OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (355)
La Visitación
1490
Liturgia de las Horas
Flandes
Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico
Homilía III: Sobre los sacrificios de expiación en casos especiales
Dos veces cinco y uno más
7. Pero también nosotros, a quienes tal vez esos bienes no nos incumben, veamos sobre qué parte de la Ley nos instruye la palabra. Y yo hoy, aunque soy un pecador, a quien sin embargo se le ha confiado la dispensación de la palabra del Señor, me parece que tengo en depósito los (bienes) santos de Dios (cf. Mt 25,27). Y no (es) ahora la primera vez, sino que ya a menudo y habitualmente les sirvo en este trabajo de dispensarles (la palabra). Por tanto, si alguno de entre ustedes ha recibido de mi el dinero del Señor y, como suele suceder, al salir de la Iglesia, por las diversas ocupaciones del siglo, abandona al olvido lo que escuchó y no cumple ni realiza obra alguna de la palabra que recibió, éste es el que no devuelve el dinero de los (bienes) sagrados que recibió. Por ende, que renueve en su memoria eso que escuchó, lo que recientemente se le había confiado en la palabra de Dios, en lo cual fue negligente. Y, entonces, que devuelva lo que recibió y añada un quinto, en el modo que ya antes dijimos, esto es, dos veces cinco, agregando uno más[1].
Los cinco sentidos del hombre interior
Por tanto, veamos cómo se devuelve ese quinto. Frecuentemente, o casi siempre, el número cinco designa los cinco sentidos. En consecuencia, debemos saber que puede ser restituido ese quinto a los (bienes) santos en este modo: si nunca presumimos usarlos en acciones seculares y gastarlos en obras que no realizamos según Dios, restituyendo ahora también esos mismos cinco (sentidos) a acciones santas y ministerios religiosos, agregando los otros cinco, que son los sentidos del hombre interior; por los cuales hechos “puros de corazón veremos a Dios” (cf. Mt 5,8); “tendremos oídos para oír” lo que nos enseña Jesús (cf. Mt 11,15); percibiremos aquel olor del que dice el Apóstol: “Porque somos el buen olor de Cristo” (2 Co 2,15); también tendremos aquel gusto, sobre el que dice el profeta: “Gusten y vean, qué bueno es el Señor” (Sal 33 [34],9); o aquel tacto del cual dice Juan, que “nuestros ojos vieron y nuestras manos tocaron al Verbo de vida” (1 Jn 1,1). Pero a todas estas (acciones) añadamos una, para referirlas todas a un único Dios. Y esto ciertamente es lo que se dice sobre lo que se debe restituir de aquello que, por una culpa cualquiera, haya sido (tomado) de las ofrendas santas.
Las verdaderas riquezas
8. ¿Pero qué decir sobre el sacrificio de un carnero comprado a un precio, y el precio de un siclo del santuario (cf. Lv 5,15), que se ordena ofrecer como expiación por el pecado? Tendría que ser rico el que pueda purgar los delitos al precio de un carnero. ¿Cuáles son estas riquezas? Indaguémoslo. El sapientísimo Salomón nos lo enseña diciendo: “La redención del alma de un hombre (son) sus propias riquezas” (Pr 13,8). ¿Oyes las palabras de la Sabiduría, cómo enuncia por medio de las propiedades necesarias de los términos el sentido de cada una de las expresiones? Dice: las riquezas aptas para la redención del alma, y no las riquezas extrañas o comunes, sino las riquezas propias. Por lo que muestra que algunas riquezas son propias, pero algunas no (son) propias. Mas esto el Señor lo declara más evidentemente en los Evangelios, cuando dice: “Si en lo ajeno no fueron fieles, quién les dará lo que es de ustedes” (Lc 16,12); mostrando que las riquezas del siglo presente no son nuestras propias (riquezas), sino ajenas. Porque pasan, y “como la sombra pasan de largo” (cf. Sal 143 [144],4).
