OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (806)

Cristo se manifiesta a los discípulos de Emaús al partir el pan

Hacia 1175

Corbie (?), Francia

Orígenes, Homilías griegas sobre los Salmos 

Homilía IV sobre el Salmo 77 (78)

Introducción 

El Señor nos regala un alimento celestial, el maná que hizo ver sobre su pueblo en el desierto, y que ahora se transforma para nosotros en un alimento espiritual: el cuerpo de Cristo. Pero para poder recibirlo tenemos que ser también nosotros personas espirituales (§ 10.1-2). 

El pan súper sustancial desciende sobre los seres humanos y sostiene su vida espiritual. En cambio, sobre los ángeles, propiamente hablando, no desciende, sino que “está junto a ellos” (§ 10.3). 

Para nuestro beneficio, para concedernos la salvación, el Verbo dejó su condición “de arriba” para descender Y tomar nuestra carne (§ 10.4).

El pan que desciende del cielo alimenta a todos los seres humanos que están por debajo de Dios (§ 10.5). 

La acción “salvífica de Cristo se distingue por la dialéctica entre la catábasis del Verbo encarnado que desciende, según la interpretación origeniana de Efesios 4,9-10, hasta lo más bajo de la tierra, es decir, hasta los infiernos; y la anábasis del Resucitado, y con Él de todos los que lo siguen en el camino hacia el Padre”[1] (§ 10.25).

La actividad principal de los ángeles es gozar de la contemplación de Dios y de toda su creación. Pero ellos también acuden en ayuda de quienes temen a Dios y necesitan de la protección angélica (§ 10.6).

El alimento que verdaderamente sacia el hambre del ser humano es la fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Y comemos pan de ángeles cuando gustamos las palabras del Espíritu Santo (§ 10.7).

El pueblo de Israel, en el desierto, no valoro el alimento que Dios les proveía de manera generosa, el maná. Al contrario, se lamentó por haber perdido la comida que tenían en el cautiverio (§ 11.1).

Por medio de la comparación con los alimentos que, en el desierto, anhelaba el pueblo de Israel, Orígenes les recuerda sus oyentes cuál debe ser el alimento ellos deben de ser (§ 11.2).

La experiencia que vivió el pueblo de Israel en el desierto, con su desordenado deseo de alimentos carnales y el consiguiente desprecio del maná, es una fuerte admonición para nosotros: no despreciemos el maná celestial que Cristo nos ofrece (§ 11.3). 

El ayuno de los deseos de la carne nos alegra y nos obtiene los bienes espirituales. Es el ayuno que se realiza según la enseñanza de Cristo Nuestro Señor (§ 11.4).

Texto 

Maná 

10.1. El maná nos llega no cuando estamos sentados, sino cuando salimos de la carpa, para que al salir entonces recojamos el maná. Veamos qué significa esto. Si la carpa es nuestro cuerpo, en el cual está encerrada el alma, es necesario que el alma no esté más en el cuerpo sino en el espíritu y salga fuera de la carpa, quiero decir: la carpa del cuerpo. Entonces buscará y encontrará el maná que viene del cielo. Pues “hizo llover sobre ellos el maná para comer” (Sal 77 [78],24). Y si tú lo encuentras, dirás con sorpresa: “Man, ¿qué es esto?” (Ex 16,15). Por eso se lo llama con el nombre de maná, es decir, “¿qué es?”, como la expresión que has pronunciado al asombrarte e interrogarte por el sorprendente hallazgo del pan. Este es el nombre que viene dado el alimento, es llamado maná: “Y les dio pan del cielo” (Sal 77 [78],24). 

El pan celestial

10.2. “El que viene de la tierra es de la tierra y habla de las cosas de la tierra” (Jn 3,31), porque se manifiesta desde la tierra. Pero aquel “que viene del cielo” (Jn 3,31), lleva el nombre de pan del cielo y confiere la imagen celestial (cf. 1 Co 15,49) a quien se ciñe para nutrirse del pan de los ángeles. Pero nadie que lleve la imagen terrena (cf. 1 Co 15,49) puede comer el pan del cielo. Por eso “el hombre animal no recibe lo que es del Espíritu de Dios” (1 Co 2,14), porque para él es una locura. Por tanto, no pienses que alguien que lleva la imagen de lo terrestre (cf. 1 Co 15,49) pueda comer el pan celestial.

Pan “supersustancial”

10.3. “Les dio el pan del cielo, el hombre comió el pan de ángeles” (Sal 77 [78],24-25). ¿Piensan que son bienaventurados los ángeles que poseen la Vida, aquel que ha dicho: “Yo soy la vida” (Jn 11,25)? Los ángeles son bienaventurados porque no se alimentan con un alimento carnal, un alimento que se expulsa en el excusado (cf. Mt 15,17; Mc 7,19) y es eliminado del cuerpo, sino que ellos se nutren de un alimento celestial, que les es dado para que subsista su sustancia. Tú asimismo has sido instruido para orar por este alimento, en la medida que aceptes obedecer a Jesús que dice: “Danos hoy nuestro pan supersustancial” (Mt 6,11), porque “tú nos das ese pan supersustancial, el pan que no es expulsado, no es eliminado, y nos es dado para la sustancia del alma”[2]. Bienaventurados los ángeles que comen este pan, el pan que no desciende del cielo, sino que está junto a ellos. En cambio, nosotros, aunque si también nos alimentamos, nos alimentamos del pan que desciende del cielo, pues está escrito: “Yo soy el pan vivo que desciende del cielo” (Jn 6,51). Sobre ellos no desciende, a menos que un discurso más profundo y misterioso no demuestre que el pan vivo desciende también sobre ellos y desciende a partir del Padre. 

