OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (333)
Cristo, Buen Pastor
1450-1460
París
Orígenes, Trece homilías sobre el Éxodo
La cima de la montaña y la cima de la colina
4. Pero mientras tanto, veamos lo que ahora refiere la presente historia: “Subió, dice, Moisés a la cima de la colina” (cf. Ex 17,10). Todavía no ha subido a la cima de la montaña, sino a la cima de la colina. Porque le estaba reservado subir a la cima de la montaña, cuando subiera Jesús y con Él, Moisés y Elías, y allí fuese transfigurado en gloria (cf. Lc 9,28-31). Por tanto, ahora como todavía no ha sido glorificado por la transfiguración de Jesús, no sube a la cima de la montaña, sino a la cima de la colina. “Y ocurrió, dice, que cuando Moisés elevaba sus manos, Israel vencía” (Ex 17,11). Moisés eleva las manos, no las extiende. Pero Jesús que, exaltado en la cruz, abrazaría[1] con sus brazos todo el orbe de la tierra, dice: “He tendido mis manos a un pueblo incrédulo y rebelde” (Is 65,2; Rm 10,21). Moisés, por consiguiente, eleva su manos y, cuando las eleva, Amalec era vencido.
Elevar las manos
Elevar las manos quiere decir elevar hacia Dios las obras y las acciones, y no tener acciones viles[2] y que yacen por tierra, sino agradables a Dios y elevadas al cielo. Eleva, por tanto, las manos el que “atesora en el cielo; porque donde está su tesoro” (cf. Mt 6,20. 21), allí (están) también su ojo, allí también sus manos. Eleva asimismo las manos aquel que dice: “La elevación de mis manos (como) un sacrificio vespertino” (Sal 140 [141],2). Por consiguiente, si nuestras acciones se elevan y no están en la tierra, Amalec es vencido. Pero también el Apóstol manda “elevar unas manos santas, sin ira ni discusión” (cf. 1 Tm 2,8), y a algunos les decía: “Levanten las manos que caen y las rodillas vacilantes, y con sus pies hagan rectos los caminos” (Hb 12,12-13). Por ende, si el pueblo guarda la Ley, Moisés eleva las manos y el enemigo es vencido; pero si no guarda la Ley, prevalece Amalec. Y puesto que “nuestra lucha es contra principados y potestades y contra los jefes de este mundo de tinieblas” (cf. Ef 6,12), si quieres vencer, si quieres ganar, eleva tus manos y tus acciones, y que tu vida no esté en la tierra[3], sino, sino que como dice el Apóstol: “Caminando por la tierra, tenemos una ciudad en el cielo” (cf. Flp 3,19. 20). Y así podrás vencer al pueblo que te es contrario, a Amalec, de modo que se diga también de ti: “Con mano oculta, el Señor combate contra Amalec” (Ex 17,16).
Elevar las manos es orar sin interrupción
Eleva tú también las manos a Dios, cumple el mandato del Apóstol que dice: “Oren sin cesar” (1 Ts 5,17), y entonces se cumplirá lo que está escrito: “Como el buey devora[4] en los campos la hierba verde, así devorará este pueblo al pueblo que está sobre la tierra” (Nm 22,4). Lo cual quiere decir, como lo hemos recibido de los antiguos[5], que el pueblo de Dios no luchaba tanto con la mano y las armas como con la voz y la lengua, esto es, derramando su oración ante Dios, destruía a los enemigos. Por tanto, también tú, si quieres vencer a los enemigos, eleva tus obras, clama a Dios, como dice el Apóstol: “Sean asiduos en la oración y vigilantes en ella” (Col 4,2). Porque esta es la lucha del cristiano que vence al enemigo.
Los dos pueblos
Creo que por esta figura, Moisés también simboliza los dos pueblos, y muestra que uno es el pueblo de los gentiles, que eleva las manos de Moisés y las levanta, esto es, que levanta bien alto lo que ha escrito Moisés, establece en el cielo su comprensión y por eso vence; otro es el pueblo que, puesto que no levanta las manos a Moisés ni las saca de la tierra, considera que no (hay) en él nada elevado ni sutil, es vencido y aniquilado por los adversarios.
