OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (705)

La prábola del administrador deshonesto

1712

Ámsterdam, Países Bajos

Orígenes, Homilías griegas sobre los Salmos

Homilía III sobre el Salmo 36 (37)[1]

Introducción

Orígenes comienza esta homilía recordando lo tratado en la última parte de la precedente predicación, el v. 14 del Salmo 36 (37), pues considera que solo abordó lo que respecta a la armadura de Dios, pero no lo referente a aquella opuesta: la del diablo. El combate espiritual es un tema fundamental, decisivo, de su pensamiento. Todo ser humano debe estar preparado para esta lucha llevando las armas necesarias, con la explícita excepción de los niños. “Al llegar a la edad de la razón, habiendo superado la infancia en la madurez, se da la posibilidad de un comportamiento moral, sea este virtuoso (con terminología estoica: kathekon, es decir, el deber) o, al contrario, pecaminoso”[2] (§ 1.1).

La palabra de Dios es espiritual y es la espada del justo. En cambio, la espada del pecador es la palabra del pecado. Y esta se encuentra como en espera de la ocasión propicia para poder ser utilizada, abandonando la vaina y obrando el mal (§ 1.2).

En toda ocasión que permitimos a nuestra lengua hablar mal del prójimo, aunque nos llamen y nos consideremos creyentes, desenvainamos la espada del pecado y herimos de gravedad a las personas afectadas por nuestras palabras (§ 1.3).

Debemos evitar desenvainar la espada del pecado, de modo que al no usarla ella termine por estropearse definitivamente. Para lograr este objetivo es esencial escuchar siempre las palabras de la Sagrada Escritura que nos conducen a una sincera conversión y que nos curan de nuestras diversas enfermedades espirituales (§ 1.4).

“Orígenes admite el frecuente recurso a las perícopas de 1 Co 3,11-15, de las que toma las diverses clases de pecados y el juicio del fuego divino que les espera. Lo hace con una formulación que señala la exigencia de ampliar el fundamento bíblico (“para no utilizar los mismos pasajes”: § 1.4). Sin embrago, la prueba del fuego, a través del cual todos, justos y pecadores, deben pasar, representa tanto un dato del anuncio evangélico y la predicación eclesiástica, cuanto un tema importante en el pensamiento del Alejandrino, que se relaciona con el fuego destructor y purificador”[3] (§ 1.5).

Texto

Recapitulación

1.1. Anticipando nuestra exposición recientemente hemos hablado sobre la espada y las flechas del impío (cf. Sal 36 [37],14), y sobre la armadura de Dios (cf. Ef 6,13), y dijimos que todos los hombres están armados, todos los hombres. Ahora agregaré lo que falta en mi exposición: los que ya son capaces de no pecar más y obran rectamente -porque los niños no usan ni una armadura de Dios ni una del diablo-, los que todavía pecan con palabras, obras o pensamientos, o reconocen lo que es conveniente[4] y lo ponen en práctica, todos estos al pecar tienen la armadura del diablo y las armas de la injusticia, pero obrando el bien llevan la armadura de Dios. También se ha especificado cada tipo de arma en la armadura de Dios. Desde aquí pasamos en nuestra exposición a la distinción singular de cuáles son, por oposición, las armas que constituyen la armadura del diablo.

1.1. En la homilía precedente hablamos sobre la espada y el arco del pecador, y sobre las armas de Dios, y que todos los hombres están armados. Y puesto que dijimos: “todos los hombres”, agrego ahora lo que faltó antes: se trata de esos hombres que al presente pueden pecar o abstenerse de pecar. Pues los niños no pueden manejar ni las armas de Dios, ni las armas del diablo. Pero si hay quienes pueden ahora, en la palabra, en la acción y en el pensamiento, saber lo que es recto y evitar lo que se le opone, estos son aquellos de los que se dice que todos tienen armas; y ciertamente si pecan tienen las armas del diablo y de la iniquidad, pero si obran rectamente se les dirá revestidos de las armas de Dios.

Desenvainar la espada 

1.2. “Los pecadores han desenvainado la espada” (Sal 36 [37],14), y hemos presentado lo que se relaciona con la espada de los pecadores y con la espada de los justos. El Apóstol, en efecto, ha dicho: “Y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios” (Ef 6,17)[5]. Por tanto, si el Espíritu, que es la palabra de Dios -pues la palabra de Dios es espiritual-, es la espada del justo, es claro que el espíritu enemigo es la palabra del pecado y la espada del pecador. El pecador, mientras calla, tiene esta palabra o el espíritu como en la vaina. Es como si uno tuviese un puñal en su vaina, pero cuando ya no se resiste a evitar el mal, debiendo refrenarlo y abstenerse de sus obras mediante un impulso (bueno), o también con la intención de obrar lo contrario, desenvainará la espada.

