OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (674)
Jesucristo proclama las Bienaventuranzas
Siglo XIII
París
Orígenes, Homilías sobre el primer libro de Samuel
Homilía I (1 S 1,1 ss.)
Introducción
Sobre la base de la Epístola a los Hebreos, capítulo cinco, se nos ofrecen dos reflexiones complementarias entre sí: la primera, versa la necesidad de comenzar, luego de la conversión, por recibir un alimento apropiado a la condición de niños en el Espíritu. La segunda, una vez que se produce el destete, entonces, al igual que el niño Samuel, podremos acceder a los alimentos sólidos y fuertes de nuestra fe (§ 8.1-2).
Un dato significativo en este párrafo octavo, es la necesidad de la gracia, que nos cuida, nos protege y nos alimenta en los primeros tiempos de nuestra conversión. Sin ella es imposible poder, en un segundo momento, recibir los misterios sacerdotales y participar en los santos sacrificios (§ 8.2).
En el párrafo noveno, Orígenes comienza a tratar sobre la oración de Ana. Luego de una introducción, en la que hace notar algunas características peculiares de las primeras palabras de la plegaria, se centra en dos temas. Uno de ellos neotestamentario: orar sin cesar; y el otro veretotestamentario: la elevación de las manos en el sacrificio vespertino. Para el primero, propone una vida en que las acciones y las palabras correspondan a las de una persona justa, es decir, que vive conforme a las enseñanzas del Evangelio. Para el segundo, subraya ante todo la importancia de una lectura espiritual, no literal, de la Sagrada Escritura, lo cual le permite unir esa práctica con la anterior. Se trata, en última instancia, de vivir una existencia nueva en Jesucristo y el Espíritu Santo (§ 9).
Texto
Leche y alimento sólido
8.1. Ya es tiempo de hablar un poco también sobre la oración de Ana, la que ella derramó al ofrecer a Samuel a Dios, cuando lo destetó (cf. 1 S 1,28. 23). En primer lugar, decimos lo siguiente: que este niño ofrecido a Dios cuando todavía se alimenta de leche, es un niño en el entendimiento e ignorante de la doctrina de la justicia (cf. Hb 5,13-14). No puede dispensar los sacramentos sacerdotales si no renuncia a las cosas pueriles y no asciende más arriba de aquellas realidades sobre las cuales el Apóstol dice: “Les di a beber leche, no alimento sólido, porque todavía no podían soportarlo” (cf. Hb 5,13-14). Por lo demás, según la letra, ¿tiene sentido que un niño que acaba de ser destetado sea ofrecido a Dios, donde su madre no estará presente, donde no habrá nodrizas que lo protejan, ni ninguna de las ayudas necesarias para criar un niño? Pero considera que la palabra de la Escritura ha sido dispuesta para enseñar de modo figurado que todos los que comienzan a convertirse a la fe, se alimentan con leche y no con un alimento sólido, sobre quienes en otro lugar se dice: “Ustedes se han convertido en personas que necesitan leche y no un alimento sólido. Pues cualquiera que de leche se alimenta es extranjero respecto de las enseñanzas de la justicia, porque es un niño. En cambio, el alimento sólido es de los perfectos, que tienen capacidad para recibirlo, estando ejercitadas sus facultades en el discernimiento del bien y del mal” (Hb 5,12-14).