Cristo carnero inmaculado
Pero las riquezas propias son aquellas sobre las que dice el profeta: “Y conduciré[2] hacia ti las riquezas de las naciones” (Za 14,14). De estas riquezas sin duda también “Abraham se hizo muy rico en oro, plata y rebaños” (Gn 13,2), y en toda clase de mobiliario. ¿Quieres que te muestre de cuáles tesoros provienen estas riquezas? Oye al apóstol Pablo decir sobre el Señor Jesucristo: “En quien están, dice, ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2,3). Pero también en los Evangelios el Señor dice: “El escriba rico saca de su tesoro cosas nuevas y viejas” (Mt 13,52). Sobre estas dice asimismo el apóstol Pablo: “En todas las cosas fueron enriquecidos en Él, en toda palabra y en todo conocimiento” (1 Co 1,5). Por tanto, con estas riquezas[3], tomadas de “los tesoros de sabiduría y ciencia” (cf. Col 2,3), hay que comprar ese carnero que debemos ofrecer por los pecados, a saber, aquellos que se han cometido con los (bienes) santos, y comprarlo por la suma de un siclo del santuario (cf. Lv 5,15). Ya más arriba dijimos que toda víctima lleva el tipo y la imagen de Cristo (Hom. III,5), y mucho más el carnero que también en cierto momento fue sustituido a Isaac por Dios, para ser inmolado (cf. Gn 22,13). Por consiguiente, debemos comparar a Cristo con el siclo del santuario, porque destruye[4] nuestros pecados. El “siclo del santuario” es figura[5] de nuestra fe. Porque si ofreces la fe como precio, recibes a Cristo, entregado como víctima cual carnero inmaculado, para la remisión de los pecados.
Profundizar en los misterios de la palabra de Dios
Siento, en la explicación, que la magnitud de los misterios supera nuestras fuerzas. Pero incluso cuando no alcancemos a exponer todas las cosas, sin embargo, sentimos que todo está lleno de misterios. Y por eso bastan las indicaciones dadas para quienes indagan y para quienes (están) deseosos de llegar más alto y más profundo en esos (misterios), y para que comprendan en qué ganado se debe buscar el ternero para el sacrificio, (y) entre qué ovinos proveerse de un carnero (cf. Lv 1,5; 5,15). “Porque, dice Jesús, tengo otras ovejas, que no son de este redil; es necesario que a ellas también las conduzca, para que haya un rebaño y un pastor” (Jn 10,16).
Que sepan asimismo dónde hay que buscar las tórtolas y las palomas (cf. Lv 5,7). “Tus ojos, dice (la Escritura), son como palomas sobre las aguas desbordantes” (Ct 5,12) -hacia esas aguas desbordantes hay que apresurarse, porque en ellas se figura la belleza de la esposa-, “y tu cuello, dice, como el de las tórtolas” (cf. Ct 1,10). En las palomas se alaban los ojos. Puesto que por eso dijo: “Palomas sobre las aguas desbordantes” (cf. Ct 5,12), (y) este género de aves, cuando viene hacia las aguas, porque allí suele padecer las acechanzas de las aves de rapiña, despista con la sagaz sombra de (su) vuelo sobre las aguas al enemigo que viene de arriba, y por la perspicacia de (sus) ojos escapa de la amenaza del peligro inminente. Por lo que, si tú también puedes ver de lejos las insidias del diablo y precaverte, ofrecerás palomas en sacrificio a Dios.
Pero también quienes se esfuerzan, igualmente buscan esto: de qué campos debe ofrecerse la flor de harina (cf. Lv 2,5). Yo pienso que de las mieses de aquella tierra que “da fruto, o el ciento por uno, o el sesenta, o el treinta” (cf. Mt 13,23). Que busquen asimismo, si no es una curiosidad excesiva, con cuáles piedras de molino se prepara esa flor de harina para los sacrificios. Que no ignoren que son “dos las que están moliendo, de las cuales una será llevada y la otra dejada” (cf. Mt 24,41). Por tanto, de la piedra de molino[6] de aquella que será llevada, será necesario ofrecer la flor de harina.
