OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (405)
La predicación de Juan Bautista
Siglo XVII
Egipto
Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico
Homilía XII: Sobre el sumo sacerdote
El Gran Sacerdote
1. Todo el que es sacerdote entre los hombres, (comparado) con aquel sacerdote sobre el que dice Dios: “Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Sal 109 [110],4), es pequeño y exiguo. En cambio, es Sumo[1] Sacerdote (cf. Lv 21,10) el que puede entrar en los cielos (cf. Hb 4,14), sobrepasar a toda criatura y ascender hacia Aquel que “habita en una luz inaccesible” (1 Tm 6,16), el Dios y Padre del universo. Por eso también el que era llamado sumo sacerdote entre los judíos entraba ciertamente en el santuario, pero hecho por mano humana, pero construido con piedras; no ascendía al cielo no podía estar ante el “Padre de las luces” (cf. Sal 105 [106],7). Mas porque realizaba la sombra (cf. Col 2,17) y la imagen, por eso también llevaba el nombre de sumo sacerdote, por la sombra y la imagen. Por donde incluso los judíos que debieron estar próximos a la fe, porque entre ellos había cierta semejanza y brillaba la imagen de la verdad, considerando las figuras como la verdad, desecharon sin embargo la verdad misma como mentira. Nosotros, en cambio, que recibimos al Sumo Sacerdote, debemos comprender de qué modo Él mismo sea verdaderamente el Sumo Sacerdote. En verdad es el Sumo Sacerdote, que perdona los pecados no “por medio de la sangre de toros y chivos, sino por su sangre” (cf. Hb 9,12; 10,4). Por tanto, puesto que sabemos que es el Sumo Sacerdote, y confesamos que lo que está escrito en la Ley está escrito sobre el Sumo Sacerdote, esto es sobre el Salvador, de quien en lo expuesto más arriba se demuestra que es verdaderamente el Sumo Sacerdote, veamos ahora qué es lo que la Ley en un espíritu profético escribe sobre Él.
Las condiciones que debe tener el sumo sacerdote
2. “Y el sumo sacerdote, dice (la Escritura), entre sus hermanos, a quien se le ha derramado sobre su cabeza el aceite de la unción y que tiene sus manos perfectas para revestir las santas vestiduras, no depondrá la tiara de su cabeza, ni rasgará sus vestiduras y no se acercará a ninguna ser muerto; no será deshonrado en su padre o en su madre, no saldrá del santuario y no profanará el nombre de Dios que ha sido santificado sobre él, porque el óleo santo de la unción de su Dios está en él; yo (soy) el Señor. Tomará como esposa una virgen de su estirpe. En cambio, una viuda repudiada, una manchada, una prostituta, a ellas no las tomará; sino a una virgen de su estirpe tomará por esposa; y no manchará su descendencia en su pueblo; yo (soy) el Señor que lo santifico” (Lv 21,10-15).
“Será llamado Hijo del Altísimo”
Ciertamente la imagen de esta observancia también existía entre los judíos y lo que prescribe la Ley también fue observado por los pontífices de los judíos; pero incluso si diligentemente todas las normas fueron observadas y si todo lo que manda la Ley fue cumplido, ni siquiera así toda esa observancia podía hacer un sumo sacerdote. En efecto, ¿cómo es posible decir que un sumo sacerdote puede pecar? Que todos estén bajo el pecado, también los sumos sacerdotes, esto fácilmente lo advertimos por el hecho que la Ley prescribe que el sacerdote “ofrezca una víctima primero por sus pecados, después también por los del pueblo” (cf. Hb 7,27). Por tanto, ¿de qué forma es grande, si está puesto bajo el pecado? En cambio, mi Sumo Sacerdote, Jesús, es grande por esto: porque “no cometió pecado ni se encontró engaño en su boca” (Is 53,9); y porque vino hacia él “el príncipe de este mundo y no encontró nada que reprocharle” (cf. Jn 14,30; 16,11). Por eso, entonces, también el arcángel Gabriel anunciando su natividad dijo: “Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo” (Lc 1,32).
La plenitud de la edad de Cristo
El pecado hace al hombre pequeño y exiguo, la virtud lo vuelve eminente y grande. Porque así como la enfermedad del cuerpo hace débil y exiguo al cuerpo del hombre, en cambio, la salud lo torna alegre y fuerte; así también comprende que la enfermedad del pecado hace al alma pobre y pequeña; pero la salud del hombre interior y las obras de la virtud lo hacen grande y eminente, y cuanto más progresa en las virtudes, tanto más extiende su grandeza. Así entiendo yo aquello que está escrito sobre Jesús: “Crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2,52). ¿Pero quién es el hombre que no crece en edad en su infancia, para que lo hayan escrito como algo egregio sobre Jesús? A ti te digo esto, que oyes corporalmente que Jesús crecía en edad. Comprende, por tanto, que crecía en la edad del alma y que su alma se hacía grande por causa de las obras grandes y extraordinarias que realizaba. Además, también el Apóstol, sabiendo que esta edad había que entenderla del hombre interior, escribe: “Hasta que todos lleguemos al hombre perfecto, a la medida de la plenitud de la edad de Cristo” (Ef 4,13).
Pequeños y grandes en la fe
Porque crecer corporalmente y hacerse grande no depende nosotros. Puesto que el cuerpo toma de su origen genital una materia suficiente como para hacerse grande o pequeño; pero el alma tiene en nosotros los principios y el libre arbitrio como para ser grande o pequeña. Por consiguiente, si el alma es débil y pequeña, también puede escandalizarse; porque así está escrito en el Evangelio: “Más te vale ser precipitado en lo profundo del mar que escandalizar a uno de estos pequeños” (Lc 17,2). Quien es grande, no será escandalizado, sino el que es pequeño. Quien es grande, cualquier cosa que vea, cualquier cosa que padezca, no abandona su fe. Pero quien es de ánimo débil y pequeño, busca ocasiones: de qué modo puede ser escandalizado, de qué forma se verá obstaculizado en la fe. Por eso entonces conviene especialmente vigilar a aquellos que son débiles en la fe, y no cuidar tanto a los que son grandes y fuertes, cuanto debemos atender a los pequeños e incipientes. Porque el fuerte “soporta todo, todo lo sufre y nunca cae” (cf. 1 Co 13,7. 8); en cambio a los pequeños y débiles en la fe (cf. Hb 5,13; Rm 14,1), hay que cuidar de no serles una ocasión de escándalo, que abandonen la fe y se aparten de la salvación.