OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (327)
La última Cena y Jesús lava los pies a sus discípulos
Hacia 1260
Escuela francesa
Orígenes, Trece homilías sobre el Éxodo
Homilía IX: Sobre el tabernáculo
Llegar al tabernáculo
1. Si alguien comprende dignamente la salida de los hebreos de Egipto, o el paso del mar Rojo, y también todo ese camino recorrido por el desierto, y cada uno de los emplazamientos de los campamentos, si ha sido capaz de estas cosas, como para recibir asimismo la Ley de Dios “escrita no con tinta, sino por el Espíritu del Dios viviente” (cf. 2 Co 3,3); si alguien, digo, llega a esto según el orden de las etapas[1], de manera que cumpliendo en espíritu cada una de ellas, (ha conseguido) también el crecimiento de las virtudes que en ellas se simbolizan, ése puede consiguientemente llegar también a la visión y a la comprensión del tabernáculo.
El tabernáculo en la epístola a los Hebreos
Sobre este tabernáculo ciertamente hacen mención en muchos lugares las divinas Escrituras, y parecen indicar ciertas cosas de las cuales apenas puede ser capaz el oído humano; con todo, principalmente el apóstol Pablo nos ofrece indicios de una ciencia superior para la comprensión del tabernáculo, pero, no sé por qué motivo, intuyendo quizá la debilidad de los oyentes, en cierto modo cierra aquello mismo que abre. Porque dice escribiendo a los hebreos: “En efecto, se erigió el primer tabernáculo, en el que estaba el candelabro y los panes de la proposición; se llamaba Santo de los santos. Detrás del segundo velo, un tabernáculo llamado Santo, tenía un altar de oro para el incienso y el arca de la alianza, y dentro de ella dos tablas, el maná y la vara de Aarón que había florecido” (cf. Hb 9,2-4). Pero añade esto: “No es ahora el momento de hablar sobre cada una de estas cosas” (Hb 9,5). Por tanto, eso que dice: “No es momento de hablar sobre estas cosas”, lo refieren algunos a aquel tiempo en el que escribía la Carta a los Hebreos; pero a otros les parece que por la grandeza de los misterios, todo el tiempo de la vida presente no sería suficiente para explicarlos.
No obstante, el Apóstol no nos deja tristes del todo, sino que, como es su costumbre, de entre las muchas cosas abre unas pocas, para que (el sentido) quede cerrado para los negligentes, pero que encuentren[2] los que buscan y se abra a los que golpean (cf. Mt 7,8; Lc 11,10). Vuelve, por consiguiente, a hablar de nuevo sobre el tabernáculo y dice: “Porque Jesús no entró fue en un santuario hecho por las manos, réplica del verdadero, sino en el mismo cielo, para aparecer ahora ante el rostro de Dios, a través del velo, esto es, por su carne” (Hb 9,24; 10,20). Por tanto, quien interpreta el velo del tabernáculo interior (como) la carne de Cristo, el santuario mismo (como) el cielo de los cielos, pero al pontífice (como) Cristo Señor, y dice de Él que ha entrado “de una vez por todas en el santuario, habiendo obtenido una redención eterna” (Hb 9,12), por estas pocas palabras, si alguien sabe comprender el sentido de Pablo, puede advertir el océano de inteligencia que nos ha abierto. En cambio, quienes aman demasiado la letra de la Ley de Moisés, pero rechazan su espíritu, tienen sospechas del apóstol Pablo cuando profiere esta clase de interpretaciones.