Debemos dejar la leche y empezar a comer alimentos sólidos
8.2. Entonces, quienquiera que no haya sido destetado de la leche, sino que es un párvulo, no puede subir hacia el templo del Señor, no puede ascender a los ministerios de los sacerdotes ni asistir a los sacrificios; ni siquiera su madre ha subido (cf. 1 S 1,22), aunque ella podía subir. Pues Ana, su madre, es la gracia[1] que lo atiende, lo cuida y lo nutre (cf. 1 S 1,23), para subir con él al templo (cf. Sal 31 [32[,6) en el momento oportuno (cf. 1 S 1,24). Y cuando ella vio que se había cumplido el tiempo para destetarlo (cf. 1 S 1,23), y tomar alimentos sólidos y fuertes (cf. Hb 5,14. 12), para poder vivir entre los sacerdotes y comer de los sacrificios del altar, entonces lo consagró a Dios (cf. 1 S 1,28). Considera si en otro lugar de la santas Escrituras no encuentras la mención de un niño destetado. A mí, lo que la memoria me sugiere al presente (es) el recuerdo de Isaac, sobre el que está escrito que “Abraham hizo un gran banquete el día en que su hijo Isaac fue destetado” (Gn 21,8). Entre nuestros contemporáneos, los parientes suelen celebrar el día del nacimiento de sus hijos[2]. Pero Abraham no celebra el día natalicio de su hijo Isaac, sino que hace una fiesta, se entrega a la alegría y ofrece un banquete cuando lo desteta y le procura los alimentos fuertes y sólidos (cf. Hb 5,12. 14), como si por esto Isaac dijera: “Cuando me hice hombre, dejé las cosas que eran de niño” (1 Co 13,11).
Orar sin cesar
9. Era necesario, por tanto, que fuera de tal manera, ese que era ofrecido a Dios para habitar con los santos, que pudiera comer las carnes santas, sobre las cuales está escrito: “Santifíquense, para comer las carnes” (Nm 11,18). Pero veamos qué oración Ana, es decir la Gracia, consagró a Dios. Sin duda, algo nuevo observamos en su mismo inicio. Porque dice: “Oró Ana y dijo” (1 S 2,1)[3]. Y no encuentro en ninguna parte que (Ana) ore o hable a Dios, a no ser por solo dos frases, donde dice: “Me he regocijado en tu salvación” (1 S 21,); y: “No hay nadie fuera de ti” (1 S 2,2). Pero ella comienza así: “Mi corazón ha exultado en el Señor” (1 S 2,1), no dijo: “Mi corazón ha exultado en ti”. Pues si fuera una oración, sería normal decir: “Mi corazón ha exultado en ti”. Y de nuevo en el versículo siguiente dice: “Mi fuerza se ha exaltado en Dios” (1 S 2,1); ella no dice: “Mi fuerza se ha exaltado en ti”, sino “en Dios”. “Mi boca se ha dilatado contra mis enemigos, me he regocijado en tu salvación” (1 S 2,1). Una sola frase, como dije, contiene: “Me he regocijado en tu salvación”, y en lo que sigue no dice: “No hay santo como tú”, sino: “No hay santo, dice, como el Señor” (1 S 2,2); y: “No hay nadie fuera de ti” (1 S 2,2); esta palabra que parece seguir las reglas de la oración, pero al final Ana se aleja bastante del género de la súplica, e incluso introduce recomendaciones, diciendo: “No multipliquen las palabras malas, y que no salga de la boca de ustedes ninguna petulancia, pues fuerte es el Señor en su sabiduría” (1 S 2,3), en lo cual ya no parece que habla al Señor. ¿Qué diremos entonces sobre esto? En una ocasión, cuando yo leía en el Apóstol la palabra: “Oren sin cesar” (1 Ts 5,17), me preguntaba si este precepto es posible cumplirlo. Puesto que, ¿quién puede nunca dejar de rezar, al punto de que no tenga tiempo para comer, o para beber, pues si hiciera esto parecería que interrumpe la oración? Pero ni dormir o hacer cualquier otra cosa que es de uso humano estaría permitido, si