OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (726)

Jesús enseña en la montaña

Hacia 1327-1335

Biblia

Londres (?)

Orígenes, Homilías sobre los Salmos

Homilía I sobre el Salmo 37 (38)[1]

Introducción

La homilía se inicia con un oportuno recordatorio: considerar nuestra debilidad, propia de los seres creados. Pro si bien somos débiles, contamos con la ayuda del Señor, Él no nos abandona; y viene a proporcionarnos los remedios oportunos y necesarios para nuestra sanación (§ 1.1).

Nuestro Creador sabía que podíamos hacer un mal uso del gran don de la libertad. Por eso preparó los remedios adecuados. Medicinas que están esparcidas en los Libros sagrados, y que nos son administradas de modo ejemplar por nuestro gran Médico, el Señor Jesús. Él ha venido a atendernos personalmente. Además, dispuso enseñar el arte de su misericordia a quienes en la Iglesia han sido establecidos para administrar, en su Nombre, la medicina de la curación espiritual (§ 1.2). 

El presente salmo nos enseña qué debemos hacer cuando cometemos una falta: ante todo, suplicar al médico; y, en seguida, confesar nuestro delito y recordar que nosotros hemos pecado. El recuerdo de lo que hicimos es una característica notable de este salmo (§ 1.3). 

Aceptar con humildad la corrección fraterna es una exigencia evangélica, una necesidad de nuestra condición de creyentes que se reconocen débiles y pecadores:

“Los médicos de los cuerpos, que están junto a los enfermos y no dejan de emplearse en la curación de los mismos como quiere la profesión médica, ven espectáculos horribles y tocan cosas repugnantes, y en desdichas ajenas recogen tristezas propias; su vida está siempre en peligro. En efecto, nunca están con los sanos, sino siempre con los heridos, los ulcerados, los llenos de puses, fiebres y toda clase de enfermedades; y si uno quiere ejercer la medicina, no debe enojarse ni descuidar lo que pide la profesión que ha elegido cuando esté con los individuos que acabamos de mencionar.

… También los profetas son como médicos de almas y siempre pasan más tiempo allí donde hay personas necesitadas de curación, pues no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos (Lc 5,31);y lo que los médicos sufren por parte de los enfermos rebeldes, eso mismo lo padecen también los profetas y maestros de los que no quieren dejarse curar. En efecto, se les aborrece porque prescriben contra el deseo de los enfermos, porque se oponen a la molicie y al placer de los que, aun estado indispuestos, no quieren aplicar los remedios adecuados a la enfermedad. Los enfermos intemperantes huyen, pues, de los médicos, a menudo les injurian incluso, les insultan y hacen todo lo que un enemigo haría a su enemigo. Olvidan que los médicos se acercan a ellos como amigos, no viendo más que lo penoso de la dieta o lo ingrato del golpe de bisturí de los médicos, no el resultado que seguirá al sufrimiento; les detestan como si fuesen sólo procreadores de sufrimientos, y no de sufrimientos que conducen a los pacientes a la salud”[2].

Se suele decir que no hay peor enfermo que el que no acepta su enfermedad. Porque semejante actitud hace imposible la acción curativa del médico, e incluso puede provocar una reacción violenta de parte de quien no acepta su condición (§ 1.5).

En situaciones que se podrían denominar conflictivas, incluso en ocasión de faltas graves, una vez efectuada la necesaria corrección o reprensión, lo más importante, conforme san Pablo lo enseña, es fortalecer la caridad y afirmar la caridad (§ 1.6).

Texto

El Señor viene en ayuda de nuestra debilidad

1.1. Dios, creador de los cuerpos humanos, sabía que la fragilidad del cuerpo humano era tal que podía recibir diversas enfermedades y estar expuesto a las heridas y otras debilidades. Y por eso, previendo los futuros sufrimientos, de la tierra creó también los remedios (cf. Si 38,4)[3], y enseña la ciencia de la medicina, para que, si aconteciera una enfermedad del cuerpo, no le falten los remedios.

Jesucristo protomédico

1.2. ¿Adónde apunta este prefacio? Sin duda, se vuelve hacia el alma; pues cuando el Creador de todos los seres la creó, ella también sabía que en lo futuro era capaz de vicios y por ello sometida y oprimida por los pecados. Y por eso, como Él preparó medicamentos para el cuerpo, a partir de las hierbas reunidas con arte y ciencia, preparó asimismo para el alma remedios con esas palabras sembradas y diseminadas en las divinas Escrituras. De modo que, quienes estuvieras oprimidos por alguna enfermedad, en seguida que sintieran la fuerza del morbo y percibieran el aguijón y el dolor de alguna herida, es decir, cuando vieran al alma hacer algo contra su naturaleza[4], que busquen una disciplina espiritual apta y conveniente, que pueda curarlos por medio de los mandamientos de Dios. Pues Él también nos transmitió la habilidad del arte de la medicina, cuyo protomédico[5] es el Salvador, diciendo sobre sí: “No son los sanos quienes tienen necesidad del médico, sino los enfermos” (Mt 9,12). Y Él era el protomédico, que podía curar toda debilidad y toda enfermedad (cf. Mt 9,35); y sus discípulos Pedro y Pablo, pero también los profetas son médicos, y todos los que en la Iglesia han sido establecidos después de los Apóstoles, y a quienes se ha confiado el servicio de curar las heridas, a los que Dios ha querido médicos de las almas, porque nuestro Dios no quiere la muerte del pecador, sino que espera su penitencia y su oración (cf. Ez 18,23).