En el momento de pecar, el pecador desenvaina la espada

1.3. Y si quieres comprender con un ejemplo cómo los pecadores han desenvainado la espada, considera que los paganos se hostigan mutuamente y se digan unos a otros, con ira y rivalidad, palabras que no están permitidas. Entonces les aplicarás esta sentencia y dirás: “Los pecadores han desenvainado la espada”. Si también yo, que soy llamado fiel[6], abriera mi boca a palabras descriteriadas, a insultos, a maledicencias, a falsos testimonios y a otras cosas semejantes, además de portarme injustamente y ser condenado; y yo, que soy llamado creyente, cuando cometo estos pecados, desenvaino la espada.

1.2-3. Por tanto, lo que dice (el texto): “Los pecadores han desenvainado la espada, han tensado su arco” (Sal 36 [37],14), lo decimos conforme a la explicación del Apóstol, que dice lo opuesto: “Y la espada del Espíritu que es la palabra de Dios” (Ef 6,17), porque la espada de los pecadores es el espíritu, que en ellos es perverso, que les inspira palabras de blasfemia, de iniquidad y de obscenidad. Por ejemplo, si ves a los gentiles pelear entre ellos en las disputas y atribuir, unos contra otros, diversas impiedades por medio de las astucias del arte de la dialéctica, entonces con razón puedes decir: “Los pecadores han desenvainado la espada”. Además, yo que me digo creyente, si, tal vez, me sucede que disputo con alguien y, provocado a la iracundia, abandono la mansedumbre, profiero las palabras furiosas del espíritu de mentira y me descubro túmido de discursos venenosos, con razón también se dice de mí que, como un pecador, he desenvainado la espada.

Debemos escuchar las palabras de conversión y de sanación espiritual

1.4. Sin duda, (en primer lugar), está bien no tener la espada del pecado; y, en segundo lugar, no desenvainarla cuando se la tiene, para que así no pueda actuar. Porque si no se desenvaina la espada del pecado sucede algo admirable: no solo se herrumbra y se embota, sino que también se estropea. En efecto, cuando la espada del pecado permanece inactiva se destruye totalmente. Y el Señor se propone destruir por completo el pecado. Por tanto, si somos bienaventurados porque no nos servimos del pecado y no desenvainamos la espada de su vaina, esforcémonos para aniquilar el pecado y no tendremos necesidad ni del fuego, ni del castigo de las tinieblas ni de la amenaza de lo que se dice está reservado para quienes han vivido impíamente. Pero si no escuchamos las palabras que nos convierten y nos curan, es evidente que nos espera el fuego, para que lleguemos a aquel fuego donde las obras de cada uno serán examinadas. Pues “con el fuego se probará la calidad de la obra de cada uno. Si la obra sobre la que uno edificó permanece, recibirá una recompensa” (1 Co 3,13-14), y lo que sigue, para no utilizar los mismos pasajes.

1.4. Por eso es bueno, ante todo, ni siquiera tener la espada del pecado; en segundo lugar, al menos no desenvainarla, sino dejarla en su vaina. Pues si no se saca la espada de la vaina, si no se la utiliza, su filo se embota, se estropea por la herrumbre y cesando para siempre su actividad se arruina por completo. También esto, en efecto, el Señor lo promete: destruir la espada, es decir, el pecado, para que ya no exista el pecador (cf. Sal 36 [37],10). Pero si, gracias a las moniciones de la palabra de Dios, tomamos la delantera en este esfuerzo y si, en esta vida, hacemos morir en nosotros el pecado, de modo que jamás, nunca jamás, ni por un pensamiento, ni por una acción, ni por una palabra, desenvainemos la espada del pecado, no necesitaremos el castigo del fuego eterno (cf. Judas 7), no seremos condenados a las tinieblas exteriores (cf. Mt 8,12), no seremos sometidos a los suplicios que amenazan a los pecadores (cf. Mt 25,46). En cambio, si en esta vida despreciamos las palabras de la divina Escritura que nos amonesta, y si no queremos ser curados o corregidos por sus reprensiones, es seguro que nos espera ese fuego preparado para los pecadores, e iremos a aquel fuego donde “la obra de cada uno la probará el fuego” (1 Co 3,13).