El tabernáculo en el Antiguo Testamento
2. Veamos, por tanto, si alguno de los antiguos santos no han tenido también, sobre el tabernáculo, una opinión bastante distinta de la que éstos tienen ahora. Escucha, en efecto, cuán magníficamente piensa David, el más eximio entre los profetas, sobre el tabernáculo: “Mientras, dice, todos los días me dicen: ¿dónde está tu Dios? Yo lo recuerdo y desahogo mi alma conmigo, porque marcharé al lugar del tabernáculo admirable, hasta la casa de Dios” (Sal 41 [42],4-5). Y dice también en el Salmo catorce: “Señor, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿O quién descansará en tu monte santo? El que camina sin mancha y obra la justicia” (Sal 14 [15],1-2), y lo demás. ¿Cuál es, entonces, este lugar del tabernáculo admirable desde el que se llega hasta la casa de Dios (cf. Sal 41 [42],5), cuyo recuerdo hace que se desahogue consigo su alma y como si, de algún modo, desfalleciera víctima de un intolerable deseo? ¿Habrá que creer, finalmente, que este tabernáculo, que constaba de pieles, cortinas, cobertores de pelo de cabra y otros materiales de nuestro uso (cf. Ex 26,1 ss.), era lo que deseaba el profeta al derramarse en (su) alma y trastornarse en todo (su) espíritu? O bien, ¿cómo podrá ser verdadero lo que dice sobre este tabernáculo: que no habitará en él sino el de “manos inocentes y puro corazón, que no recibe en su alma la mentira” (Sal 23 [24],4); cuando la historia de los Reyes muestra que han habitado en el tabernáculo de Dios pésimos sacerdotes, hijos de pestilencia, y que la misma Arca de la Alianza estuvo prisionera de extranjeros y fue guardada por impíos y profanos? (cf. 1 S 4 y 2,12). De todo esto (nos) consta que el profeta piensa cosas bien distintas sobre este tabernáculo, por lo que dice que no habitará en él sino el de “manos inocentes y puro corazón que no recibe en su alma la mentira, ni hace el mal a su prójimo, y no acepta el oprobio contra su prójimo” (Sal 23 [24],4 y 14 [15],3). Por tanto, tal conviene que sea el habitante de este tabernáculo, que estableció el Señor y no el hombre.
El tabernáculo en el Nuevo Testamento
Pero vayamos también a los Evangelios, (para ver) si encontramos en ellos que se dice algo sobre los tabernáculos, para que, por una sentencia del Señor, podamos tener seguridad en lo que buscamos. Encontramos, entonces, a nuestro Salvador Jesucristo mismo mencionando no un sólo tabernáculo, sino muchos y no temporales, sino eternos, cuando dice: “Háganse amigos con las riquezas para que, cuando falten, los reciban en los tabernáculos eternos” (Lc 16,9). Has oído a nuestro Señor declarar que hay tabernáculos eternos; escucha ahora también al Apóstol diciendo: “Deseosos de ser revestidos por nuestro tabernáculo, que es del cielo” (2 Co 5,2). ¿Acaso con todos (los testimonios) no se te abre el camino por el que, habiendo dejado la tierra, siguiendo el sentido profético y apostólico y -lo que es aún mayor- siguiendo la Palabra de Cristo con toda la mente y toda la inteligencia, asciendas al cielo y de la misma manera busques allí la magnificencia del tabernáculo eterno, cuya figura es esbozada por Moisés en la tierra? Porque ciertamente es a él a quien también dice el Señor: “Mira, dice, y haz todo según la figura que te he mostrado en la montaña” (Ex 25,40).
En verdad, el espíritu humano, principalmente el nuestro, que sabemos que es pequeño e incluso nulo en sabiduría divina, podrá quizá acceder a comprender que algunas de estas cosas contenidas en los libros divinos no se dicen sobre las realidades terrenas, sino sobre las celestiales, y que son figuras no de las cosas presentes, sino de los bienes futuros, no de las realidades corporales, sino de las espirituales (cf. Hb 9,11; 10,1). Pero cómo pueden estas narraciones aplicarse a las cosas celestiales y eternas, ni está en nuestra capacidad el decirlo, ni, según creo, en la capacidad de ustedes el oírlo. Sin embargo, intentaremos exponer unas pocas que convienen para la edificación de la Iglesia, si Dios se digna iluminarnos gracias a sus oraciones.