Las monedas de valor y auténticas
Pero también “el siclo del santuario” (cf. Lv 5,15), que se dice necesario para el precio del carnero, mira dónde y de qué modo se debe buscar. Siclo es un nombre de la moneda del Señor, y en muchos lugares de las Escrituras se recuerda la denominación de los diversos nombres de la moneda del Señor. Pero una es llamada de valor, la otra sin valor (cf. Sal 11 [12],7; Jr 6,30). De valor era aquella moneda que el padre de familia “a punto de salir de viaje, llamando a sus servidores, le dio a cada uno según su capacidad” (cf. Mt 25,14-15). De valor era aquella moneda, llamada denario, que pactó con los asalariados y que dio desde los últimos hasta los primeros (cf. Mt 20,8-9). Por tanto, te conviene saber por qué hay también otra moneda, sin valor. Oye al profeta diciendo: “El dinero de ustedes no tiene valor” (Jr 6,30). Por consiguiente, porque hay una moneda de valor y otra sin valor, por eso dice el Apóstol a los cambistas expertos: “Prueben, afirma, todas las cosas, guardando lo que es bueno” (cf. 1 Ts 5,21). Puesto que es nuestro Señor Jesucristo solo quien puede enseñarte ese arte, por el que sepas discernir cuál es esa moneda que tiene la imagen del verdadero rey; cuál sea la falsificada y que, como dice la gente, fue hecha fuera de la ley[7]; que ciertamente tiene el nombre del rey, pero no posee la verdadera figura real. En efecto, son muchos los que tienen el nombre de Cristo, pero no tienen la verdad de Cristo. Y por esto dice el Apóstol: “Es necesario, en efecto, que también haya partidos, para que los (hombres )se probados se manifiesten entre ustedes” (1 Co 11,19).
La fe auténtica
Por esta razón, también en la lectura presente, el legislador dirigiendo la mirada hacia el sentido místico y espiritual agrega que ese carnero, que fue comprado para que pueda absolver el pecado, no fue adquirido con un siclo cualquiera, esto es no con cualquier moneda, sino con “un siclo santo” (cf. Lv 5,15). Si no dirigiese la atención hacia un misterio, ¿qué razón habría para ofrecer en sacrificio un carnero comprado y a un precio determinado? ¿Y no bastaba el nombre de la moneda para denominar al siclo, sino que añade también “siclo santo”? ¿Y si alguien tuviese en sus rebaños carneros óptimos y dignos para los sacrificios divinos? ¿O si alguien fuese tan pobre que no pudiese tener un siclo del santuario? ¿Es esta la disposición del legislador, que quien no tuviese una cierta clase de moneda, no pudiese ser absuelto? Lo cual claramente, según la letra, sin duda parece absurdo, pero según la comprensión espiritual es cierto que nadie recibe la remisión de los pecados si no presenta una fe íntegra, probada y santa, por la cual pueda comprar un carnero; tal es su naturaleza, que borra los pecados del creyente. Y este es el siclo santo, la fe probada y sincera, como lo dijimos, en la que no hay ninguna mezcla del engaño de la perfidia ni de la perversa astucia herética; para que, ofreciendo una fe sincera, seamos lavados por “la preciosa sangre de Cristo, como una víctima inmaculada” (cf. 1 P 1,19); por Él sean la gloria y el poder a Dios Padre omnipotente con el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén (cf. 1 P 4,11; Ap 1,6).
[1] Bis quina sint et unus superaddatur.
[2] Lit.: reuniré, congregaré (congregabo).
[3] Lit.: de estas riquezas (ex his ergo divitiis).
[4] O: anula, hace desaparecer, desbarata (dissolvo).
[5] Fidei nostrae formam tenet.
[6] Lit.: muela (mola).
[7] Lit.: fuera del sello o marca de la moneda (extra monetam formata).