OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (727)
Traspasados por flechas de amor
Hacia 1320-1340
París
Orígenes, Homilías sobre los Salmos
Homilía I sobre el Salmo 37 (38)
Introducción
La negación o la resistencia tenaz a aceptar la corrección fraterna (cf. Mt 18,15-17) es un grave daño, tanto a nivel personal como comunitario. Orígenes invita a sus oyentes a reflexionar sobre este importante tema. Para ello toma como punto de partida la conveniencia de recordar que si ahora no aceptamos la corrección de los hermanos y de las hermanas, luego seremos juzgados en el temible tribunal ante Dios mismo (§ 1.7-8).
Prosiguiendo con la explicación del salmo, el Alejandrino nos propone una comparación: la de los niños que son amonestados e instruidos por sus pedagogos y maestros. Aunque sea dolorosa, esta es la reprensión que debemos preferir. Solo así evitaremos la corrección del Padre, Dios, irritado por nuestras faltas (§ 1.9-10).
En su explicación sobre la corrección, Orígenes recurre a algunos pasajes del Pastor de Hermas, en los que se menciona al ángel de la penitencia o del arrepentimiento. La misión de este “preceptor” es instruirnos, corregirnos e incluso castigarnos, antes de tener que comparecer ante el Patrefamilias (§ 1.11).
La corrección que merecemos por nuestras faltas la realiza un pedagogo o el Ángel de la penitencia, no el Padre de familia. A éste le queda reservada la punición de aquellas faltas que exigen la intervención de “la mano divina”, en virtud de la particular gravedad que ellas revisten (§ 1.12-13).
Es necesario, por ende, que recibamos con buen ánimo las correcciones y reprensiones que nos hacen “los intermediarios”, es decir, la personas que nos ayudan a enmendarnos de nuestras faltas. A todo trance debemos evitar incitar la cólera de Dios (§ 1.14).
Texto
La corrección en presencia de testigos
1.7. No soportamos que, en ciertas ocasiones, se nos corrija en presencia de dos testigos, sino que acusamos a quien nos reprende y le decimos: “Era conveniente decirme a mí solo lo que querías y no avergonzarme en presencia de muchos”. Nos molestamos, nos agitamos, nos enfurecemos, nos atormentamos con los pensamientos interiores de nuestra alma.
La corrección en presencia del Señor
1.8. Si tal es la corrección cuando somos reprendidos por los hombres o en presencia de los hombres, ¿qué haremos si nos corrige Dios, si Dios mismo nos acusa y nos reprende con furor (cf. Sal 37 [38],2)? Nosotros, que no podemos tolerar el enojo del obispo que nos corrige, sino que lo recibimos con indignación, ¿cómo soportaremos aquel furor que se dice ser el de Dios cuando nos corrige? En consecuencia, el profeta, sabiendo que hay muchas formas diferentes de ser corregido, y queriendo, como hombre, ser reprendido por sus faltas, pero temiendo que sea un peso muy fuerte, esto es: ser corregido por el Señor indignado, dice, como ya lo afirmaba en otro salmo precedente: “Señor, no me corrijas con furor” (Sal 6,2). También de modo similar dice lo que sigue: “Y en tú cólera no me corrijas” (Sal 37 [38],2).
Una comparación
1.9. Conviene, por consiguiente, decir algo asimismo sobre la corrección, sobre la que el Apóstol nos enseña en general, diciendo: “Toda corrección, sin duda, no parece, en el momento, un motivo de alegría, pero después, en esos, a quienes se les ha aplicado, da un fruto apacible de justicia” (Hb 12,11). Se ve también entre los niños: cómo corregidos con azotes por los pedagogos o estimulados por los maestros, reciben con molestia y juzgan un sumo mal aquel dolor que se les inflige para instruirlos. Y aunque no ignoren que sus progresos son consecuencia de las enseñanzas y de las correcciones de ese género, sin embargo, los sobrellevan con molestia e impaciencia. Si tal es la instrucción de los niños, ¿qué debemos pensar sobre nosotros, ancianos? ¿Qué instrucción y corrección pensamos que nos espera, y que no nos será infligida ni por maestros ni por pedagogos? Porque la Escritura conoce el pedagogo (cf. Ga 3,24), el maestro[1] (cf. 1 Co 4,1) y el preceptor del párvulo. ¿Qué, digo, debemos considerar o pensar cuando nuestra instrucción y nuestra corrección será hecha por el Padre de familia en persona?
