OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (322)
El trabajo en la viña
Hacia 1120
Obras de san Jerónimo
Dijon, Francia
Orígenes, Trece homilías sobre el Éxodo
Homilía VII: Sobre la amargura del agua de Mará
El agua amarga se torna dulce por la acción del leño
1. Después del paso del mar Rojo y de los secretos del magnífico misterio, después de los coros y los panderos, después de los himnos triunfales, se llega a Mará. Pero el agua de Mará era amarga, y no la podía beber el pueblo. ¿Por qué, entonces, después de tantas y tan magníficas maravillas el pueblo de Dios es llevado a aguas amargas y al peligro de la sed? Porque dice: “Y llegaron los hijos de Israel a Mará, y no podían beber agua de Mará, porque era amarga; y por eso aquel lugar fue llamado con el nombre de amargura” (Ex 15,23). ