo Jesús[7] (cf. Flp 3,21) y, una vez divinizado, sea asunto al cielo en la gloria, conforme a las palabras: “Seremos arrebatados sobre[8] las nubes para ir al encuentro del Señor en el aire y así estaremos siempre con el Señor” (1 Ts 4,17), hechos dioses, con Dios que está en medio de nuestra asamblea (cf. Sal 81 [82],1): Jesucristo.


[1] Origene. Omelie sui Salmi. Volume II. Omelie sui Salmi 76, 77, 80, 81. Introduzione, testo critico ridevuto, traduzione e note a cura di Lorenzo Perrone, Roma, Città Nuova Editrice, 2021, pp. 530-559 (Opere di Origene, IX/3b), en adelante: Origene. Cf. asimismo Origenes Werke Dreizehnter Band. Die neuen Psalmenhomilien. Eine kritische Edition des Codex Monacensis Graecus 314. Herausgegeben von Lorenzo Perrone in Zusammenarbeit mit Marina Molin Pradel, Emanuela Prinzivalli und Antonio Cacciari, Berlin/München/Boston, De Gruyter, 2015, pp. 509-523 (Die Griechischen Christlichen Schriftsteller der ersten Jahrhunderte [GCS] Neue Folge. Band 19). La subdivisión de los párrafos al igual que los subtítulos son un agregado nuestro.

[2] O: esclavo.

[3] Lit.: más pequeños.

[4] Lit.: y caminan según el hombre.

[5] Cf. Orígenes, Homilías sobre el Éxodo, VI,5: «La expresión “¿Quién como Tú entre los dioses?” no compara a Dios con los ídolos de los pueblos, ni con los demonios, que se arrogan para sí mismos el falso nombre de dioses, sino que llama dioses a aquellos que son llamados dioses por gracia y participación de Dios. Sobre ellos en otro lugar dice también la Escritura: “Yo dije: son dioses” (Sal 81 [82],6), y de nuevo: “Dios se levanta en la asamblea de los dioses” (Sal 81 [82],1). Pero estos, aunque sean capaces de Dios y se vea que se les dio este nombre por gracia, sin embargo, ninguno de ellos se encuentra que (sea) semejante a Dios en poder o en naturaleza. Y aunque el apóstol Juan diga: “Hijitos, todavía no sabemos lo que seremos; pero cuando se nos revele -esto lo dice sobre el Señor- seremos semejantes a Él” (1 Jn 3,2), con todo, esta semejanza no se refiere a la naturaleza, sino a la gracia. Es como si dijéramos, por ejemplo, que una pintura es semejante a aquel cuya imagen se ve reproducida en la pintura; en cuanto al parecido de la belleza se dice similar, en lo que concierne a la sustancia, es bien distinta. Porque una cosa es el aspecto de la carne y la belleza de un cuerpo vivo, otra es el adorno de colores y de cera superpuestos a tablas carentes de conciencia. Por tanto, nadie hay semejante al Señor entre los dioses; nadie invisible, nadie incorpóreo, nadie inmutable, nadie sin principio ni fin, nadie que sea creador de todas las cosas a no ser el Padre, con el Hijo y el Espíritu Santo».

[6] Cf. Orígenes, Homilías sobre el Éxodo, VIII,2: «Es evidente (lit.: consta) que los ángeles, a los cuales el Altísimo ha encomendado gobernar los pueblos, son llamados dioses o señores; dioses en cuanto dados por Dios, y señores en cuanto que han recibido la potestad del Señor. De donde también el Señor decía a los ángeles que no habían respetado su principado: “Yo he dicho: son dioses, e hijos del Altísimo todos. Pero morirán como los hombres y caerán como uno de los príncipes” (Sal 81 [82],5-7), a imitación, sin duda, del diablo, que se ha hecho príncipe de todos para la ruina. De donde nos consta que (su) prevaricación los hizo execrables, no su naturaleza».

[7] Lit.: al cuerpo de la gloria de Él.

[8] Lit.: en las nubes.