OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (766)
La parábola de los talentos
1594-1596
Evangeliario
Rumania
Orígenes, Homilías griegas sobre los Salmos
Homilía III sobre el Salmo 73 (74)
Introducción
El discípulo de Cristo debe evitar la necedad, la insensatez, negando el carácter salvífico y redentor de la Pascua de su Señor (§ 7.1).
Es el Maligno quien aparta a Israel del Señor, y lo conduce a la impiedad. Es necesario orar para que nosotros no seamos entregados a las fieras, es decir, al diablo, que ronda rugiendo y buscando sus presas (§ 7.2).
Cristo nos ha regalado un poder especial que nos permite caminar sobre serpientes y escorpiones. Porque Él ha vencido a Satanás y ha rescatado de las fieras el alma de los pecadores (§ 7.3).
El Buen Pastor es quien viene en nuestra ayuda, nos arranca de la boca del león, del Maligno, y evita que las fieras devoren nuestra alma (§ 7.4).
La confesión de las propias faltas es el camino seguro para no ser entregado a las fieras. Ante todo, hay que confesar a Dios y en seguida confiar en “los médicos” que la Iglesia dispone para nuestra curación (§ 8.1).
La Sagrada Escritura, afirma Orígenes, nos enseña que debemos ser nosotros mismos los acusadores de nuestras faltas. De esta forma le tapamos la boca al “gran acusador” (§ 8.2).
Una herida no atendida a tiempo deja una fístula abierta y oculta, lo que constituye un serio peligro para nuestra salud espiritual. Por eso es muy conveniente sanar nuestras faltas, especialmente sin son graves, por medio de la confesión: “ofrecernos voluntariamente al bisturí de la palabra” (§ 8.3).
Texto
No seamos un pueblo necio
7.1. “Y un pueblo necio ha provocado[1] tu nombre” (Sal 73 [74],18): el diablo enemigo ha insultado a mi Señor (cf. Sal 73 [74],18), cuando Él voluntariamente enfrentó la economía de la cruz por aquellos por quienes padeció, el pueblo necio ha exasperado el nombre del Señor (cf. Sal 73 [74],18) diciendo: “¡Quita, quita de la tierra a ese tal!” (Hch 22,22). “¡Crucifícalo, crucifícalo!” (Lc 23,21). Por esto, puesto que “un pueblo necio ha provocado el nombre” del Señor, “la hija de Sión ha sido abandonada como una carpa en la viña, como una cabaña en la cosecha de pepinos, como una ciudad sitiada” (Is 1,8). Cuidado, entonces, no sea que alguno de nosotros se haga como aquel pueblo necio, que ha provocado el nombre del Señor.
Las fieras
7.2. Después ora de nuevo y nos enseña a rezar diciendo: “No entregues a las fieras un alma que te confiesa” (Sal 73 [74],19). Por este motivo muchos fueron entregados a las fieras en el martirio, y yo sé que en mis tiempos hombres beatos y santos fueron devorados y entregados a las fieras por causa de Cristo. ¡Que yo pueda participar en su suerte! ¿Pero dónde me sucederá esto? Tal vez, el profeta reza respecto de las fieras sensibles diciendo: “No entregues a las fieras un alma que te confiesa” (Sal 73 [74],19), ¿allí donde manifiestamente los que confiesan y dan gracias son entregados en pasto a las fieras por este motivo? ¿Pero acaso no habrá otras fieras? Por ejemplo, aquella sobre la que se dice: “El adversario de ustedes, el diablo, como león que ruge, anda en ronda buscando a quien devorar” (1 P 5,8). Y en Jeremías se dice: “El león y la pantera velan sobre su impiedad” (cf. Jr 5,6). Ahora bien, el león y la pantera no velan sobre la impiedad de Israel; ni este león sensible, ni el animal cuadrúpedo, ni la pantera [está observando] los pecados de Israel. Por lo demás, en efecto, no hay panteras en Judea, sino que el profeta, conociendo espiritualmente la diversidad de las potestades adversas, ha dicho que el león y la pantera vigilan sobre la impiedad de Israel (cf. Jr 5,6).
