OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (394)
Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico
Homilía IX: Sobre los sacrificios de propiciación, los dos cabritos y el ingreso del pontífice en el Santo de los santos
Necesitamos que el fuego purifique todo nuestro cuerpo
Pero si cada uno de nosotros vuelve a su conciencia, no sé si podemos excusar a algún miembro de nuestro cuerpo que no necesite del fuego. Y el profeta, porque sin duda estaba totalmente puro, por eso mereció que “uno de los Serafines le fuera enviado” (cf. Is 6,6) para purificarle solamente sus labios. En cambio, temo que nosotros merecemos el fuego no para cada uno de los miembros, sino para todo el cuerpo. Porque cuando nuestros ojos se entregan al placer de las ilícitas concupiscencias o de los espectáculos diabólicos, ¿para qué otra cosa se preparan sino para el fuego? Cuando nuestros oídos no se apartan de las vanas audiciones y de las calumnias de los prójimos, cuando las manos no se refrenan de ningún modo de la muerte, de los robos y de las depredaciones, cuando “los pies son veloces para derramar sangre” (cf. Sal 13 [14],3; Rm 3,15), y cuando entregamos el cuerpo no al Señor, sino a la fornicación, ¿qué otra cosa (hacemos) sino entregar todo nuestro cuerpo a la gehena (cf. Mt 5,29)?
¿Tememos más a un juez terreno que al tribunal de Cristo?
Pero eso, cuando se lo dice, se lo tiene por despreciable. ¿Por qué? Porque falta la fe. De otra forma, si hoy se te dice que un juez secular mañana te quiere quemar vivo, y si oído esto te quedara un solo día de vida[1], ¡cuántas cosas harías! ¡De qué forma y por cuántos lugares andarías! ¡Cuánta humildad, cuántas lágrimas y sordideces en tus idas y venidas! ¿No derrocharías toda tu fortuna en aquellos cuya intercesión crees que te permitiría escaparte? ¿No darías todo lo que posees en rescate por tu vida? E incluso si alguien intenta retrasarte o impedirte, ¿no le dirías: “Que todo muera por mi salvación, que no quede nada, en tanto que yo viva”? ¿Por qué haces esto? Porque allí no dudas, (pero) aquí dudas. Y por eso con razón te dice el Señor: “¿Crees que cuando venga el Hijo del Hombre encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8). Y digo yo, ¿por qué (hablar) sobre peligros seguros e indudables? Porque si se trata solamente de una causa presentada ante un juez terreno, que parece tener algo que temer de las leyes, ¿acaso no monta guardia en todas las vigilias, no prepara regalos para el abogado, aunque sea un peligro dudoso, o también el temor de una simple corrección o la cantidad de una multa?
Escuchar con suma atención la palabra de Dios
¿Y nosotros por qué no creemos que todos compareceremos “ante el tribunal de Cristo, para que cada uno obtenga conforme a lo que haya hecho en su cuerpo, sea bueno, sea malo” (2 Co 5,10)? Si creemos esto íntegramente, se realizará en nosotros lo que está escrito: “El rescate del alma del hombre (son) sus riquezas” (Pr 13,8). ¿Pero cómo podemos pensar esto, o creerlo, o comprenderlo, cuando ciertamente no venimos siquiera a escuchar? ¿Por qué, quién de entre ustedes, cuando se leen las Escrituras, presta atención? Dios, por medio del profeta nos conmina, y sin duda con gran cólera: “Enviaré el hambre sobre la tierra, no hambre de pan ni sed de agua, sino hambre de escuchar la palabra de Dios” (Am 8,11). Pero ahora Dios no ha enviado a su Iglesia hambre ni sed de escuchar la palabra de Dios. Porque tenemos “el pan vivo que bajó del cielo” (cf. Jn 6,41), tenemos “el agua viva que salta hasta la vida eterna” (cf. Jn 4,10. 14). ¿Por qué en (este) tiempo de fecundidad morirnos de hambre y sed? Es de un alma perezosa y negligente padecer penuria cuando todos los bienes abundan.
Fortalecer el espíritu, no la carne
¿No oyeron en las divinas Escrituras que entre los hombres “hay un combate de la carne contra el espíritu y del espíritu contra la carne” (cf. Ga 5,17)? ¿Y no saben que si solamente alimentan la carne y fomentan su propia molicie habitual y la corriente del yugo de sus delicias, necesariamente se insolenta contra el espíritu y se hace más fuerte que él (cf. Mc 3,27. 29)? Si hace esto sin duda le conduce (a estar) bajo su autoridad, le obliga a obedecer a sus leyes y vicios. En cambio, si frecuentemente vienes a la iglesia, prestas oído a las letras divinas, recibes la explicación de los mandatos celestiales, como la carne los alimentos y las delicias, así el espíritu cobrará fuerza con las palabras y los pensamientos divinos, y se robustecerá obligando a la carne a obedecerle y aceptar sus leyes. Por eso los alimentos del espíritu son: la lectio divina, las oraciones asiduas, la predicación de la doctrina. Con estos alimentos se nutre, con ellos recobrará fuerza, con ellos será vencedor. ¿Por qué ustedes no lo hacen? No se lamenten por la enfermedad de la carne, no digan: queremos, pero no podemos; deseamos vivir en la continencia, pero somos engañados por la debilidad de la carne y atacados por sus estímulos. Tú le das estímulos a tu carne, tú la armas y la haces potente contra tu espíritu cuando la sacias con carnes, la inundas con mucho vino, la acaricias con mucha suavidad y la nutres con halagos. ¿O no saben que este edificio de la Iglesia no puede construirse con piedras leprosas? Escucha lo que dice el Apóstol: “Un poco de levadura corrompe toda la masa. Purifíquense, por tanto, de la vieja levadura para ser una nueva masa” (1 Co 5,6-7). Pero volvamos a nuestro tema.