OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (345)
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Jesús y el joven rico
Hacia 1430
La Haya, Holanda
Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico
Homilía I: El holocausto del ternero joven
El sentido moral
5. Pero si también quieres inclinarte al sentido moral, tú tienes asimismo un ternero, que debes ofrecer. Ternero es ciertamente tu carne, muy soberbia; la cual, si quieres presentarla (como) una ofrenda al Señor, custodiándola casta y pura, condúcela a la entrada del tabernáculo, es decir, donde pueda recibir la audición de los libros divinos. Que tu ofrenda sea masculina, que ignore a la mujer, que rechace la concupiscencia, que huya de la debilidad, que no busque nada disoluto o suave. Impón también tu mano sobre tu víctima, para que sea agradable al Señor; y degüéllala ante el Señor (cf. Lv 1,3 ss.), esto es, imponle el freno de la continencia y no apartes de ella la mano de la disciplina, como impuso la mano a su carne aquel que decía: “Mortifico mi cuerpo y lo someto a servidumbre, no sea que predicando a otros, yo mismo sea reprobado” (1 Co 9,27). Y degüéllala ante el Señor, mortificando sin vacilación tus miembros, “que son terrenos” (cf. Col 3,5). Pero también que los hijos del sacerdote Aarón ofrezcan su sangre (cf. Lv 1,6). Hay un sacerdote en ti y sus hijos, el espíritu que está en ti y sus sentidos (espirituales), que merecen ser llamados sacerdote e hijos del sacerdote. Porque sólo ellos comprenden a Dios y son capaces del conocimiento de Dios. Por tanto, la palabra divina quiere que ofrezcas a Dios, conforme al sentido espiritual, tu carne en la castidad, según lo que dice el Apóstol: “Víctima viva, santa, agradable a Dios, (éste es) el culto espiritual de ustedes” (Rm 12,1). Y esta es la sangre ofrecida en el altar por el sacerdote o los hijos del sacerdote, cuando se hace casto en el cuerpo y en el espíritu.
No basta con la sola continencia de la carne
También hay otros que ciertamente ofrecen su carne en holocausto, pero no por el ministerio del sacerdote. Porque ofrecen no por el conocimiento, ni según la Ley que está en la boca del sacerdote, sino que aunque son castos en el cuerpo, se los encuentra incestuosos en el espíritu. Puesto que están manchados o por la concupiscencia de la gloria humana, o mancillados por la avidez de la avaricia, o infamados por la desgracia de la envidia y los celos[1], o atormentados por el furor del odio y la inhumanidad de la ira. Por tanto, todos los que son así, por más que sean castos en el cuerpo, sin embargo, no ofrecen sus víctimas por las manos y el ministerio del sacerdote. Porque no están en ellos la reflexión (lit.: consejo) y la prudencia del que se desempeña como sacerdote ante Dios, sino que son de aquellas cinco vírgenes necias, que eran ciertamente vírgenes y custodiaban la castidad del cuerpo, pero no supieron conservar en sus vasos el aceite de la caridad, de la paz y de las restantes virtudes; y por eso fueron excluidas del tálamo del esposo (cf. Mt 25,1 ss.); porque la sola continencia de la carne no puede acceder al altar del Señor, si está separada de las demás virtudes y de los misterios sacerdotales.
Conclusión
Y por eso quienes leemos u oímos esto, apliquémonos en uno y otro sentido a ser castos de cuerpo, rectos de espíritu, puros de corazón, irreprochables de costumbres; a progresar en las (buenas) obras, a (ser) vigilantes en la ciencia, en la fe y en las acciones; a ser perfectos en los actos y en los pensamientos, para merecer conformarnos a semejanza de Cristo víctima; por el mismo Jesucristo nuestro Señor, por quien sean a Dios Padre omnipotente con el Espíritu Santo, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (cf. 1 P 4,11; Ap 1,6).
[1] Aut invidiae ac livoris infelicitate sordescunt: lit.: manchados por la envidia y la infelicidad de la rivalidad.