OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (656)
Jesucristo y el joven rico
Hacia 1430
La Haya, Holanda
Orígenes, Nueve homilías sobre el libro de los Jueces
Homilía IV: Sobre Samegat, Iabín y Sísara (cf. Jc 3,17 ss.)
Introducción
El hombre de Dios solo puede realizar la obra del Señor si el pueblo es fiel y no peca (§ 3.1). Afirmación que se amplifica a renglón seguido, señalando que los méritos del pueblo determinan el comportamiento del elegido para gobernarlo (§ 3.2).
Cuando falten en la Iglesia jefes y jueces que obren con honestidad, y den ejemplo de paciencia y humildad, el pueblo fiel estará en peligro. Estará ausente el ministerio de la distribución de la palabra de Dios, y toda clase de vicios impedirá observar el verdadero “conocimiento de Dios” (§ 3.3).
En la parte final de esta homilía se ofrecen en breve síntesis algunas temas importantes: el castigo de quien es de dura cerviz; la necesidad de superar el hombre animal y vivir conforme al que es “según el espíritu”, para clamar al Señor; y que así la Iglesia y cada uno de los fieles sea guiado y regido por nuestro Señor Jesucristo (§ 4.1 y 2).
Texto
El hombre de Dios
3.1. ¿Pero qué agrega de inmediato? “Y los hijos de Israel volvieron a hacer lo malo en presencia del Señor; y Aoth murió” (Jc 4,1). Sin duda, también en este texto vale aquella observación que anotamos más arriba: es en razón de los pecados del pueblo que muere un buen jefe del pueblo. Pues cuando se hacen indignos y hacen lo malo en presencia de Dios, les es quitado el hombre de Dios.
Los méritos del pueblo
3.2. Pero nuestro pueblo tal vez diga: ¿cuándo la Iglesia de Dios está sin un juez? Aunque se haya ido uno anterior, otro estará disponible. Puede ser audaz lo que vamos a decir, sin embargo, decimos lo que está escrito. El jefe del pueblo y el juez en la Iglesia no siempre se da por una decisión de Dios, sino según lo que exigen nuestros méritos. Si nuestras acciones son malas y si hacemos lo malo en presencia de Dios, nos serán dados jefes según nuestro corazón; y esto te lo probaré conforme a las Escrituras. Escucha, en efecto, lo que dice el Señor: “Se hicieron un rey, pero no de parte mía, y un jefe, pero no según mi consejo” (Os 8,4). Y esto parece haber sido dicho a propósito de Saúl, al que ciertamente el Señor mismo había elegido, y había ordenado que se le hiciera rey. Pero como fue elegido no de acuerdo a la voluntad de Dios, sino según el mérito de un pueblo pecador, Dios niega haberlo constituido de acuerdo a su voluntad o su consejo (cf. 1 S 8--11).
El pensamiento sin juicio
3.3. Comprendamos entonces que algo semejante sucede en las Iglesias: por los méritos del pueblo, o bien es concedido por Dios a la Iglesia un guía poderoso en palabra y obra; o, si el pueblo hace lo que es malo ante el Señor, se da a la Iglesia un juez tal que bajo él padece el pueblo “hambre y sed, no hambre de pan ni sed de agua, sino hambre de escuchar la palabra de Dios” (Am 8,11). Nosotros, por tanto, obremos y recemos de tal forma que jamás la indignación divina nos condene al hambre y a la sed de la palabra, que jamás nos sea quitado un jefe que nos instruye de palabra y de obra, quien, en las buenas costumbres y la honestidad, provea a los pueblos, un perfecto ejemplo de paciencia y mansedumbre. Pues si hemos hecho lo malo en presencia del Señor, es decir, si obramos mal, si hicimos nuestra voluntad y no la de Dios, también para nosotros Aoth se muere, Samegat nos es quitado, nuestra alabanza se obscurecerá y “seremos entregados en manos de Jabín, rey de Canáan” (cf. Jc 4,2). Ahora bien, Jabín quiere decir pensamiento o prudencia. Si, por consiguiente, nosotros “no juzgamos conveniente observar el conocimiento de Dios, Dios nos entrega a nuestro réprobo pensamiento, llenos, dice (la Escritura), de iniquidad, de maldad, de fornicación, de avaricia, llenos de envidia, de homicidios, de disputas, de engaños, de murmuraciones, de detracciones, odiosos para Dios, injurioso, soberbios, indóciles a los padres, desordenados, sin corazón, sin misericordia” (cf. Rm 1,28-31). Ves quiénes y de qué género son quienes se entregan a su réprobo pensamiento, y son entregados a Jabín jefe de los cananeos.
Un pueblo de dura cerviz
4.1. “El jefe, dice (la Escritura), del ejército de Jabín era Sísara, y él habitaba en Arisoth de las naciones; tenía novecientos carros de hierro. Y los hijos de Israel clamaron al Señor” (cf. Jc 4,2-3). También aquí se vuelve a encontrar la misma observación anotada más arriba[1]: “Los hijos de Israel no sabían clamar al Señor sino cuando eran entregados en manos de Jabín”, o cuando eran afligidos por el jefe de su ejército, Sísara, que, dice (la Escritura), tenía novecientos carros de hierro, por medio de quienes era evidentemente castigado “un pueblo de dura cerviz” (cf. Ex 32,9).
Conclusión
4.2. Sísara quiere decir visión de caballo. Porque es animal y no espiritual (cf. 1 Co 2,14-15), quien solo ve lo que es animal. Así es su visión, tal es siempre su mirada. Y por eso siempre el hombre animal y “aquel que es según la carne, persigue al que es según el espíritu” (cf. Ga 4,29), hasta que el espiritual comprenda y examine todo (cf. 1 Co 2,15), entienda dónde está el auxilio, para pedirlo con insistencia, y clame al Señor; hasta que, para esa alma que grita al Señor, se suscite la profecía de la que Débora es figura (cf. Jc 4,4), y que, según la gracia y la comprensión de la profecía (cf. 1 Co 12,10; 14,1), o bien que el pueblo de la Iglesia sea gobernado, o que sea regida la disposición del espíritu y del alma de cada uno por Cristo nuestro Señor, a quien pertenecen la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (cf. 1 P 4,11).