OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (671)

Jesús en la sinagoga de Nazaret

Segunda mitad del siglo XV

Milán, Italia

Orígenes, Homilías sobre el primer libro de Samuel

Homilía I (1 S 1,1 ss.)

Introducción

La interpretación del pasaje bíblico que ha escuchado la asamblea es difícil, porque un velo cubre la lectura del AT e impide acceder a su sentido oculto. Hace falta orar impetrando la ayuda del Espíritu Santo (§ 3).

El eje principal sobre el cual se desarrolla la argumentación de Orígenes es la recuperación de la unidad del ser humano. Unidad perdida por causa del pecado y las acciones torcidas por este impulsadas. Dicha unidad la poseen los santos y a ella están llamados todos los seres humanos. De manera que las hijas e hijos de Dios vivan en paz consigo mismos; y el espíritu ya no se oponga a la carne ni la carne al espíritu (§ 4).

Texto

El velo sobre el texto veterotestamentario

3. Hemos resumido, tanto como hemos podido, el contenido de la lectura. Veamos ahora también lo que nos revela a través de esta exposición. Tal vez algún oyente, que hace poco ha llegado a escuchar nuestra Ley[1], nos diga: «La religión cristiana hace profesión de castidad, al punto que debemos evitar, si es posible, todo contacto con una mujer, pues así lo dice el Apóstol: “Es bueno para un hombre no tocar mujer” (1 Co 7,1). Ahora bien, este justo, Helchana, que nos es puesto como ejemplo por la Escritura, se nos describe como un hombre que tenía dos mujeres al mismo tiempo; de las cuales, la primera, es decir, Ana, no tenía hijos; en cambio, sobre Fennana se dice que tenía muchos hijos y que recibía muchas porciones. Aquella primera, puesto que estaba sola, recibió una sola porción, y se lamentaba por su esterilidad. ¿Debemos, por ende, entristecernos por no tener hijos también nosotros, y nuestras vírgenes deben apenarse por vivir sin hijos?». Dije esto para hablar como quienes no están totalmente instruidos sobre lo que se narra en las Escrituras antiguas, y suelen encontrar muchos obstáculos. Pero les pido a todos, porque intentamos descubrir el sentido de realidades tan difíciles y exponer a los oídos de la Iglesia aquello que está cubierto por un velo -pues como dice el Apóstol, “hay un velo puesto sobre la lectura del Antiguo Testamento” (cf. 2 Co 3,14)-, que supliquen a Dios con oraciones para que se digne, vuelto hacia Él, de quitar el velo de esta lectura (cf. 2 Co 3,16. 14) que tenemos entre manos y hacer más fácilmente accesible lo que está oculto, para que podamos “contemplar con el rostro descubierto el reflejo de la gloria del Señor” (2 Co 3,18) en lo que se acaba de leer.

Uno y muchos 

4.1. “Había, dice (la Escritura), un solo hombre de Armathan de la montaña de Efraím” (1 S 1,1)[2]. No se oculta, para comenzar, que algunos ejemplares traen: “Había un hombre”; pero los que, por experiencia, se presentan como más seguros traen: “Había un solo hombre”, en lo cual los Hebreos, que en otras partes nos contradicen, concuerdan con nosotros.