El riesgo de la expulsión
1.10. Volvamos otra vez a la comparación de los niños. Si el niño es corregido por el pedagogo, no le será necesario conocer la severidad de la corrección paterna, que será llamado para faltas más graves y vergonzosas. Si el niño es corregido por el maestro, éste no será tan severo como el padre podría serlo. Pues si el padre reprende por pecados más grandes y más graves, y si el hijo los ha cometido de manera que ha provocado a su padre a la cólera, sin duda, después de los tormentos y suplicios, hay que temer el castigo la expulsión (cf. Mt 18,17).
El “Ángel de la penitencia”
1.11. Si has comprendido la comparación, pasa conmigo del ejemplo hacia la realidad y comprende lo que se ha dicho sobre nosotros, los hombres. Todos, obispos, presbíteros y diáconos, nos instruyen, y para instruirnos se sirven de reprensiones y nos increpan con palabras muy severas. Pero también en ciertas ocasiones somos instruidos por preceptores y mediadores, es decir, por los ángeles, a quienes se les confían nuestras almas para que sean conducidas y dirigidas[2]. De manera semejante se describe en algún lugar el ángel de la penitencia, que nos recibe para castigarnos, tal como lo expone El Pastor, si a alguien le parece aceptable este libro[3]. Mientras tanto, nosotros, los hombres, no sucumbamos, ante las diversas instrucciones que nos castigan y nos corrigen: todavía no somos castigados por el Padre de familia mismo, sino por los ángeles preceptores, quienes, castigando y corrigiendo a cada uno de nosotros, cumplen su oficio; y esto es más tolerable, cuando somos castigados por uno de ellos.
El Padre de familia
1.12. Así, mientras tanto, nuestra corrección es confiada a un pedagogo. Puesto que todos los que estaban bajo la Ley, pues la Ley fue nuestro pedagogo en Cristo[4] (cf. Ga 3,24), cuando faltaban contra la Ley, eran corregidos por el pedagogo. Pues eran castigados, bien cuando eran lapidados, bien cuando soportaban algunas de las penas que Moisés escribiera (cf. Lv 20,1 ss.). Ninguno, por tanto, sobre quienes antes hablamos era castigado por el Padre de familia mismo. Porque ni la Ley ni el Ángel de la penitencia eran el Padre de familia.
1.13. Pero hay otros pecados por los que el mismo Padre de familia castiga a quien peca; esto es, al que, superando la medida de sus faltas, ha extendido la impiedad de su maldad más allá del ultraje (propio) de una criatura. En consecuencia, ningún otro sino solo Dios sabe quién debe ser entregado a los preceptores para ser castigado, y cuándo debe serlo, o cuándo será corregido por los procuradores, o también cuándo será sometido al pedagogo; pero todas estas son reprensiones inferiores a las del Padre de familia, si alguien es tal que provoque a la mano divina misma, por así decirlo, al castigo.
No incitemos la cólera de Dios
1.14. Si has comprendido las afirmaciones que se han expresado, si has seguido un sentido más elevado, considera ahora cómo prosigue el profeta este tema cuando dice: “Incluso si me corriges, oh Dios, no me corrijas con ira” (cf. Jr 10,24). Pero nosotros no queremos ser corregidos, ni soportamos un pedagogo que nos amoneste, ni recibimos con buen ánimo las correcciones de los preceptores o de los procuradores. Y por eso es inevitable que incitemos la reprensión misma de la cólera de Dios. Pues el profeta dice: “Señor no me corrijas en tu furor ni me reprendas con tu cólera” (Sal 37 [38],2).
[1] Lit.: el administrador (dispensator).
[2] Los ángeles son quienes se encargan de nuestra educación después de la muerte, representada como una instrucción, antes de poner nuestras almas en las manos de Cristo, y después del Padre (SCh 411, p. 268, nota 1).
[3] Cf. El Pastor, Visión quinta, III,25: “El ángel del arrepentimiento”, al igual que en: Mandamiento duodécimo, IV,47; VI,49; y Parábola novena, XXXIII,110. Esta obra, que se atribuye a Hermas, gozó de gran autoridad en la Iglesia d ellos primeros siglos. E incluso algunos Padres la consideraron como inspirada (Clemente, Tertuliano y Orígenes). Su canonicidad fue rechazada a fines del siglo II, aunque se aceptaba que fuera leída por los cristianos (cf. SCh 411, p. 270, nota 1).
[4] El texto griego dice “hacia Cristo”, que podría también traducirse: “hasta Cristo”.