“Para el recuerdo”

1.3. Así también este salmo, que ahora se nos ha leído, nos muestra que si, tal vez, alguna vez somos sorprendidos en faltas, cómo y con qué afecto debemos orar y suplicar al médico por nuestros dolores y enfermedades. Por tanto, si el enemigo nos sorprende[6] y con sus flechas encendidas (cf. Ef 6,16) hiere nuestra alma, este salmo nos enseña que, ante todo, conviene, después de un pecado, confesar el pecado y recordar con la memoria el delito, para que, por el recuerdo de la culpa, estimulado el corazón y atormentado por su falta, en el ínterin se refrene y se restablezca para no cometer más un pecado semejante. Y por eso pienso que está escrito al inicio de este mismo salmo: “Salmo de David, para el recuerdo” (Sal 37 [38],1). Qué sea “para el recuerdo”, a través de todo su desarrollo el salmo mismo lo explicita.

Aceptar de buen grado la corrección 

1.4. Veamos, por consiguiente, todos nosotros, pecadores, si somos sorprendidos en alguna falta, qué debemos decir o hacer; para que, cuando esto hayamos aprendido en la Escritura sagrada, merezcamos también conseguir un remedio para nuestra herida. Sin duda, es siempre bueno para el cuerpo de nuestra alma, por así decirlo, conservar la salud y, revestido con las armas de Dios (cf. Ef 6,13 ss.), permanecer invulnerable a todas las flechas encendidas del diablo malvado (cf. Ef 6,16); no experimentar ninguna debilidad, ninguna enfermedad, y no recibir en nuestro hombre interior un vicio o una maldad. Y que si, por su negligencia o por la desidia del alma, incurre en una falta, que sepa lo que seguirá. Ser acusado o corregido es una pena dolorosa; es también un sufrimiento muy fuerte que, también los que parecen fieles y religiosos, si, tal vez, en tanto que hombres, incurren en alguna falta y son acusados, se indignen contra quienes los acusan y los odian. Pues los corrigen para que se enmienden.

La oposición a la corrección

1.5. Y ese mal[7] fue la causa por la que también los profetas fueron odiados y atormentados con persecuciones por el primer pueblo[8]. Ese fue el motivo por el que fue aserrado Isaías[9], que impulsó a matar a Zacarías entre el templo y el altar (cf. Mt 23,35), y a sumergir a Jeremías en la cisterna llena de barro (cf. Jr 38,6). Y, al final, esta fue la causa que puso a nuestro Señor Jesucristo en la cruz. Porque todos los crímenes y las infamias que antes enumeramos no fueron cometidos por otro motivo, sino para oponerse totalmente a ser cortados con el arte medicinal para corrección de los culpables, y el pueblo impaciente por la curación y los remedios se enardeció, para perdición del médico.

Fortalecer la caridad

1.6. Son llamados, en efecto, por la Escritura misma, sabios bienaventurados aquellos que, cuando pecan, si son corregidos, no odian a quienes los corrigen. Pues así dice la Escritura: “No corrijas a los malos, no sea que te odien, corrige al sabio y te amará” (Pr 9,8). ¿Ves cómo la Escritura llama ha llamado sabio a quien, sometido a la corrección, sin embargo, no odia, sino que ama más al que lo reprende? Tales eran aquellos que, corregidos y refutados por el Apóstol, no odiaban al que los reprendía. Por donde también yo pienso que aquel que, en Corinto, había cometido un delito gravísimo, por lo mismo consiguió misericordia; porque corregido por el Apóstol y reprendido severamente, al punto que fue segregado de la Iglesia (cf. 1 Co 5,1 ss.), con todo, no tuvo odio hacia el que lo corregía, sino que recibió pacientemente la reprensión y la soportó con fortaleza[10]. Yo considero que incluso concibió un afecto mayor hacia Pablo y hacia todos los que aceptaron las disposiciones de Pablo para su corrección. Así también, Pablo revocó su sentencia y unió al expulsado a la Iglesia, y añadió: “Confírmenlo en la caridad” (2 Co 2,8). Porque vio que, después de la reprensión, había conservado la caridad; y por eso dice que, también después del pecado, no era tan necesario ofrecerle caridad, pues estaba allí, sino que todos fortalecieran la caridad que estaba allí.



[1] No disponemos del texto griego de esta homilía. Traducimos entonces a partir de la versión latina de Rufino editada por Emanuela Prinzivalli (con introducción, traducción y notas de H. Crouzel, sj, y L. Brésard, ocso), Paris, Eds. du Cerf, 1995, pp. 258-297 (Sources Chrétiennes [= SCh] 411). La subdivisión de los párrafos y los subtítulos son agregados nuestros.