El Verbo tomó nuestra condición para regalarnos “un beneficio”

10.4. Sin embargo, si comprendes la grandeza y la majestad del Padre, y comprendes en qué sentido se dice: “Esto afirma el Señor, el Altísimo, que habita entre los excelsos, que reposa santo entre los santos” (Is 57,15 LXX), reconocerás que todo esto, respecto de Dios, queda por debajo. También los ángeles están por debajo respecto a la majestad de Dios, y así también los tronos, las dominaciones, los principados y las potestades. Incluso respecto al Salvador el cual dice: “El Padre que me ha enviado es más grande que yo” (Jn 14,28), te atreverías a afirmar que está debajo respecto del Padre. Pero Él también está en alto respecto al Padre, porque “en el principio existía el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios” (Jn 1,1). Pero si el Verbo permanece “en el principio junto a Dios”, no hay un beneficio para aquellos que están debajo. 

Un pan que nutre a todos 

10.5. Descienda, por tanto, el pan solo sobre todos aquellos que están por debajo, todas aquellas naturalezas creadas e inferiores a Dios, y este pan, al descender, alimenta a todos. Mira hasta dónde llega esto este pan que desciende: no solamente hasta la tierra, sino incluso hasta las regiones inferiores de la tierra (cf. Ef 4,9). En efecto, “el que descendió es el mismo que subió más allá de los cielos” (Ef 4,10). Por consiguiente, este pan desciende hasta todos aquellos que están por debajo y, dado que hay diferencias entre algunos de los que se encuentran por debajo respecto de Dios, pero están en alto respecto a otros, por ejemplo, los ángeles santos están por debajo respecto de Dios, pero respecto a otros, como somos nosotros, están por encima. Mas también entre nosotros mismos que somos hombres, Moisés está en alto respecto a nosotros, mientras que respecto a Jesucristo está por debajo. Tal vez, también para cada uno de los hombres que están por debajo se podría encontrar alguien que esté todavía más abajo. 

Debemos ascender 

10.5. ¿Pues quién podría ser aquel que está por debajo de todos? El hombre del pecado, “el hijo de perdición” (Jn 17,12), el que se opone y se exalta sobre todo lo que se llama Dios u objeto de culto” (2 Ts 2,4). Por tanto, puesto que nosotros los hombres nos encontramos más bien por debajo, por esto la Palabra nos exhorta subir hacia lo alto diciendo: “Sube sobre un monte elevado, oh tú que anuncias buenas nuevas a Sión” (Is 40,9). 

Los ángeles 

10.6. Por tanto, “el hombre comió el pan de ángeles” (Sal 77 [78],25). Bienaventurados los ángeles que discurren sobre la verdad, se alimentan de la Sabiduría de Dios y [contemplan] al Verbo, por medio de quien todo ha sido hecho (Jn 1,3). Porque la actividad principal que ocupa a los ángeles es la contemplación, en tanto que asistir, según las circunstancias, es su actividad práctica en nuestro beneficio. En efecto, cuando son enviados, siendo “espíritus al servicio de aquellos que heredarán la salvación” (Hb 1,14), ellos acuden juntos “acampando en torno a quienes temen a Dios” (Sal 33 [34],8), y desarrollan una obra práctica, que depende de las circunstancias[3]. Pues la actividad que les compete en primer lugar es contemplar la realidad, gozar de la sabiduría de Dios y observar la razón de las disposiciones del universo.

Hasta la saciedad

10.7. También el hombre ha recibido “el pan de los ángeles” (Sal 77 [78],25), con el cual los ángeles se alimentan. En efecto, cuando discurro sobre Dios, el mundo, Cristo, su divinidad, su inhabitación en un cuerpo y un alma humanos, como el pan de los ángeles. Si examino las palabras del Espíritu Santo, como el pan de los ángeles. Pues “el hombre comió el pan de ángeles, les mandó alimento hasta la saciedad” (Sal 77 [78],25). Oren a dios para que nos mande alimentarnos hasta la saciedad, de modo que no solo gustemos, sino que estemos también llenos de las palabras de vida y seamos fortificados con ellas. Solo este es nuestro alimento principal.