se comprende la oración en el sentido común del vocablo. Veamos, por tanto, si tal vez todos los actos de quien vive habitualmente al servicio de Dios, todos los gestos y todas las palabras que hace o dice según Dios, no conducen[4] hacia la oración. En efecto, si se entiende por rezar solo eso que comúnmente conocemos, Ana con esas palabras no parecería haber orado, y ningún justo habría rezado sin cesar, conforme al mandato que enseña el Apóstol. Pero si toda acción de un justo que, obra según Dios y según el mandamiento divino, es considerada como una oración[5], entonces el justo, por el hecho mismo de que hace sin cesar obras que son justas, rezará sin cesar y no dejará nunca de orar, a menos que cese de ser justo; porque cuando hacemos algo injusto o pecamos, es cierto que en ese mismo momento también dejamos de rezar. Pienso que esto mismo aprendemos también en los Salmos, cuando se dice: “La elevación de mis manos es un sacrificio vespertino” (Sal 140 [141],29). Pues no creo que, si alguien eleva o extiende las manos hacia el cielo, conforme a la actitud habitual de los que oran, ofrezca un sacrificio continuo a Dios. Pero veamos si acaso lo que la palabra de Dios nos indica con esos términos no sería esto: comprendiendo por manos las obras[6], eleva las manos aquel que eleva sus acciones de la tierra y, caminando todavía sobre la tierra, su morada está en el cielo (cf. Flp 3,20). Por tanto, las acciones excelsas y sublimes que, “viéndolas los hombres dan gloria al Padre celestial” (Mt 5,16), se dice que son elevación de las manos y sacrificio vespertino. ¿No es esto lo que se enseñaba simbólicamente[7] en la Ley, cuando Moisés levantaba las manos, Israel era el vencedor, y cuando las dejaba caer, Amalec era el vencedor (cf. Ex 17,11)? Y si todo lo que “les sucedía en figura fue escrito para nosotros, que hemos llegado al fin de los tiempos” (1 Co 10,11), debemos comprender que, también por el tiempo que el servidor de Dios (cf. Jos 1,1. 2. 13) eleve sus acciones hacia Dios, el pueblo de Dios vence; pero cuando baja sus manos, es decir, sus acciones, vence Amalec, el enemigo de Dios. ¿O qué se piensa? Me quiero demorar un poco con esos que desean que estas palabras no sean comprendidas espiritualmente, sino conforme a la letra. ¿Acaso hay que pensar que Dios todopoderoso miraba las manos de Moisés y que, si las veía levantadas, le daba la victoria a Israel, pero si las veía bajas, daba la victoria a los amalecitas? Semejante interpretación, ¿es digna de las palabras del Espíritu Santo? ¿No hay que pensar, más bien, que se prefiguraban los misterios venideros? Sin duda, es ya frecuente comprender este relato (referido) al misterio de la cruz y a las manos del Salvador clavadas sobre ella, y muchos han hablado así a menudo[8]. Sin embargo, quien vive según el Evangelio (cf. 1 Co 9,14) tiene orden de renovarse siempre (cf. 2 Co 4,16), y el Nuevo Testamento siempre debe ser iluminado con nuevos sentidos, y se nos ha ordenado cantar al Señor un cántico nuevo (cf. Is 42,10); y nuestro hombre interior, Pablo no dice simplemente que se renueve[9], sino que se renueve de día en día (cf. 2 Co 4,16). Por tanto, es necesario que también nosotros, sobre el modo de orar: de qué forma rezar sin cesar (cf. 1 Ts 5,17), y sobre la elevación de las manos, que es llamada sacrificio vespertino (cf. Sal 140 [141],2), no recurramos únicamente a consideraciones usuales y banales, sino que también las renovemos un poco.
[1] Cf. § 5.3: “Ana se interpreta: gracia”.
