OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (329)
Cristo calma los vientos en el lago de Galilea
Hacia el año 1000
Evangeliario de Otón III
Reichenau, Alemania
Orígenes, Trece homilías sobre el Éxodo
Homilía IX: Sobre el tabernáculo (continuación)
Construir en sí mismo un tabernáculo espiritual
4. Cada uno de nosotros también puede construir, en sí mismo, un tabernáculo para Dios. Porque si, -como ciertamente (algunos) antes de nosotros han dicho- este tabernáculo es figura del mundo entero, y cada uno puede asimismo tener en sí la imagen del mundo, ¿por qué no podrá realizar en sí mismo cada uno de nosotros la imagen del tabernáculo? Este debe, por tanto, preparar en sí mismo las columnas de las virtudes, columnas de plata, es decir, una paciencia conforme a la razón[1]. Puesto que sin duda puede haber en el hombre una paciencia aparente, pero que no es conforme a la razón. Porque también quien no siente una injuria y por eso no la devuelve, parece paciente; pero su paciencia no es conforme a la razón. Éste, por tanto, ciertamente tiene columnas, pero no son de plata; en cambio, quien padece por la causa de la palabra de Dios, y lo soporta con fortaleza, éste está decorado y fortalecido con columnas de plata. Puede extender en sí mismo atrios, cuando dilate su corazón según la palabra del Apóstol que dice a los corintios: “Dilátense también ustedes” (2 Co 6,13). Puede también fortificarse con barras, cuando se ate con la unanimidad de la dilección. Puede apoyarse sobre columnas de plata, cuando se coloca sobre la estabilidad de la palabra de Dios, de la palabra profética y apostólica. Puede tener en la columna un capitel dorado, si la fe de Cristo es para él un capitel dorado. “Porque la cabeza de todo hombre es Cristo” (cf. 1 Co 11,3). Puede desplegar en sí mismo diez atrios, cuando se dilata no sólo en una palabra de la Ley, ni siquiera en dos o en tres, sino cuando puede dilatar a todo el Decálogo la amplitud de la inteligencia espiritual de la Ley, o cuando produce los frutos del Espíritu: el gozo, la paz, la paciencia, la benignidad, la bondad, la modestia, la fe, la continencia, añadida la caridad, que es el mayor de todos (cf. Ga 5,22; 1 Co 13,13).
Establecer en nuestra alma un altar para ofrecer víctimas agradables a Dios
Tenga todavía en sí esta alma, que no dará “sueño a sus ojos, ni descanso a sus párpados, ni reposo a sus sienes, hasta que encuentre un lugar para el Señor, un tabernáculo para el Dios de Jacob” (cf. Sal 131 [132],4); tenga -digo- en sí fijado también un altar, en el que ofrecer a Dios los sacrificios de sus oraciones y las víctimas de la misericordia, en el que, con el cuchillo de la continencia, inmolar la soberbia como un toro, degollar la ira como un carnero, sacrificar la lujuria y toda pasión carnal como chivos y cabritos. Aprenda también de estos sacerdotes a separar la pierna derecha, el pecho y las mandíbulas[2] (cf. Ex 29,22. 26), esto es las buenas obras, las obras derechas -puesto que no se reserva nada del (lado) izquierdo-, el pecho intacto, que es el corazón recto y la mente consagrada a Dios; y las mandíbulas para hablar la Palabra de Dios.
Sepa también que debe colocar en el santo (o: santuario) el candelabro de luminoso, para que tenga siempre las lámparas encendidas y los lomos ceñidos y sea “como el siervo que espera que su Señor vuelva de las nupcias” (cf. Lc 12,35-36). Porque sobre estas lámparas decía también el Señor: “La lámpara de tu cuerpo es tu ojo” (Mt 6,22). Pero coloque este candelabro luminoso en el sur, para que mire hacia el norte (cf. Ex 26,35). Puesto que, encendida la luz, esto es, el corazón vigilante, siempre debe mirar al norte y observar al que viene del norte (cf. Jl 2,20); como también dice el profeta que ve “una caldera o una olla hirviendo, y su rostro está en el norte; porque del norte ascienden los males a toda la tierra” (Jr 1,13. 14). Por tanto, que esté vigilante, solícito y lleno de fervor[3], que siempre examine las astucias del diablo y siempre mire de dónde vendrá la tentación, por dónde irrumpirá el enemigo, por dónde le sorprenderá el adversario. Porque dice también el apóstol Pedro: “Su enemigo el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar” (1 P 5,8).
La mesa de la proposición con los panes y el altar del incienso
La mesa que tiene los doce panes de la proposición sea colocada también al norte, mirando hacia el sur (cf. Ex 26,35). Que estos panes sean la palabra apostólica, tanto por el número cuanto por la virtud. Usando de ellos sin cesar -puesto que se manda presentarlos cotidianamente al Señor (cf. Lv 24,5 ss.)- mire de nuevo hacia el sur, de donde viene el Señor. “Porque, según está escrito, el Señor viene de Temán” (Ha 3,3), que está al sur. Tenga en lo íntimo de su corazón (lit.: pecho) el altar del incienso, para que también diga: “Somos buen olor de Cristo” (2 Co 2,15). Tenga asimismo el arca de la Alianza, en la que están las tablas de la Ley, para que “medite en la Ley del Señor día y noche” (cf. Sal 1,2), y haga de su memoria un arca y una biblioteca de los libros de Dios, porque también el profeta llama bienaventurados a los que guardan en su memoria sus mandatos para cumplirlos (cf. Sal 105 [106],3; Ez 37,24). Esté también guardada dentro de sí mismo la urna del maná, la comprensión sutil y dulce de la palabra de Dios. Esté dentro de él también la vara de Aarón, la doctrina sacerdotal y la florida severidad de la disciplina.
