OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (730)

Jesús y la mujer samaritana

Siglo XI

Leccionario

Constantinopla

Orígenes, Homilías sobre los Salmos

Homilía I sobre el Salmo 37 (38)

Introducción

En nuestro camino de conversión, de regreso a la casa del Padre, es fundamental tomar conciencia de nuestras faltas, de nuestra condición de pecadores (§ 3.1).

Realmente tenemos que lamentar las faltas cometidas. Y no solo arrepentirnos, sino también avergonzarnos sinceramente de haber pecado (§ 3.2).

La no conciencia, y peor todavía el sumergirse en el goce de las delicias efímeras, o lo que es más grave: hacer ostentación de nuestras malas acciones, es claramente ir en dirección opuesta a lo nos trasmite la palabra de Dios (§ 4.1).

Por el contrario, quien ama las realidades futuras, mira en poco esos goces efímeros. Pues sabe que su presente es siempre muy limitado (§ 4.2).

El pecado arrastra al ser humano a la insensatez, a la pérdida de noción de su verdadera identidad. Lo sumerge en la más absoluta inconsciencia de su realidad. Para salir de tal situación debemos abrir nuestro corazón a la palabra de Dios (§ 4.3).

Texto

La conciencia de las faltas cometidas

3.1. “No hay paz para mis huesos en presencia de mis pecados” (Sal 37 [38],4 LXX). También debe decir esto quien ha pecado y, después de su pecado, se acuerda de haber pecado, como el mismo David lo decía en el salmo cincuenta: “Mi pecado está siempre ante mí” (Sal 50 [51],5). Hay algunos que, cuando pecan, están totalmente seguros; no piensan en su pecado ni les viene a la mente que obraron mal, sino que viven como si nada hubieran hecho. Estos, por tanto, no pueden decir: “Porque mi pecado está siempre ante mí” (Sal 50 [51],5). En cambio, cuando después de un pecado, alguien está atormentado y afligido por su falta, y agitado por el estímulo de su conciencia, acicateado sin pausa e impugnado por ocultos reproches, éste con mérito dice: “No hay paz para mis huesos en presencia de mis pecados” (Sal 37 [38],4 LXX).

Sincero arrepentimiento

3.2. Hay también, sin duda, un cierto rostro de los pecados y, por así decirlo, cierto color y aspecto, por el que suelen ser recordados y reconocidos las faltas que, alguna vez, fueron cometidas. Por tanto, cuando ponemos nuestros pecados ante los ojos de nuestro corazón, y, mirando cada uno de ellos, los reconocemos, nos avergonzamos y nos arrepentimos de haberlos cometido. Entonces, turbados y aterrados, con justicia decimos no tener paz en nuestros huesos en presencia de nuestros pecados.

La ausencia de dolor por las faltas cometidas

4.1. Añada también esto quien se arrepiente de sus pecados, y diga: “Mis iniquidades sobrepasaron mi cabeza, como un gran peso han pesado sobre mí” (Sal 37 [38],5). Porque quienes no se duelen ni sienten el peso de sus pecados, sino que están seguros y nadan en las delicias, no pueden decir esto ni sentir que sus iniquidades son una excrecencia y que por encima de su cabeza extienden su altura, mientras que ellos mismos disminuyen y son reducidos a nada. Y por eso no pueden decir: “Mis iniquidades sobrepasaron mi cabeza, como un gran peso han pesado sobre mí” (Sal 37 [38],5). En efecto, ¿cómo pueden decir esto aquellos que no solo se deleitan en sus delicias, sino que también, exultantes, manifiestan sus malas acciones, para quienes su pecado en verdad no es un peso, sino una voluptuosidad?

El deseo de la vida futura

4.2. No es, por consiguiente, de aquellos decir esto, sino de aquellos para quienes la sensualidad es ya sórdida, para quienes los vicios les horrorizan y para quienes toda la voluptuosidad de las alegrías presentes es considerada como nada, porque después, en las realidades futuras, nada quedará. Estos son quienes también pueden decir lo que sigue: “Pues mis cicatrices huelen mal y están putrefactas” (Sal 37 [38],6).

La locura del pecado

4.3. Dice el Salvador: “No tiren a los cerdos sus perlas” (Mt 7,6). Llama aquí a los que se deleitan en el hedor[1] de los pecados, como los cerdos, que buscan todo hedor como un suavísimo perfume[2]. Considera, entonces, un pecador que se deleita en sus pecados y está contento en sus maldades. Porque él mismo se revuelca en el fétido estiércol y ningún olor, que sale del estiércol del pecado, percibe su sensibilidad; se deleita como en las sumas voluptuosidades y en las más gratas delicias. Pero si sucede que este depone la percepción y el olfato de los cerdos, y recibe la comprensión de la palabra de Dios, de modo que pueda sentir el hedor de sus pecados, en seguida se convierte hacia la penitencia y buscando la enmienda, no pudiendo soportar el propio hedor, clama al médico celestial (cf. Mt 9,12) y le muestra las cicatrices de sus heridas putrefactas, y dice: “Mis cicatrices huelen mal y están putrefactas, debido a mi locura[3]” (Sal 37 [38],6). Rectamente, en efecto, llamó “locura” a este pecado. Pues ningún sabio ha cometido pecado alguna vez.



[1] Lit.: en los hedores.

[2] Cf. Orígenes, Homilías sobre el Génesis, XI,1.7: «El pecado es una cosa fétida; por eso, los pecadores son comparados a los puercos (cf. Mt 8,30), que se revuelcan en los pecados como en un estiércol fétido. Y David, en cuanto pecador arrepentido, dice: “Mis heridas se infectaron y supuran” (Sal 37 [38],6)».

[3] Lit.: “ante de mi locura” (a facie insipientiae meae).