Pisar serpientes y escorpiones
7.3. Y de nuevo, pues he dicho que el lobo es una potestad adversa -desde el momento que las coronas de los mártires se obtienen a partir de los evangelios-, quiero demostrar como el Salvador ha hablado no de las fieras visibles, sino al contrario de las fieras invisibles. Él ciertamente les hace una promesa a sus discípulos diciendo: “Miren que les he dado el poder de caminar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo el poder del enemigo, y nada podrá dañarlos” (Lc 10,19). ¿Ha dado, entonces, el poder de caminar sobre esta clase de serpientes? ¿Hay alguien tan valiente y fiel? Que camine sobre estas serpientes, en especial sobre la víbora y el basilisco, o que camine sobre algún otro de estos animales peligrosos y sobre el escorpión. Cristo no nos dado estos poderes, pero si vemos de qué modo el dragón, la antigua serpiente, que es llamado diablo y Satanás (cf. Ap 12,9), es pisoteado (cf. Rm 16,20) bajo los pies de los elegidos de Dios, y consideramos lo que examinamos precedentemente sobre este salmo -“Tú has aplastado las cabezas del dragón sobre las aguas” (Sal 73 [74],13)-, veremos de qué modo el profeta ora ante las fieras invisibles diciendo: “No entregues a las fieras un alma que te confiesa” (Sal 73 [74],19). En efecto, Él arranca a las fieras el alma de los pecadores.
Nos salva el Buen Pastor
7.4. Al mismo tiempo también quiero convencer al oyente, de acuerdo a la letra del texto, de que esta explicación no es forzada, sino que es transmitida según el designio de las Escrituras. Pues no se dice: no entregues a las fieras las carnes de quienes te confiesan, sino “un alma que te confiesa”. Es evidente que las fieras no comen las almas sino las carnes; por tanto, otras son las fieras que comen las almas. ¿Cuántas veces el león te ha tocado y te ha arrastrado por los pies, queriendo sacarte de la Iglesia? ¿Cuántas veces el león te ha tomado por el lóbulo de la oreja, por medio de alguna enseñanza atrayente[2] y una doctrina ajena a la Iglesia? Pero llegando el Buen Pastor, el que da la vida a las ovejas (Jn 10,11), “del mismo modo en que el pastor arranca de la boca del león dos patas o la punta de la oreja” (Am 3,12), Él ha arrancado tus pies de la fiera invisible y el lóbulo de tu oreja de su boca[3].
Confesar los propios pecados
8.1. Por tanto, puesto que el profeta dice: “No entregues a las fieras un alma que te confiesa” (Sal 73 [74],19), él ora por nuestras almas. Pero si confesamos haber pecado, para no ser entregados a las fieras por causa de los pecados, sino que por medio de nuestra confesión -si, en efecto, merecíamos ser entregados a las fieras por nuestros pecados-, ya no seremos entregados a ellas. ¿Por qué, en efecto, no se dice: no entregar a las fieras el alma de un sensato[4] o de un justo, sino: “No entregues a las fieras un alma que te confiesa” (Sal 73 [74],19)? Lo que quiere decir es esto: “Algunos han pecado, quienes también merecían ser entregados a las fieras. No obrar, entonces, según los pecados de ellos, pues se confiesan a ti”. Si alguno de entre ustedes ha pecado y no quiere ser entregado a las fieras, confiese: “Confiesen al Señor, porque es bueno, porque es para siempre su misericordia” (Sal 105 [106],1). Quien se confiesa debe en primer término confesar a Dios. Si después no desespera de que también en la Iglesia hay médicos, a quienes, mostrándoles sus heridas, pueden curarlo, no dude en referirles sus pecados y manifestarles a los médicos la vergüenza de la propia alma que ha sufrido, a los médicos que son los buenos obispos, los presbíteros buenos y elegidos, capaces de curar bien a quien se confiesa.
Acusarse a sí mismo
8.2. Porque no soy yo quien enseña estas cosas, sino la Escritura que quiere esto. Escucha al que dice: “He dado a conocer mi pecado -¿a quién sino a Dios, que lo conoce?-, y no he ocultado mi pecado” (Sal 31 [32],5). ¿A quién es posible revelarlo sino a Cristo? “Declaro al Señor mi transgresión” (Sal 31 [32],5)[5]. Por esto es necesario manifestar al Señor: “Di tú primero tus transgresiones, para que seas justificado” (Is 43,26), no las digas simplemente, sino tú primero. No esperes otro acusador; adelántate a tus acusadores, no solo a los hombres, sino también al gran acusador: el diablo. Si te acusas a ti mismo primero, a aquel acusador le tapas la boca y serás justificado. Aquel que se acusa a sí mismo, incluso si fueran injustas las cosas de las que se acusa, la Escritura ya lo hace justo y ha dicho que deviene justo: “El justo se acusa a sí mismo al hablar el primero” (Pr 18,17)[6]. Y se podría preguntar: si alguien es acusador de sí mismo y realmente ha pecado, y es evidente que ha pecado, ¿cómo puede ser un justo el que se acusa a sí mismo? Pero se debe decir que, habiendo cambiado y siendo otro, por así decirlo, es el acusador de sí mismo el que antes era pecador.