Atravesaremos el fuego

1.5. No obstante, todos debemos llegar al fuego aquel. Pero si Pablo llega al fuego, Pablo oye: “Aunque pases a través del fuego, la llama no te quemará” (Is 43,2). Y si Pedro llega al fuego, ni siquiera el fuego lo tocará. En cambio, si alguien es pecador y llega al fuego, como Pablo y Pedro, él no pasa a través del fuego como Pablo y Pedro. Tanto los hebreos como los egipcios llegaron al Mar Rojo, pero los hebreos lo atravesaron y los egipcios se hundieron en él (cf. Ex 14,21-29); de la misma manera nosotros nos hundiremos en el río o en el lago de fuego como los egipcios, cuando tenemos pecados por mandato del faraón. En cambio, lo atravesaremos como los hebreos, con el fuego que levanta un muro a nuestra derecha e izquierda, si escuchando las palabras de Dios creemos en Él y en su Ley, y seguimos la columna de fuego y la nube de luz (cf. Ex 13,22).

1.5. Ahora bien, yo considero que todos nosotros deberemos llegar a ese fuego. También si alguien es Pedro o Pablo, tendrá, sin embargo, que llegar a ese fuego. Pero estos hombres escucharán: “Aunque pases por el fuego, la llama no te quemará” (Is 43,2). Por el contrario, si alguno es semejante a mí, pecador, llegará ante ese fuego, como Pedro y Pablo, pero no pasará a través de él como Pedro y Pablo. Y como los hebreos llegaron al Mar Rojo, también los egipcios llegaron; pero los hebreos pasaron a través del Mar Rojo; en cambio, los egipcios fueron hundidos en él (cf. Ex 14,22 ss.). Del mismo modo también nosotros, si somos egipcios y seguimos al faraón, el diablo, obedeciendo sus órdenes (cf. Jos 24,14), seremos tragados en este río (cf. Dn 7,10-11), o en este lago, de fuego (cf. Ap 19,20), cuando se encuentren en nosotros los pecados que, sin ninguna duda, elegimos, siguiendo las órdenes del faraón. Pero si somos hebreos, rescatados por la sangre del Cordero inmaculado (cf. 1 P 1,19), si no llevamos con nosotros la levadura de la impiedad (cf. Ex 12,34; 1 Co 5,8), sin duda también nosotros entramos en el río de fuego. Pero como para los hebreos el agua formaba una muralla a derecha e izquierda (cf. Ex 14,29), así también el fuego será una muralla, si nosotros hacemos asimismo lo que se dice sobre ellos: “Creyeron en Dios y en su siervo Moisés” (Ex 14,31); es decir, en su Ley y en sus mandamientos, y si seguimos la columna de fuego y la columna de nube (cf. Ex 13,21). Esta es nuestra enseñanza, retomando la explicación sobre el modo en que los pecadores desenvainan la espada. 



[1] Origene. Omelie sui Salmi. Volume I. Omelie sui Salmi 15, 36, 67, 73, 74, 75. Introduzione, testo critico ridevuto, traduzione e note a cura di Lorenzo Perrone, Roma, Città Nuova Editrice, 2020, pp. 268-303 (Opere di Origene, IX/3a), en adelante: Origene. Cf. asimismo Origenes Werke Dreizehnter Band. Die neuen Psalmenhomilien. Eine kritische Edition des Codex Monacensis Graecus 314. Herausgegeben von Lorenzo Perrone in Zusammenarbeit mit Marina Molin Pradel, Emanuela Prinzivalli und Antonio Cacciari, Berlin/München/Boston, De Gruyter, 2015, pp. 139-156 (Die Griechischen Christlichen Schriftsteller der ersten Jahrhunderte [GCS] Neue Folge. Band 19). Agregamos, después de cada párrafo, en letra cursiva, la versión de la traducción latina de Rufino editada por Emanuela Prinzivalli (con introducción, traducción y notas de H. Coruzel, sj, y L Brésard, ocso), Paris, Eds. du Cerf, 1995, pp. 126-177 (Sources Chrétiennes [= SCh] 411). La subdivisión de los párrafos y los subtítulos son agregados nuestros.

[2] Origene, pp. 268-269, nota 1.