4.2. Por tanto, “había un solo hombre”. Mira si no esto mismo para alabanza del justo que se dice sobre él: “Había un solo hombre”. Nosotros que todavía somos pecadores, no podemos adquirir este título de alabanza, pues cada uno de nosotros no es uno solo, sino muchos. Considera, en efecto, ese rostro a veces irritado, otras veces triste, poco después de nuevo alegre, de nuevo turbado y en seguida apacible; en algún momento interesado por las realidades divinas y por las acciones que conducen a la vida eterna, y poco después lanzándose a las cosas que pertenecen a la avaricia o la gloria mundana. Ves cómo ese hombre que cree ser uno no es uno, sino que parece tener en sí tantas personas como comportamientos, porque, según las Escrituras, “el insensato cambia como la luna” (Si 27,11). El hecho es que la luna, aunque parece una por su sustancia inmutable, sin embargo, siempre es diferente a sí misma, siempre diversa, y así también resulta evidente que en sí misma, siendo una, es múltiple. Igualmente nosotros, que todavía somos necios e imperfectos, no podemos ser llamados uno, porque cambiamos siempre de parecer y siempre somos diversos en nuestros deseos y en nuestros pensamientos. Pero cuando se trata de los justos, no solo se dice sobre cada uno de ellos que es uno, sino que también adecuadamente se dice que todos son uno. ¿Y cómo no decir que todos juntos son uno cuando se los describe como teniendo un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 4,32)? Todos siempre meditan una sabiduría (cf. Sal 36 [37],30), (tienen) los mismos sentimientos, los mismos pensamientos (cf. 1 Co 1,10), veneran a un solo Dios, confiesan a un solo Señor, Jesucristo (cf. 1 Co 8,6; Ef 4,5-6), están llenos de un único Espíritu de Dios (cf. 1 Co 12,9. 13). Con razón se dice sobre ellos que son todos no solo uno, sino uno solo, como el mismo Apóstol lo señala, diciendo: “Todos corren, pero uno solo recibe la palma” (1 Co 9,24). Ves manifiestamente todos los justos son uno solo, que recibe la palma. De hecho, el justo que verdaderamente es tal imita al único Dios. Porque, a mi parecer, es también aquello que se dice por el profeta: “Escucha Israel, el Señor tu Dios es un solo Dios” (Dt 6,4). No solo por el nombre Dios es declarado uno, pues se debe creer que Él está por encima de todo nombre, sino que también se debe comprender que es llamado uno porque nunca Él deviene otro diferente de sí mismo; es decir, que jamás Él experimenta cambio, nunca cambia en otra realidad, como lo testimonia David diciendo sobre Él: “Tú eres el mismo y tus años nunca terminarán” (Sal 101 [102],28). En idéntico sentido tenemos lo que está escrito: “Yo soy el Señor, su Dios, y no cambio” (Ml 3,6). Por consiguiente, Dios es inmutable, y si es llamado uno es porque no cambia. Así, en consecuencia, el justo, imitador de Dios (cf. Ef 5,1), hecho a su imagen (cf. Gn 1,27), también es llamado uno cuando llega a la perfección, pues cuando es establecido en la cima de la virtud no cambia, sino que permanece siempre uno. De la misma manera, aquel que por largo tiempo permanece en el vicio y está dividido entre múltiples cosas, disperso en medio de realidades diversas y, de hecho, (comprometido) con muchas clases de maldades, no puede llamarse uno.

La unidad de la carne y el espíritu

4.3. Luego, puesto que, en virtud de esta admirable unidad el justo es uno, más aún, porque muchos justos son uno, exhorta asimismo el santo Apóstol a toda la Iglesia diciendo: “Tengan todos el mismo lenguaje y que no haya entre ustedes ninguna división, sino sean todos perfectos en un mismo sentir y en un mismo parecer” (1 Co 1,10). Por eso también en los Hechos de los Apóstolesse dice que “los creyentes eran un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32). Y queriendo hacer una observación más sutil, podemos hallar también otra unidad: si, por ejemplo, mortifico mis miembros para que ya “la carne no desee contra el espíritu, ni el espíritu contra a la carne” (Ga 5,17), si en mis miembros ya no hay otra ley que resista a la ley de mi espíritu, y me haga cautivo de la ley del pecado (cf. Rm 7,25), si todas mis realidades interiores son perfectas en un solo y único sentir, y son movidas por un solo e idéntico parecer (cf. 1 Co 1,10), entonces yo también seré un solo hombre.



[1] Los nuevos solo eran admitidos a escuchar la explicación del Antiguo Testamento (SCh 328, p. 102, nota 1).

[2] La LXX lee: un hombre; en tanto que los otros traductores, o al menos Aquila que es considerado el más fiel, traen: anthropos eis, versión literal del hebreo (cf. SCh 328, p. 104, nota 1). Incluimos desde aquí la subdivisión de algunos párrafos.