OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (353)
San Juan Bautista
Hacia 1520
Matteo da Milano
Roma (o Ferrara, Italia)
Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico
Homilía III: Sobre los sacrificios de expiación en casos especiales
La tercera ley
4. Ahora bien, la tercera ley es promulgada de este modo: “Y la persona, dice (la Escritura), que jura diciendo con sus labios hacer el mal o el bien en todas las cosas que se puedan decir a un hombre con juramento, pero sin su conocimiento, y (después) esta (persona) lo supiera, y peca en alguna de estas cosas, que confiese el pecado que cometió y lleve al Señor, por ese pecado que cometió, una hembra del (rebaño) ovino” (Lv 5,4-6), y lo que sigue.
Cómo si pronuncio con mis labios o juro hacer el bien y no lo hago, soy reo de pecado, no es difícil demostrarlo; pero cómo si juro o prometo hacer el mal y no lo hago, peco, explicar (esta) sentencia es difícil. Porque parece absurdo, por ejemplo, que si dijera con ira que voy a matar un hombre y no lo hago, para no parecer falso o mentiroso, sea obligado a cumplir (mi) promesa temeraria e ilícita. Busquemos, por tanto, cuál sea el caso en el que, si prometemos obrar mal y no lo hacemos, pecamos; pero si lo hacemos, somos excusados del pecado, a fin de poder mantener razonablemente[1] la verdad del precepto.
El espíritu lucha contra la carne
Parece, por cuanto en este pasaje (se puede) comprender, que hacer el mal es oponerse a alguien y no condescender con él para que haga lo que quiera. Por consiguiente, también nosotros cuando venimos a Dios y le hacemos el voto de servirle en castidad, “prometemos con nuestros labios y juramos castigar nuestra carne”, o hacerle el mal “y reducirla a servidumbre” (cf. 1 Co 9,27), para que podamos salvar nuestro espíritu. Porque así también lo dice aquel que ha jurado (y) que afirma: “Lo juré, y (me) propuse observar todos tus preceptos” (Sal 118 [119],106). Puesto que es la voz de la carne la que dice: “Porque no hago lo que quiero, sino lo que odio, eso hago” (Rm 7,15), ya que sin duda es maltratada y obligada por el espíritu; “porque resiste y lucha contra el espíritu” (cf. Ga 5,17), y si no se le hace ningún mal, para maltratarla y debilitarla, el espíritu no puede decir: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co 12,10). Por tanto, esta carne que resiste y lucha contra el espíritu, si alguien jura y promete hacerle el mal, maltratarla y mortificarla, y no lo hace, es reo de pecado, por haber jurado afligir su carne y reducirla a servidumbre, y no hacerlo. Y por el mismo juramento también decidió hacer el bien al espíritu. Porque haciéndole el mal a la carne, se beneficia al espíritu. Por ende, si alguien jura eso y no lo hace, se hace reo de pecado. ¿Pero quieres saber por qué no se puede hacer el bien a uno sin hacer el mal al otro? Escucha también al mismo Señor diciendo: “Yo doy la muerte y la vida” (Dt 32,39). ¿A quién Dios da muerte? Ciertamente a la carne. ¿Y a quién da la vida? Sin duda, al espíritu. Y en lo que sigue dice de nuevo: “Yo golpearé y (yo) sanaré” (Dt 32,39). ¿A quién golpeará? A la carne. ¿A quién sanará? Al espíritu. ¿Para qué sirven estas (palabras)? Para que estés “mortificado en la carne, (y) vivificado en el espíritu” (cf. 1 P 3,18); no sea que con tu espíritu sirvas la Ley de Dios, pero si la carne no estuviera mortificada, también (sirvas) a la ley del pecado (cf. Rm 7,25).
Debemos confesar nuestro pecado
Por tanto, si prometiste observar esta regla y no pudiste hacerlo, escucha lo que prescribe la regla de la Ley: “Si ha pecado, dice, en alguno de estos (puntos), que confiese el pecado que cometió” (Lv 5,4-5).
Hay un admirable secreto en esto, cuando ordena confesar el pecado. Porque en toda forma deben ser confesadas y manifestadas en público todas las cosas que hacemos. Pero “lo que hacemos en lo secreto” (cf. Jn 7,4), si lo realizamos sólo de palabra o también en lo del secreto del pensamiento, todo eso es necesario confesarlo, todo (eso hay) que manifestarlo; pero manifestado por aquel que es al mismo tiempo acusador e instigador del pecado. Puesto que el mismo que ahora nos instiga para que pequemos, también ése mismo cuando pecamos, nos acusa. Por tanto, si en esta vida nos adelantamos a él y nos acusamos a nosotros mismos, escapamos de la malicia del diablo, nuestro enemigo y acusador. Puesto que así también lo dice en otro lugar el profeta: “Di tú primero, afirma, tus iniquidades, para ser justificado” (Is 43,26). ¿No muestra con evidencia el misterio que tratamos cuando dice: “Di tú primero”? Te muestra que debes adelantarte a aquel que está preparado para acusarte. Por tanto, afirma, “di tú primero”, para que aquél no se te adelante. Porque si lo dices primero y ofreces un sacrificio de penitencia, según aquello que más arriba dijimos (debe) ofrecerse, y entregas tu carne a la destrucción, “para que el espíritu sea salvado en el día del Señor” (1 Co 5,5), también se te dirá: “Porque has recibido males en tu vida, ahora (recibe) este descanso” (cf. Lc 16,25). Pero también David según el mismo espíritu habla en los Salmos y dice: «Confesé mi iniquidad, y no oculté mi pecado. Dije: “Confesaré contra mí mi injusticia”, y tú perdonaste la impiedad de mi corazón» (Sal 31 [32],5). Ves, entonces, que confesar el pecado merece[2]la remisión del pecado. Porque adelantándonos en la acusación, el diablo no nos podrá acusar; y si nos acusamos a nosotros mismos, obtendremos la salvación (cf. Pr 18,17); pero si esperamos a que el diablo nos acuse, esa acusación caerá sobre nosotros para castigo; puesto que tendrá como socios en la gehena a los que convencerá (para que sean) socios de (sus) crímenes.