OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (768)

La segunda venida de Jesucristo

1475

Evangeliario

Armenia

Orígenes, Homilías griegas sobre los Salmos

Homilía sobre el Salmo 74 (75)[1]

Introducción

El principal esfuerzo que debemos hacer en la recitación y memorización de los salmos es consagrar nuestra mente al Señor por completo y esforzarnos por obtener, con la ayuda de Dios, la salvación (§ 1.1).

Recitando los salmos en la Iglesia y con ella, deberemos, al mismo tiempo, confesar nuestras faltas, haciéndonos acusadores de nosotros mismos, liberándonos de nuestros pecados (§ 1.2).

Para escuchar realmente a Jesús, para aceptar sus enseñanzas, necesitamos hacerle espacio en nuestro interior, y esto implica el abandono de las obras pecaminosas (§ 1.3). 

Con la ayuda del Señor, tenemos que hacer todo lo posible, lo que esté a nuestro alcance, para que desaparezca de nuestro corazón lo terreno. Solo así podremos llevar en nosotros la imagen del hombre celestial y la mortificación de Jesús (§ 2.1-2).

La Iglesia y cada uno de sus miembros se sostienen merced a la obra de afianzamiento que realiza el Señor en ella y en ellos, siendo los apóstoles las columnas de la edificación (§ 2.3).

Los judíos, afirma Orígenes, no escucharon la voz de Dios y por eso no obedecieron su Ley, la que Él que les había dado. Por su parte, los gentiles, practicando la idolatría, decían injusticias contra Dios. Pero a todos sin excepción, el Señor nos enseñó a recorrer el camino de la conversión (§ 2.4). 

Texto

El inicio del salmo

1.1. Quien mira hacia el fin, con su mismo mirar dice: “Para el fin, no destruyas” (Sal 74 [75],1). Porque cumpliendo la obra de la incorrupción clama: “No destruyas” (Sal 74 [75],1). Otro de los traductores en cambio, “Para el fin, nos destruyas”, dice: “Para la incorrupción”. Por tanto, lo que está escrito aquí, si es comprendido y puesto en práctica, nos conduce a la incorrupción. El salmo es de Asaf y se lo debe ejecutar con un instrumento y con la voz. Esto nos demuestra que debemos cantar himnos a Dios sea con un instrumento, mediante los movimientos del cuerpo, sea con una voz inteligible, por medio de la consagración de la inteligencia a Dios y el esfuerzo por obtener la salvación. Ahora bien, al inicio el salmo es expresado por un sujeto colectivo y un individuo y, puesto que no son la misma realidad, del mismo modo el que proclama no es el mismo en todo el salmo. Es el sujeto colectivo el que dice: “Te confesaremos, oh Dios, e invocaremos tu nombre” (Sal 74 [75],2), en tanto que el individuo dice: “Contaré tus maravillas, cuando haya estimado el momento oportuno” (Sal 74 [75],3). El individuo hace esto y sigue hablando hasta el final.

Invoquemos y confesemos el nombre del Señor 

1.2. Comprende, entonces, que el sujeto colectivo es la Iglesia convocada de entre los gentiles y obediente a quien la llama, pero por causa de las culpas precedentes dice: “Te confesaremos, oh Dios”. Luego, no es posible invocar el nombre del Señor para actuar las palabras del Señor: “Quienquiera que invoque el nombre del Señor se salvará” (Jl 3,5; Rm 10,13), si antes, renunciando al pecado, no se confiesan las faltas precedentes, motivo por el que está escrito: “Te confesaremos e invocaremos tu nombre” (Sal 74 [75],2). No: “Confesaremos e invocaremos”, sino: “Te confesaremos, oh Dios, e invocaremos tu nombre” (Sal 74 [75],2). Por consiguiente, si nosotros también queremos ser hallados entre quienes que invocan, y si queremos ser salvados con ellos -esta escrito, en efecto, “Quienquiera que invoque el nombre del Señor se salvará”-, hagámonos acusadores de nuestros pecados, liberándonos por completo de ellos.

Debemos hacerle a Jesús el don de un tiempo en nosotros mismos

1.3. Puesto que la Iglesia ha dicho: “Te confesaremos e invocaremos tu nombre” (Sal 74 [75],2), y permanece en la confesión -ella no confesará una sola vez, sino muchas veces, como se evidencia de la confesión, cuando repite por segunda vez: “Te confesaremos”, y después agrega: “Invocaremos tu nombre” (Sal 74 [75],2)-, mi Señor responde agradeciendo a la Iglesia y le dice lo que sigue: “Contaré tus maravillas, cuando haya estimado el momento oportuno” (Sal 74 [75],3). Ahora, mientras tienen necesidad de la confesión y llegan con la promesa de invocarte como Dios, aún no son capaces de recibir la explicación de tus misterios, sino que tienen necesidad de un tiempo para su penitencia, su conversión perfecta, su purificación. Y yo prometo que “contaré tus maravillas, cuando haya estimado el momento oportuno”. Por tanto, cada uno de nosotros, si quiere escuchar a Jesús, que explica las maravillas del Padre, que le haga el don de un tiempo en sí mismo. Pero le hace el don de un tiempo a aquel que vive rectamente, en tanto que, al contrario, no se lo hace a quien se aplica a los pecados.