El desprecio del maná

11.1. Después de esto tenemos: “Levantó un viento sur desde el cielo y trajo con su fuerza el viento del sudeste; y llovió sobre ellos, como polvo, carnes; y, como arena de los mares, aves aladas. Y cayeron en medio de su campamento, alrededor de sus carpas. Ellos comieron y quedaron bien satisfechos, y su deseo llevó a cabo para ellos, no fueron privados de sus deseos” (Sal 77 [78],26-30 LXX). Mientras los hijos de Israel comían el maná, ellos decían: “Nuestros ojos no ven más que el maná”, porque nos acordamos “cuando nos sentábamos en Egipto junto a las ollas de carne” (Ex 16,3). Y nosotros mientras escuchamos esto, llamamos infelices aquellos que, aunque comían el pan del cielo, deseaban las cebollas, los ajos, los puerros, los higos, los melones (cf. Nm 11,5), y compararon todos estos alimentos con aquella comida. 

Deseos mundanos que nos alejan de las realidades espirituales 

11.2. Nosotros decimos esto mientras leemos, y los compadecemos[4] en cuanto ellos entonces pecaron, sin ver que estos pecados también suceden entre nosotros. Tal vez, cuando se nos presenta el alimento espiritual, despreciando el alimento divino, amontonamos dinero o queremos vivir regaladamente, ¿acaso no queremos comer los puerros malolientes, las cebollas que dañan los ojos del alma, el ajo lleno de la fetidez de los pecados, y saciarnos del mal olor de los placeres? Del mismo modo cuando experimentamos un deseo por la naturaleza fugaz del mundo y de las cosas del cuerpo, deseamos los melones y, eliminando lo que alimenta la sustancia del alma, queremos nutrirnos con higos.

No perdamos el alimento celestial

11.3. Por tanto, si alguna vez obramos así y, teniendo quien nos da alimento a saciedad (cf. Sal 77 [78],25), y el pan del cielo (cf. Sal 77 [78],24), y queremos las cosas del mundo y experimentamos deseo por ellas, Dios nos manda carne como polvo (cf. Sal 77 [78],27) -porque no queremos el pan del cielo-, y al enviarnos esa carne nos da tanta al punto que ella no salga por nuestras narices (cf. Nm 11,20), llenándonos de enfermedades y dolencias. Es como si alguien nos dijera: “Yo habría querido que tú buscases una riqueza espiritual y la gloria celestial, aquella que viene solo de mí, y deseases las realidades eternas. Pero puesto que no quieres ser así y encontrar tu reposo, te enfermas. En efecto, quieres tener todas estas heridas del mundo. Mira a todos aquellos que gozan de las realidades mundanas y están enfermos en el alma a causa de ellas, pues se encuentran en medio de las amarguras, de las enfermedades y de todo género de males por causa de la cicatriz de su alma. Por consiguiente, dado que has entendido esto y has comprendido la admonición de las Escrituras, conténtate con el maná celestial, el pan de ángeles, para que no te suceda que, al recibir los alimentos propios de la alimentación terrestre, te ocurra a su vez aquello que les pasó a aquellos con el alimento que tenían en su boca”. 

El ayuno que nos alegra 

11.4. “Y la cólera de Dios subió contra ellos y mató a los opulentos de entre ellos” (Sal 77 [78],31), aquellos que estaban bien alimentados, cuyas carnes eran como las carnes de los asnos a causa del alimento carnal y material. Nosotros podemos, absteniéndonos de esto, practicar un ayuno grato, el ayuno que el Señor recibe (cf. Is 58,5). En efecto, cuando no alimentamos los deseos de la carne (cf. Rm 8,6-7), practicamos un buen ayuno. Éste es el ayuno en el que corresponde ungir la cabeza con aceite (cf. Mt 6,17), no como hace el pecador, porque también hay un aceite del pecador, sobre el cual el justo dice: “Que el aceite del pecador que no unja mi cabeza” (Sal 140 [141],5). Por tanto, con este ayuno, mientras me abstengo de los alimentos materiales y corpóreos que nutren los deseos de la carne, lavo mi rostro y no me entristezco, sino que estoy alegre. Pues este ayuno se ha transformado para mí en ocasión de bienes espirituales y santos en Cristo Jesús, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.



[1] Origene, p. 301, nota 24.

[2] Cf. Orígenes, Tratado sobre la oración, XXVII,9: «El pan corporal que se da a la persona para alimentarse se identifica con ella. Así también “el pan vivo bajado del cielo” dado al alma y al espíritu comunica su poder a la persona que se alimenta con él».

[3] Cf. Orígenes, Homilías sobre el libro de los Números, XX,3.6: “Si los espíritus malignos nos rodean a cada uno de nosotros y conducen y llevan al pecado, y no hay, sin embargo, ningún otro que nos atraiga a la justicia, que invite y conduzca a la pureza, a la piedad, ¿cómo no parecerá que el camino que conduce a la perdición se muestra ancho, y en cambio en ninguna parte se nos ofrece ningún acceso para la salvación? Todo lo contrario: fíjate más atentamente, si puedes con los ojos del corazón abiertos considerar conmigo los misterios interiores, y verás en los secretos cuánto mayor cuidado se tiene de nuestra salvación que la fuerza que se despliega para la seducción. Nos asiste a cada uno de nosotros, incluso a los que son más pequeños en la Iglesia de Dios, un ángel bueno, ángel del Señor, que rige, que advierte, que gobierna, que, para corregir nuestros actos y suplicar misericordia…”.

[4] Lit.: los consideramos infelices.