La confesión cura las heridas causadas por nuestras faltas
8.3. Junto con otras realidades admirables que he observado en otras Iglesias, también he visto esto que les presentaré. Algunos de los que han pecado, no teniendo un hombre que los acuse ni siendo conocidos por aquello en que han pecado, oran y confiesan al obispo sus faltas. Éste, como un médico, llora y no comunica ni hace públicas las faltas de aquel que ha pecado, sino que, como un buen padre, llorando con el que se confiesa, aplica emplastos racionales, fomentos espirituales. Cura y convierte a su propio hijo según Dios, para que, con el tiempo, pueda curarse y deshacerse de las heridas, sin que el pueblo se pierda teniendo una fístula expuesta, porque la falta no se confiesa. En efecto, la fístula permanece dentro. Por eso también les exhorto a todos los que escuchan, si alguien tiene conciencia de haber pecado, sobre todo con un pecado de fornicación o alguno de los pecados graves, no lo calle, aunque le parezca que se ha curado. Pues la fístula, como he dicho, permanece dentro. Por el contrario, ofrézcanse ustedes mismos al bisturí de la palabra, para que se abra lo que está oculto, lo que está guardado, se procure aplicar una terapia y pueda cicatrizar la herida presente; y, habiendo recibido la cicatrización y habiendo sido santificados, después de haber confesado verdaderamente a Dios, sean salvados. Estas cosas han sido dichas no por una digresión, sino por un examen necesario. Porque era necesario que se aclarasen las palabras: “No entregues a las fieras un alma que te confiesa” (Sal 73 [74],19).
[1] Paroxuno: exacerbar, encolerizar, irritar.
[2] Lit.: dulce, curiosa.
[3] Cf. Orígenes, Homilías sobre el libro de los Jueces, V,2.4: «Supliquemos al Señor, confesándole nuestra debilidad, para que no nos entregue en manos de Madián, que no entregue, a quienes confían en Él, a las bestias del alma (cf. Sal 73 [74],19); que no nos entregue en poder de los que dicen: “¿Cuándo vendrá el tiempo en que nos será dado el poder contra los cristianos? ¿Cuándo serán entregados a nuestras manos esas gentes que se dicen poseer o conocer a Dios?”. Que, incluso si somos entregados y ellos reciben poder sobre nosotros, oremos para recibir la fuerza de Dios, para que podamos mantenernos firmes, para que nuestra fe se haga más resplandeciente en medio de los tormentos y las tribulaciones, que su desvergüenza sea vencida por nuestra paciencia, y, como lo ha dicho el Señor, “por nuestra paciencia ganemos nuestras almas” (cf. Lc 21,29); porque “la tribulación produce la paciencia; la paciencia, una virtud probada; la virtud probada, la esperanza” (Rm 5,3-4)». Y también Homilías sobre el Levítico, XVI,6: «“Exterminaré de su tierra a las bestias feroces” (Lv 26,6). Estas bestias corporales no son malas ni buenas, sino algo indiferente; son animales mudos. Pero las bestias malvadas son aquellas espirituales, de las cuales el Apóstol dice: “Espíritus malvados en las (regiones) celestiales” (cf. Ef 6,12). Y es una malvada bestia aquella sobre la cual dice la Escritura: “Pero la serpiente era la más astuta de todas las bestias que están sobre la tierra” (Gn 3,1). Por tanto, esa misma es esta mala bestia que Dios promete que será exterminada de nuestra tierra, si cumplimos sus mandamientos. ¿Quieres ver también otra bestia malvada? “El adversario de ustedes, dice (la Escritura), el diablo, como un león rugiente ronda buscando a quien devorar; resístanle firmes en la fe” (1 P 5,8-9).
