OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (404)
San Juan Bautista
Siglo XV
Liturgia de las Horas
Besançon, Francia
Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico
Homilía XI: Sobre lo que está escrito: “Sean santos, porque yo también soy santo, dice el Señor” (cf. Lv 20,7)
Padre y madre
3. Entre otros pecados que son castigados con la muerte, la Ley divina refiere que también “quien maldice al padre o la madre, morirá” (Lv 20,9). El nombre de padre es un gran misterio y el nombre de madre es un secreto venerable. Según el espíritu, el Padre para ti es Dios; y la madre es la Jerusalén celestial (cf. Ga 4,26; Hb 12,22). Aprende esto de los testimonios proféticos y apostólicos. El mismo Moisés en el cántico escribe: “¿No es ese mismo Padre tuyo el que te adquirió y te poseyó?” (Dt 32,6). Y el Apóstol dice sobre la Jerusalén celestial que “es libre, que es -afirma- la madre de todos nosotros” (Ga 4,26). Por tanto, en primer término para ti Dios es Padre, que ha engendrado tu espíritu, que también dice: “Engendré e hice crecer hijos” (Is 1,2). Pero asimismo el apóstol Pablo dice: “Sometamos el espíritu al Padre y viviremos” (Hb 12,9).
El padre y la madre según la carne; el Padre y la Madre espirituales
En segundo lugar, para ti el padre es el padre de tu carne, por cuyo ministerio naciste en la carne y viniste a este mundo, que te llevó en sus riñones, como se dice sobre Leví: “Todavía estaba en los riñones de Abraham, cuando Melquisedec fue a su encuentro” (cf. Hb 7,10), “regresando de vencer a los reyes, lo bendijo y recibió de Abraham el diezmo” (cf. Gn 14,17 ss.). Puesto que por eso es tan sagrado y tan venerable el nombre de padre; por lo cual “quien maldiga al padre o la madre, morirá” (Lv 20,9). También de modo semejante se debe estimar a la madre, gracias a cuyo trabajo, a cuya solicitud, a cuyo servicio has nacido y has sido alimentado. Y te es necesario, según el Apóstol, testimoniar idéntica gratitud a tus padres (cf. Rm 1,30). Porque si deshonras al padre carnal, el ultraje contra él se dirige al Padre de los espíritus (cf. Hb 12,9); y si hicieras una injuria a la madre carnal, la injuria se dirige a aquella madre: la Jerusalén celestial (cf. Ga 4,26; Hb 12,22). Así también, el siervo si es irreverente con el amo, por esta (deshonra) corporal al señor, lanza una injuria contra el Señor de majestad (cf. Sal 28 [29],3); porque es Él quien impuso su nombre a ese señor carnal.
La recta interpretación de las profecías
Y así, de ninguna forma contra el padre o la madre puede suscitarse una disputa, ni siquiera de palabra. Es el padre, es la madre; como les parezca a ellos que procedan, que obren, que hablen; ellos saben. Incluso aunque sea grande la sumisión que les mostremos, no les devolvemos el beneficio de haber sido engendrados, de haber sido conducidos, de haber gozado de la luz, de haber sido alimentados; acaso también enseñados e instruidos en las artes elevadas. E incluso es posible que por medio de la autoridad de ellos mismos hayamos conocido a Dios, hayamos llegado a la Iglesia de Dios y escuchado la palabra de la Ley divina. De modo que, entonces, por todas estas razones “quienquiera que maldiga a su padre o a su madre, morirá” (Lv 20,9). Si estos es lo que se manda sobre nuestros padres corporales, ¿qué será de aquellos que insultan a Dios Padre con palabras de maldición? ¿Qué niegan que Él sea el creador del mundo? ¿O a “la Jerusalén celestial, que es la madre de todos nosotros” (cf. Ga 4,26; Hb 12,22), la reducen, comprendiendo los dichos proféticos con significados indignos, a la condición de una ciudad terrena cualquiera?
Conclusión
Por consiguiente, es bueno cuidar que, al honrar a nuestro padre carnal o celestial, no lo hagamos con honores poco dignos, lo mismo vale para la madre; observando asimismo todo mandato que nos recomiende la pureza y la castidad, para que en la vida presente no seamos culpables de una muerte acorde a la Ley, ni según la ley espiritual en la vida futura nos espere el castigo del fuego eterno; del cual nuestro Señor Jesucristo nos conceda a todos escapar y evadir, a quien sean la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (cf. 1 P 4,11; Ap 1,6).