El encuentro de Moisés con su suegro Jetró
5. Después de esto llega Moisés a la montaña de Dios y allí le sale al encuentro Jetró, su suegro (cf. Ex 18). Pero le sale al encuentro fuera del campamento, y lo conduce a la montaña de Dios, sino que “lo conduce a su tienda” (cf. Ex 18,7). Porque un sacerdote de Madián no podía subir a la montaña de Dios, del mismo modo que no habían podido descender a Egipto ni él ni la mujer de Moisés; pero ahora viene a él con sus hijos. Porque no puede descender a Egipto y soportar los combates con los egipcios, sino aquel que sea un atleta probado y del tipo que dice el Apóstol: “Todo el que combate en la lucha, se priva de todo; y ellos, para recibir una corona corruptible; nosotros, en cambio, incorruptible. Así es como yo corro, no como a la ventura; así lucho, no dando golpes al aire” (1 Co 9,25-26).
Quiénes son los que pueden descender a Egipto
Por tanto, Moisés que era un atleta grande y fuerte, desciende a Egipto, desciende a los combates y al ejercicio de las virtudes. Pero también Abraham desciende a Egipto (cf. Gn 12,10), porque también él era un atleta grande y fuerte. ¿Qué diré de Jacob, que es atleta por su mismo nombre? En efecto, significa luchador y el que suplanta. Y por eso cuando Jacob descendió con “setenta y cinco almas a Egipto” (cf. Gn 46,27), llegó a ser “como la multitud de las estrellas del cielo” (cf. Hb 11,12). Pero no todos los que descienden a Egipto luchan así y combaten así, como para llegar a ser una multitud y ser multiplicados como las estrellas del cielo. Con otros, en su descenso a Egipto, ocurre al contrario. Yo sé que Jeroboam, huyendo de Salomón, descendió a Egipto; sin embargo, no sólo no creció hasta ser una multitud, sino que dividió y corrompió al pueblo de Dios, porque descendiendo a Egipto recibió del rey Susakim[6] “a la hermana de su mujer Tecimena[7] como esposa” (1 R 12,24 LXX).
Hacer todo en presencia de Dios
Mientras tanto Jetró fue donde Moisés, llevando consigo a su hija, la esposa de Moisés, y a sus hijos. “Y llegaron Aarón, dice (la Escritura), y todos los ancianos de Israel para comer el pan con el suegro de Moisés en presencia de Dios” (Ex 18,5. 12). No todos comen el pan en presencia de Dios, sino los que son presbíteros, los ancianos, los perfectos y probados en méritos, éstos son los que comen el pan en presencia de Dios; los que observan lo que dice el Apóstol: “Ya coman, ya beban, o cualquier cosa que hagan, háganlo todo para gloria de Dios” (1 Co 10,31). Por tanto, todo lo que hacen los santos, lo hacen en presencia de Dios; el pecador huye de la mirada de Dios. Efectivamente está escrito que Adán, después de haber pecado huyó de la mirada de Dios, e interrogado, respondió: “Oí, dice, tu voz y me escondí porque estaba desnudo” (Gn 3,8). Pero también Caín, después de haber sido condenado por Dios a causa del fratricidio, “se alejó, dice (la Escritura), del rostro de Dios y habitó en la tierra de Nain” (Gn 4,16). Se aleja, por consiguiente, del rostro de Dios quien es indigno de la mirada de Dios. Pero los santos comen y beben en presencia de Dios y todo lo que hacen, lo hacen en presencia de Dios.
Yo veo, examinando[8] todavía más ampliamente el presente pasaje, que quienes reciben un conocimiento de Dios más completo y están más plenamente imbuidos de las disciplinas[9]divinas, éstos, si también hacen el mal, lo hacen ante Dios y lo hacen en su presencia, como aquel que dijo: “Contra ti solo pequé, e hice el mal ante ti” (Sal 50 [51],6). Entonces, ¿qué ventaja tiene el que hace el mal ante Dios? Que inmediatamente se arrepiente y dice: “He pecado” (2 S 12,13). Pero el que se aleja de la mirada de Dios no sabe convertirse y purgar su pecado por la penitencia. Por tanto, ésta es la diferencia entre hacer el mal ante Dios y alejarse, al pecar, de la mirada de Dios.
[1] Complexurus erat.
[2] Actus deorsum deiectos.
[3] Conversatio.
[4] Ablingo; otra trad.: arranca.
[5] Se refiere a una interpretación proveniente de los maestros judíos (cf. SCh 321, pp. 336-338, nota 3).
[6] Así en los LXX. Sisac o Susac (en la Vulgata).
[7] En los LXX: Thekeminas.
[8] Discutiens.
[9] O: enseñanzas, principios (disciplinas).