Si todavía quieres conocer más bestias, te enseñará el profeta Isaías, que en una visión que intituló los cuadrúpedos en el desierto, habla con espíritu profético sobre las bestias; dice: “En la tribulación y la angustia, el león y el cachorro de león; de allí nacen también los áspides voladores, que llevan sobre los asnos y los camellos sus riquezas a un pueblo al que no le aprovecharán” (Is 30,6). ¿Acaso puede parecer que esto de algún modo se dice sobre las bestias corporales, incluso a los que son muy amigos de la letra? ¿Cómo, en efecto, pueden el león y el cachorro de león o los áspides voladores llevar sus riquezas sobre camellos y asnos? Pero evidentemente el profeta, lleno del Espíritu Santo, enumera las potestades contrarias de los pésimos demonios, y que ellos ponen las riquezas de sus engaños sobre las almas necias y perversas, que compara por medio de una figura con los camellos y los asnos. Y para no ser entregada a esas bestias el alma que teme a Dios ora diciendo: “No entregues a las bestias el alma que confía en ti” (Sal 73 [74],19)».
[4] Sophronos: sensato, prudente, el que vive con moderación.
[5] Cf. Orígenes, Homilías sobre el Levítico, II,4: «Todavía hay incluso una séptima, aunque dura y laboriosa: la remisión de los pecados por la penitencia; cuando el pecador lava “con lágrimas su lecho” (cf. Sal 6,7), y “sus lágrimas son su pan noche y día” (cf. Sal 41 [42],4); cuando no se avergüenza de declarar (su) pecado al sacerdote del Señor y pedir un remedio, según aquel que dice: “Dije: ‘Confesaré al Señor, contra mí, mi injusticia’, y Tú perdonaste la impiedad de mi corazón” (Sal 31 [32],5). En lo cual se cumple asimismo aquello que decía el apóstol Santiago: “Si alguien está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia, y que le impongan las manos, ungiéndolo con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y si ha cometido pecados, le serán perdonados” (St 5,14-15)».
[6] Cf. Orígenes, Homilías sobre el Levítico, III,4: «Escucha lo que prescribe la regla de la Ley: “Si ha pecado, dice, en alguno de estos (puntos), que confiese el pecado que cometió” (Lv 5,4-5).
Hay un admirable secreto en esto, cuando ordena confesar el pecado. Porque en toda forma deben ser confesadas y manifestadas en público todas las cosas que hacemos. Pero “lo que hacemos en lo secreto” (cf. Jn 7,4), si lo realizamos solo de palabra o también en lo del secreto del pensamiento, todo eso es necesario confesarlo, todo (eso hay) que manifestarlo; pero manifestado por aquel que es al mismo tiempo acusador e instigador del pecado. Puesto que el mismo que ahora nos instiga para que pequemos, también ése mismo cuando pecamos, nos acusa. Por tanto, si en esta vida nos adelantamos a él y nos acusamos a nosotros mismos, escapamos de la malicia del diablo, nuestro enemigo y acusador. Puesto que así también lo dice en otro lugar el profeta: “Di tú primero, afirma, tus iniquidades, para ser justificado” (Is 43,26). ¿No muestra con evidencia el misterio que tratamos cuando dice: “Di tú primero”? Te muestra que debes adelantarte a aquel que está preparado para acusarte. Por tanto, afirma, “di tú primero”, para que aquél no se te adelante. Porque si lo dices primero y ofreces un sacrificio de penitencia, según aquello que más arriba dijimos (debe) ofrecerse, y entregas tu carne a la destrucción, “para que el espíritu sea salvado en el día del Señor” (1 Co 5,5), también se te dirá: “Porque has recibido males en tu vida, ahora (recibe) este descanso” (cf. Lc 16,25). Pero también David según el mismo espíritu habla en los Salmos y dice: «Confesé mi iniquidad, y no oculté mi pecado. Dije: “Confesaré contra mí mi injusticia”, y tú perdonaste la impiedad de mi corazón» (Sal 31 [32],5). Ves, entonces, que confesar el pecado merece la remisión del pecado. Porque adelantándonos en la acusación, el diablo no nos podrá acusar; y si nos acusamos a nosotros mismos, obtendremos la salvación (cf. Pr 18,17); pero si esperamos a que el diablo nos acuse, esa acusación caerá sobre nosotros para castigo; puesto que tendrá como socios en la gehena a los que convencerá (para que sean) socios de (sus) crímenes».