[2] Orígenes, Homilías sobre Jeremías, XIV,1.

[3] Cf. Orígenes, Homilías sobre el Levítico, VIII,1: «Médico (es) llamado en las divinas Escrituras nuestro Señor Jesucristo, como nos lo enseña también la sentencia del mismo Señor, según lo que dice en los Evangelios: “No necesitan médico los sanos, sino los que están enfermos. Porque no vine a llamar a los justos a la penitencia, sino a los pecadores” (Mt 9,12-13).

Ahora bien, todo médico por medio de jugos de hierbas o de árboles, o también de vetas de metales o de órganos de animales, compone medicamentos que serán útiles para los cuerpos. Pero esas hierbas, si por casualidad, se las ve antes que sean preparadas por medio de un arte racional, en los campos o en las montañas, se las pisa como vil heno y se pasa de largo. En cambio, cuando se las ve dentro de la oficina del médico dispuestas por orden, aunque tengan un olor fuerte o áspero, sin embargo, se sospechará que contienen algo curativo o medicinal, incluso aunque no se conozca qué o cuál sea en ellas la virtud sanitaria y medicinal. Esto decimos sobre los médicos comunes.

Ahora ven hacia Jesús, médico celestial; entra en ese hospital, su Iglesia; ve yacer allí una multitud de enfermos. Viene una mujer a la que su parto ha hecho impura (cf. Mc 5,25; Lv 12,2. 4), viene un leproso, que está separado, fuera del campamento, por la impureza de su lepra (cf. Mc 1,40; Lv 13,46): buscan del médico un remedio, de qué modo se (pueden) sanar, de qué modo se (pueden) purificar. Y puesto que Jesús, que es ese médico, es también Él mismo el Verbo de Dios, procura para sus enfermos medicamentos (sacados) no de los jugos de las hierbas, sino de los sacramentos de (sus) palabras. Estos medicamentos de las palabras si se los ve desordenados a través de los libros, como dispersos por los campos, ignorando la virtud de cada una de las sentencias, se seguirá de largo, teniéndolas por viles y sin ninguna elegancia de palabra. Pero quien ha aprendido algo de la medicina de las almas que está junto a Cristo, comprende que cada uno debe sacarla de esos libros que se leen en la Iglesia, o sea de la fuerza de las palabras, al modo que se toman de los campos o de las montañas las hierbas salutíferas; de manera que si el alma está enferma, sea sanada por la fuerza extraída no tanto de las hojas exteriores y de la corteza, cuanto del jugo interior».

[4] Lit.: fuera de su naturaleza (prater naturam). Para Orígenes la naturaleza es buena. Y, además, el hombre ha sido creado a imagen de Dios (SCh 411, pp. 258-259, nota 2).

[5] Se llamaban protomédicos a los médicos principales que tenían el cargo de habilitar para el ejercicio de la ciencia médica a quienes lo solicitaran. Cf. Orígenes, Homilías sobre Primer Libro de los Reinos, V,6.4: “¿Qué tiene de extraño que los médicos desciendan hacia los enfermos? ¿Y que tiene de absurdo que el gran médico también descienda hacia los enfermos? Muchos médicos eran los profetas (cf. Mc 5,26), y mi Señor y Salvador es el gran médico. Pues la concupiscencia interior, que no puede ser curada por otros, Él la cura. La que no podía ser curada por ninguno de los médicos (cf. Lc 8,43), Cristo Jesús la sana: ‘No temas’ (Mc 5,36), no te turbes”. Y Homilías sobre Jeremías, XII,5: “Presta atención también al médico y mira como, si ahorra al enfermo el bisturí cuando es preciso cortar, si le ahorra la cauterización, cuando es preciso cauterizar, para evitarle los sufrimientos que acompañan a tales remedios, la enfermedad aumenta y empeora. Pero si, dando muestras de más audacia, recurre, por ejemplo, a la ablación y a la cauterización, curará por su negación a compadecerse, por su aparente falta de compasión de aquel que sufre la cauterización o la amputación. Así, tampoco Dios vela a favor de un solo hombre, sino del mundo entero. El atiende a lo que está en el cielo y a lo que está en la tierra por todas partes. Él mira, por tanto, a lo que es útil al mundo entero y a todos los seres; mira también, en la medida de lo posible, a lo que es útil al individuo, pero de tal modo que lo útil al individuo no sea en detrimento del mundo”.

[6] Lit.: nos ocupa antes (praeoccupo).

[7] Es decir, recibir con indignación la corrección.

[8] Los judíos.

[9] Se trata de una tradición judía. Pero ver también Justino, Diálogo con Trifón, 120,5: “… narran la muerte de Isaías, a quien ustedes aserraron con una sierra de madera…”.

[10] Orígenes considera que el incestuoso de 1 Co 5,1-5, excomulgado por Pablo, es el que luego el Apóstol perdona en 2 Co 2,5-11 (cf. SCh 411, p. 264, nota 1).