OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (422)
Entrada de Jesús en Jerusalén
Siglo VI
Evangeliario
Constantinopla (?)
Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico
Homilía XVI: Sobre las bendiciones del Levítico
El inicio de las bendiciones
2. Pero veamos ahora lo que está en el exordio de las bendiciones en el Levítico. “Si, dice, caminan en mis preceptos, observan mis mandatos y los practican” (Lv 26,3). Tres son las (prescripciones) que enumera[1]: caminar en los preceptos, observarlos y practicarlos. De donde me parece que hay precepto, por ejemplo, cuando se ordena que aquel que no observa el sábado, “sea lapidado por toda la asamblea” (cf. Nm 15,35), o que “quien maldice a Dios, sea aniquilado bajo las piedras” (cf. Lv 24,15), o cualquier cosa de este género que se prescriba. Pero hay mandamientos en los que se ordena, por ejemplo, ofrecer el diezmo a los levitas (cf. Nm 18,21), o “presentarse tres veces al año ante el Señor” (cf. Ex 23,17), o “no presentarse con las manos vacías delante del Señor” (cf. Ex 23,15). Por tanto, observar el mandato es comprender y estar atento a lo que se ordena; y practicar el mandato es cumplir lo que se manda. Así, pienso entonces, hay que entender lo que se dice: “Si caminan en mis preceptos, observan mis mandatos y los practican” (Lv 26,3).
La lluvia es para todos: justos e injustos
Pero veamos cuál sea esa primera bendición sobre quienes cumplen lo que se les manda: “Les daré, dice (la Escritura), la lluvia a su tiempo” (Lv 26,4). En primer lugar digamos a los judíos y a los que opinan que esto hay que entenderlo simple y corporalmente: si esa lluvia es dada como recompensa por los trabajos a los que observan los mandamientos, ¿cómo una sola y la misma lluvia es dada a su tiempo también a los que no observan los mandamientos, y el mundo entero se beneficia con las lluvias comunes que da el Señor? Porque “llueve sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Si se da la lluvia a justos e injustos, no será una recompensa eximia para esos que observan los mandamientos. Por consiguiente, ves que si también los judíos no dan crédito a las palabras de nuestro Señor Jesús, sin embargo, tú que eres designado por su nombre y eres llamado cristiano, debes creerle cuando dice que su Padre celestial hace llover esa lluvia común sobre justos e injustos, y no debes pensar que está reservado para los justos, como una porción excelente, lo que hizo común también para los injustos.
La lluvia que sólo desciende sobre los santos
Busquemos, entonces en las Escrituras cuál sea la lluvia que se da sólo a los santos y sobre la cual “se manda que las nubes no lluevan esa lluvia” (cf. Is 5,6) sobre los injustos. Cuál sea, por tanto, esa lluvia nos lo enseña Moisés mismo, el autor de esas leyes. Puesto que él dice en el Deuteronomio: “Escucha, cielo, y hablaré, escucha tierra las palabras de mi boca; que mi discurso sea esperado como la lluvia” (cf. Dt 32,1-2). ¿Acaso son mías estas palabras? ¿Acaso cambiamos violentamente el sentido de la Ley divina con argumentos de retórica? ¿No es Moisés quien dice que la lluvia es lo que el afirma? “Que mi discurso sea esperado como la lluvia y que desciendan como el rocío mis palabras, como llovizna sobre la hierba y como la nieve sobre el pasto” (Dt 32,2). Escucha diligentemente, oyente: no pienses que hacemos violencia a la Escritura divina cuando, enseñando en la Iglesia, decimos que las aguas o la lluvia u otras cosas que parecen dichas corporalmente, deben ser comprendidas espiritualmente. Oye a Moisés cómo o bien llama lluvia a la palabra de la Ley, o bien la denomina rocío, o bien llovizna, o también le dice nieve.
La lluvia de la palabra de Dios
Y como Moisés se expresa de formas variadas y diversas, como dictadas[2] por la gracia de la sabiduría multiforme de Dios, así también Isaías cuando dice: “Oye, cielo, y presta atención, tierra, porque habla el Señor” (Is 1,2). Pero también cada uno de los profetas cuando abre la boca hace descender la lluvia “sobre la faz de la tierra” (cf. Ez 34,26; Gn 8,8), esto es, en los oídos y los corazones de los oyentes.