[2] Cf. Homilías sobre el libro del Levítico 8,3: “… No se encuentra ninguno de todos los santos que haya celebrado un día de fiesta o un gran banquete en su día natalicio, ni se encuentra a nadie que haya tenido alegría en el día natalicio de su hijo o hija; solamente los pecadores se alegran en esta clase de natividad. En cambio, encontramos ciertamente en el Antiguo Testamento que el faraón, rey de Egipto, celebró con una fiesta su día natalicio (cf. Gn 40,20); y en el Nuevo Testamento, Herodes (cf. Mc 6,21). Uno y otro, sin embargo, ensangrentaron la fiesta misma de su natalicio derramando sangre humana. Porque aquél asesinó al prepósito de los panaderos (cf. Gn 40,22), éste al santo profeta Juan en la cárcel (cf. Mc 6,27). Pero los santos no solamente no hacen una fiesta en su día natalicio, sino que llenos del Espíritu Santo maldicen ese día”. Ver asimismo Orígenes, Comentario al evangelio de Mateo 10,22: “Uno de nuestros predecesores, examinando el relato del aniversario del faraón narrado en el Génesis, ha explicado que solo el malvado, porque se complace en las cosas de la generación, celebra el aniversario del nacimiento. En cuanto a nosotros, estimulados por la indicación de este autor, no hemos encontrado ningún pasaje de la Escritura en que un aniversario sea celebrado por un justo, pues Herodes es todavía más injusto que el Faraón; en efecto, si este último, para su aniversario, hizo matar a su panadero mayor, Herodes mató a Juan” (SCh 162, p. 248). El predecesor al que se refiere Orígenes es Filón de Alejandría, De ebrietate 208-209: “El rey de la tierra de Egipto, que es del cuerpo, apareciendo al ministro de la embriaguez, su copero, para enojarse con él, después, a no mucha distancia de tiempo, se le representa en las Sagradas Escrituras como reconciliado con él, recordando aquella pasión que quebranta los apetitos en el día de su perecedera creación, no en la luz imperecedera de la luminaria increada; porque se dice que era el cumpleaños de Faraón, cuando mandó llamar al jefe de los coperos de su prisión, para que apareciera en su banquete; porque es una característica peculiar del hombre que es devoto de las pasiones, pensar bellas las cosas creadas y perecederas, porque está envuelto en la noche y en densas tinieblas…”. Cf. SCh 328, pp. 124-125, nota 3.
[3] En todas las citas de este cap. del libro primero de Samuel, se debe tener en cuenta que tanto, Orígenes como Rufino, siguen la versión de los LXX.
[4] O: alcanzan, consiguen; se relacionan (reportantur).
[5] Cf. Orígenes, Sobre la oración 12,2: «Ora constantemente -obras virtuosas y cumplimiento de los mandamientos son parte de la oración- el que une la oración al cumplimiento de los deberes y las obras buenas a la oración. La única manera de entender el mandato de “orar siempre” (1 Ts 5,17), teniendo en cuenta nuestras limitaciones, es considerar que la vida del santo en conjunto es una gran oración. Lo que acostumbramos llamar oración es, por consiguiente, parte de esta oración…».
[6] Cf. Orígenes, Homilías sobre el Éxodo 11,4: «Elevar las manos quiere decir elevar hacia Dios las obras y las acciones, y no tener acciones viles y que yacen por tierra, sino agradables a Dios y elevadas al cielo. Eleva, por tanto, las manos el que “atesora en el cielo; porque donde está su tesoro” (cf. Mt 6,20. 21), allí (están) también su ojo, allí también sus manos. Eleva asimismo las manos aquel que dice: “La elevación de mis manos (como) un sacrificio vespertino” (Sal 140 [141],2). Por consiguiente, si nuestras acciones se elevan y no están en la tierra, Amalec es vencido. Pero también el Apóstol manda “elevar unas manos santas, sin ira ni discusión” (cf. 1 Tm 2,8), y a algunos les decía: “Levanten las manos que caen y las rodillas vacilantes, y con sus pies hagan rectos los caminos” (Hb 12,12-13). Por ende, si el pueblo guarda la Ley, Moisés eleva las manos y el enemigo es vencido; pero si no guarda la Ley, prevalece Amalec. Y puesto que “nuestra lucha es contra principados y potestades y contra los jefes de este mundo de tinieblas” (cf. Ef 6,12), si quieres vencer, si quieres ganar, eleva tus manos y tus acciones, y que tu vida no esté en la tierra, sino, sino que como dice el Apóstol: “Caminando por la tierra, tenemos una ciudad en el cielo” (cf. Flp 3,19. 20)».
[7] Per mysterium.
[8] Cf. Seudo Bernabé, Epístola 12,1-2; Justino, Apología primera 35,3; Diálogo con Trifón 90; 97 (cf. SCh 328, p. 130, nota 1).
[9] Lit.: que se renueve y permanezca (renovatur et stetit).