Disolver la imagen terrena 

2.1. Que se trate de palabras del Salvador, y no de algún otro que dice esto dirigido al Padre, lo proclama la afirmación que sigue: “Yo juzgaré las acciones rectas” (Sal 74 [75],3). Y si alguien osara preguntar: “¿Juzgará” se dice de la persona que ha recibido la facultad de juzgar de un hombre o solamente del Salvador y Señor? Pues solo Él juzgará las acciones rectas. Por tanto, después de haber escuchado a la Iglesia que promete la confesión dando testimonio del arrepentimiento de cuantos han creído, afirma: “La tierra se ha disuelto[2]” (Sal 74 [75],4); todo lo terreno se ha disuelto. También lo atestigua Jesús para nosotros, a fin de que puedas decir sobre la tierra y sobre las realidades terrestres que están en nosotros: “La tierra se ha disuelto”. Es decir, llevábamos la imagen de lo terrestre, es necesario desvestirse de la imagen de lo terrestre y no despedirla como si todavía subsistiera, sino hacer todo lo posible para que la imagen terrena se disuelva y, por así decirlo, se disuelva completamente.

“Nuestra hermosa empresa”

2.2. Si alguien se hace así, y si nosotros, con el espíritu, mortificamos las obras del cuerpo (cf. Rm 8,13), como para llevar siempre la mortificación[3] de Jesús en nuestro cuerpo (cf. 2 Co 4,10), el Salvador dirá sobre nosotros: “La tierra se ha disuelto y todos los que habitan en ella” (Sal 74 [75],4). En un tiempo hubo una muchedumbre, mientras habitábamos esta tierra, cuando el pecado reinaba en nuestro cuerpo portal (cf. Rm 6,12). Esta es, entonces, nuestra hermosa empresa y de ella el Salvador da testimonio a la Iglesia diciendo no solamente: “La tierra y lo que es terrestre se ha disuelto”, sino también “cuantos habitan sobre la tierra”. Pues todas aquellas potestades adversas, unidas íntimamente con las realidades terrenas, que nos dominaban y obraban en nosotros para que pecáramos, se han disuelto junto con la tierra. Por ejemplo, imaginen un trono de cera y a alguien que se sienta sobre él, pero luego sobreviene un fuego y lo derrite. Del mismo modo, si se disuelven las realidades terrenas que están en ti, y se disuelven las fuerzas que obran en ti en relación con las realidades terrenas, el Salvador te dirá: “La tierra se ha disuelto y todos los que habitan en ella” (Sal 74 [75],4).

“He afianzado sus columnas”

2.3. Que estas sean palabras de nuestro Salvador, escúchalo de aquel que dice: “Yo he afianzado sus columnas” (Sal 74,4). En efecto, ¿quién ha consolidado sus columnas sobre la tierra sino nuestro Salvador y Señor? ¿Quieres oír el nombre de las columnas? La primera es Simón, que es llamado Pedro, y su hermano Andrés, Santiago de Zebedeo y su hermano Juan (cf. Mt 4,18. 21; Ga 2,9). Y toda la Iglesia, si es verdaderamente Iglesia, es “columna y fundamento de la verdad”. Y en al Apocalipsis de Juan se hace esta promesa a los vencedores: «“Al que venza le haré columna en el santuario de Dios y ya no saldrá fuera de ningún modo” (Ap 3,12). Por tanto, yo he afianzado las columnas de la tierra, y a aquellos que están todavía en el cuerpo los he hecho estables y capaces de sostener los edificios sobre los que se ha hablado antes. No solo los he puesto y los he hecho, sino que he afianzado las columnas sobre la tierra».

La idolatría es una injusticia contra Dios 

2.4. Desde el momento en que nos ha enseñado también a nosotros, pecadores sacados de las naciones, a convertirnos a Dios, Él dice a Dios estas palabras: «He dicho a los transgresores: “No transgredan la ley”, y a los que pecan: “No alcen el cuerno”» (Sal 74 [75],5). “A los transgresores”, aquellos que pertenecen al pueblo; “a los que pecan”, aquellos que proceden de los gentiles. No fuimos nosotros los que transgredimos, pues estábamos privados de la Ley. Pero aquellos que fueron transgresores son los que, aunque escucharon las leyes, no las observaron. Por consiguiente, «He dicho a los transgresores: “No transgredan la ley”, y a los que pecan: “No alcen el cuerno, no digan injusticias contra Dios”» (Sal 74 [75],5-6). Porque aquellos que fueron sacados de entre las naciones que practicaban la idolatría, “decían injusticias contra Dios”.



[1] Origene. Omelie sui Salmi. Volume I. Omelie sui Salmi 15, 36, 67, 73, 74, 75. Introduzione, testo critico ridevuto, traduzione e note a cura di Lorenzo Perrone, Roma, Città Nuova Editrice, 2020, pp. 528-547 (Opere di Origene, IX/3a), en adelante: Origene. Cf. asimismo Origenes Werke Dreizehnter Band. Die neuen Psalmenhomilien. Eine kritische Edition des Codex Monacensis Graecus 314. Herausgegeben von Lorenzo Perrone in Zusammenarbeit mit Marina Molin Pradel, Emanuela Prinzivalli und Antonio Cacciari, Berlin/München/Boston, De Gruyter, 2015, pp. 269-279 (Die Griechischen Christlichen Schriftsteller der ersten Jahrhunderte [GCS] Neue Folge. Band 19).

[2] Término que también puede traducirse por: derretido, fundido.

[3] Lit.: “Siempre la condición mortal de Jesús en el cuerpo llevando de una a otra parte”.