El testimonio de Pablo
Esto también lo sabía el apóstol Pablo que decía: “Porque la tierra bebiendo la lluvia que viene a menudo sobre ella, y produciendo esa hierba oportuna para quienes la cultivan, recibe bendiciones de Dios; pero (cuando) produce espinas y abrojos, y es reprobada, próxima a la maldición, cuyo fin es la combustión” (Hb 6,7-8). ¿Acaso el Apóstol dice esto de esa tierra? Pero la tierra ni recibe bendiciones de Dios, cuando bebe la lluvia y produce fruto; ni tampoco recibe maldiciones de Dios si produce espinas y abrojos después de la lluvia
La palabra de Dios exige la práctica de obras buenas
Pero nuestra tierra, esto es nuestro corazón, si recibe frecuentemente sobre sí la lluvia de la doctrina de la Ley y da el fruto de las obras, recibe bendiciones. En cambio, si no tiene una obra espiritual, sino espinas y abrojos, es decir las preocupaciones del mundo, o los deseos de la voluptuosidad y de las riquezas, “es reprobada y (está) próxima a la maldición, cuyo fin será la combustión”. Por eso cada uno de los oyentes, cuando viene para escuchar, recibe la lluvia de la palabra de Dios; y si ciertamente da el fruto de una buena obra, conseguirá la bendición. En cambio, si desprecia la palabra de Dios que recibió frecuentemente y se somete a la solicitud de los asuntos seculares y los placeres sensuales, como quien ahoga la palabra bajo las espinas, se procurará una maldición en vez de una bendición, y en lugar de un final en la bienaventuranza encontrará un final en la combustión.
“A su tiempo”
Por tanto, “les daré, dice (la Escritura) la lluvia a su tiempo” (Lv 26,4). (Era) necesario agregar a su tiempo. Porque como esa lluvia terrena, si viene inoportunamente, esto es, como cuando se recogen los frutos del campo, cuando el trigo se airea, parecerá más perjudicial que benéfica, así también a esos a los que se confía la administración de la lluvia de la palabra de Dios, deben observar esto: ofrecerla a su tiempo, como dice la Escritura; es decir, no dar la palabra de Dios ni al bebedor ni al ebrio, ni al alma ocupada en otras cosas, cuando no puede estar atenta o cuando está atada a la enfermedad de algún vicio, y presta el oído interior no al doctor, sino al propio morbo. Por consiguiente, conjeture prudentemente en qué momento puede vacar el espíritu, el oyente esté sobrio, vigilante, atento y allí provea la lluvia a su tiempo; así, en el Evangelio, se ordena que “el servidor fiel y prudente dé a su tiempo la medida de trigo a los consiervos” (cf. Lc 12,42).
Diversas clases de disposición para recibir la palabra de Dios
Pero también hay otro modo de comprender esto que se manda de dar la lluvia a su tiempo. He aquí un niño, y niño en la fe: necesita la lluvia, pero una lluvia de leche (cf. Rm 14,1; 1 Co 3,2); porque así lo dice aquel que sabía dispensar la lluvia a su tiempo: “Les dio a beber leche, no un alimento sólido; porque aún no podían soportarlo” (1 Co 3,2). Después de esto progresa en la fe, “crece en edad y en sabiduría” (cf. Lc 2,52), sin duda es apto para recibir un alimento más sólido (cf. Hb 5,14). Alguien se ha enfermado, y no a causa del tiempo, sino que por su debilidad no puede tomar las cosas que son sólidas; por ejemplo, no puede recibir completamente una enseñanza sobre la castidad: es necesario compadecerse y medir la doctrina a la cualidad de sus fuerzas y conceder las nupcias a los tales. Esto es alimentar con verduras a los enfermos (cf. Rm 14,2), y adaptar a las cualidades de esa alma como una lluvia tenue de la palabra y semejante a un rocío. En cambio, hay otra tierra que puede recibir fuertes lluvias, soportar incluso los ríos de la palabra de Dios y conducir rápidos torrentes (cf. Jn 7,38). Porque sobre estos tales el profeta dice en los Salmos: “Y les darás a beber el torrente de tus delicias” (Sal 35 [36],9).