[3] Origene, p. 270, nota 2. Cf. Orígenes, Homilías sobre el Éxodo, VI,4: «Todos deben ir al fuego, deben ir al horno. “Por tanto, se sienta el Señor y funde y purifica a los hijos de Judá” (cf. Ml 3,3). Pero cuando se llega allí, si alguno presenta muchas obras buenas y un poco de iniquidad, ese poco será fundido y purificado por el fuego como el plomo, y queda todo oro puro. Y si alguno ofreciese más plomo, más será consumido, para que más sea reducido, de modo que aunque tuviese poco oro, no obstante quede purificado. Ahora bien, si alguno llegase allí siendo todo plomo, se hará con él lo que está escrito: Será sumergido “en el abismo, como plomo en las aguas caudalosas” (cf. Ex 15,5. 10). Pero sería largo si quisiéramos exponerlo (todo) por orden; basta limitarse a unos pocos (pasajes)». Homilías sobre el Levítico, XIV,3: «La naturaleza del pecado es semejante a la de la materia, que es consumida por el fuego, la cual el apóstol Pablo dice que (es empleada) por los pecadores para edificar, quienes “sobre el fundamento, (que es) Cristo, construyen con madera, heno, paja” (cf. 1 Co 3,12). En lo cual se muestra manifiestamente que hay ciertos pecados que son tan leves que se los compara con la paja, a la que si se le prende fuego no puede durar mucho tiempo; otros en cambio son similares al heno, los cuales también el fuego los consume sin dificultad, pero que tarda notablemente más que la paja; pero hay otros que se comparan con la madera, en los cuales por la cualidad de las faltas, el fuego encuentra alimento duradero y abundante. Así, por tanto, cada pecado, según su cualidad y cantidad, deberá satisfacer con las penas justas. Sin embargo, ¿qué necesidad tienen los fieles y quienes conocen a Dios de pensar en las cualidades de las penas? ¿Qué necesidad hay de poner madera, heno, o la paja misma sobre el fundamento, Cristo? ¿Por qué no poner más bien sobre el precioso fundamento oro, plata, o piedras preciosas (cf. 1 Co 3,12), donde el fuego, cuando se acerca, nada encuentra para consumir? Puesto que, si se acerca al heno, lo reduce a polvo y ceniza; pero si se aproxima al oro, hará más puro el oro». Homilías sobre el libro de Josué, IV,1.3: «No te asombres cuando te refiero estas gestas del pueblo precedente; a ti, cristiano, que por el misterio del bautismo has atravesado la corriente de las aguas del Jordán, la palabra divina te promete (bienes) mucho mayores y más excelsos; te promete camino y tránsito incluso por los mismos aires. Escucha, en efecto, a Pablo diciendo sobre los justos: “Seremos conducidos, dice, sobre las nubes al encuentro de Cristo en los aires, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Ts 4,17). Absolutamente nada debe temer el justo, todas las criaturas están a su servicio. Escucha, entonces, lo que también promete Dios por medio del profeta, diciendo: “Si atraviesas el fuego, la llama no te quemará, porque yo soy el Señor tu Dios” (Is 43,2-3)». Homilía sobre, 1 S 28,3ss., 9.3: «Antes de la venida de mi Señor Jesucristo era imposible que alguien llegase donde está el árbol de vida, imposible que alguien pasara más allá de los seres puestos para cuidar el camino del árbol de vida: “Puso los querubines y la espada de fuego vibrante para cuidar el camino del árbol de vida” (Gn 3,24). ¿Quién podía hacer ese camino? ¿Quién podía hacer pasar a alguien la espada de fuego? Del mismo modo que nadie puede atravesar un camino en el mar, sino el poder de Dios y la columna de fuego (cf. Ex 13,21-22; 14,22. 24); de igual forma que nadie puede atravesar un camino en el Jordán, sino por el poder de Jesús (Josué; cf. Jos 3,11-17), ese Jesús que era figura del verdadero Jesús. Igualmente, Samuel no podía atravesar la espada de fuego, ni tampoco Abraham. Por eso Abraham también es visto (en el Hades) por el hombre castigado: “El rico que estaba en los tormentos levantando los ojos vio a Abraham” (Lc 16,23), si bien lo vio desde lejos, “y a Lázaro en su seno” (Lc 16,23). Los patriarcas, los profetas y todos esperaban, por tanto, la venida de mi Señor Jesucristo para que Él les abriera el camino: “Yo soy el camino” (Jn 14,6), “Yo soy la puerta” (Jn 10,9). Él es el camino hacia el árbol de vida, para que se cumpla (la palabra): “Si pasas a través del fuego, la llama no te consumirá” (Is 43,2). ¿A través de qué fuego? “Puso los querubines y la espada de fuego vibrante para cuidar el camino del árbol de vida” (Gn 3,24). Por eso los bienaventurados esperan allí abajo, cumpliendo (u: obrando) la economía, y no pueden ir donde está el árbol de vida, donde está el Paraíso de Dios (cf. Gn 2,18), donde el Dios jardinero (cf. Gn 2,8), donde están los bienaventurados, los elegidos y los santos de Dios».

[4] Kathekon: los deberes morales (en la trad. al italiano).

[5] El texto griego trae entre corchetes la continuación del texto de Efesios: “mediante toda oración y petición” (Ef 6,18).

[6] Lit.: que se dice ser fiel.