Los ornamentos pontificales
Pero, por encima de toda gloria, esté el ornamento pontifical. Porque dentro de sí puede ejercer el pontificado aquella parte que está en él, la más preciosa de todas; que algunos llaman la parte principal del corazón, otros el sentido espiritual, o la sustancia intelectual, o de cualquier otro modo que se pueda nombrar en nosotros esta parte nuestra por la cual podemos ser capaces de Dios. Por consiguiente, esta parte, como un pontífice en nosotros, sea adornada con vestidos y joyas preciosas, con una túnica de lino (cf. Ex 25,6; 28,4). Es esta un tipo de vestimenta que desciende hasta los pies recubriendo todo el cuerpo; en la cual se significa que ante todo esté totalmente vestido de castidad. Que reciba (o: tome) después también el humeral adornado de piedras preciosas (cf. Ex 35,27), en el que se pone el esplendor de las obras, “para que viendo los hombres sus obras den gloria al Padre que está en los cielos” (cf. Mt 5,16); reciba asimismo el pectoral (logium), que puede ser llamado racional, puesto encima del pecho, adornado con cuatro filas de piedras preciosas (cf. Ex 28,15-17); pero también resplandezca la dorada lámina en la frente, llamada pétalo (cf. Ex 28,36), en la que están escritos los términos verdad y manifestación (cf. Ex 28,30). Yo descubro en estas cosas, que se dice (estaban) ubicadas en el pecho, la palabra evangélica, que nos expone con cuádruple orden la verdad de la fe y la manifestación de la Trinidad, refiriéndolo todo a la cabeza, es decir, a la naturaleza del único Dios. En esto, por tanto, está toda la verdad y toda la manifestación de la verdad. Por ende, si quieres ejercer correctamente el pontificado para Dios, estén siempre en (tu) pecho la palabra evangélica y la fe en la Trinidad. A esto se ajusta también la palabra apostólica tanto por la virtud como por el número, en tanto que el nombre de Dios siempre esté en la cabeza y que todas las cosas estén referidas al único Dios.
Tenga también el pontífice para las partes interiores las vestimentas propios[4], tenga cubiertas las partes pudendas, “para ser santo en el cuerpo y en el espíritu” (cf. 1 Co 7,34), y ser puro en los pensamientos y en las obras. En torno a su vestimenta tenga también campanillas, para que, dice (la Escritura), “a su entrada en el santuario produzcan un sonido y no entre en silencio” (cf. Ex 28,35). Y estas campanillas, que siempre deben sonar, creo que se colocan en la orilla de la vestimenta por esta razón: para que nunca calles sobre los tiempos finales y el fin del mundo, sino que de ese modo siempre suenes, de ese modo discutas y hables, según el que ha dicho: “Acuérdate de tu fin[5], y no pecarás” (Si 7,36). Por tanto, que esta forma nuestro hombre interior se adorne como un pontífice para Dios, para poder entrar no sólo en el Santo, sino también en el Santo de los santos; para poder acceder al propiciatorio, donde están los querubines y que allí se le aparezca Dios (cf. Ex 25,17. 18). El Santo puede ser aquel que en el siglo presente lleva una vida santa[6]. Pero el Santo de los Santos, en el que se entra sólo una vez (cf. Ex 30,10), creo que es el tránsito hacia el cielo, donde está el propiciatorio y los querubines, donde también Dios podrá dejarse ver por los puros de corazón (cf. Mt 5,8), o porque el Señor ha dicho: “He aquí, que el reino de Dios está dentro de ustedes” (Lc 17,21).
Los patriarcas habitaron en tabernáculos
Por ahora baste con las cosas que se han dicho sobre el tabernáculo, en cuanto hasta el presente han podido ofrecerse a nuestro entendimiento en una exposición breve[7] y en cuanto hemos podido adaptar (lit.: moderar) a los oídos de los oyentes, para que también cada uno de nosotros se esfuerce en edificar dentro de sí un tabernáculo para Dios. Porque no en vano se refiere de los patriarcas[8] que vivieron en tabernáculos. Así yo comprendo que Abraham, Isaac y Jacob habitaron en tabernáculos. Puesto que éstos construyeron dentro de sí un tabernáculo para Dios, ellos que se adornaron con tantos y tales esplendores de virtudes. Porque refulgía en ellos la púrpura, signo real, por lo cual los hijos de Heth decían a Abraham: “Tú eres entre nosotros un rey de parte de Dios” (Gn 23,6). Resplandecía también la escarlata, ya que tuvo su mano dispuesta para inmolar su hijo único a Dios (cf. Gn 22). Resplandecía el jacinto cuando, mirando siempre al cielo, seguía al Señor del cielo (cf. Gn 15,5). Pero también con muchas otras cosas estaba igualmente adornado.
El sentido espiritual de los ramos utilizados en la fiesta de los tabernáculos
Así interpreto yo también el día de la fiesta de los tabernáculos, que está mandado en la Ley: un cierto día del año, para que el pueblo salga y habite en tabernáculos, teniendo ramos de palmas, coronas de sauces y álamos y ramos de árboles frondosos (cf. Lv 23,40). La palma es el signo de victoria en aquella guerra que libran (li.: llevan) entre sí la carne y el espíritu (cf. Ga 5,17); el árbol de sauce y el de álamo, tanto por la fuerza como por el nombre, son ramos de castidad. Si los conservas íntegramente, puedes tener las ramas de un árbol frondoso y nemoroso, que es la eterna y bienaventurada vida, cuando “el Señor te haya puesto en un verde lugar, junto al agua del reposo” (Sal 22 [23],2), por Cristo Jesús nuestro Señor, “a quien sean la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (1 P 4,11).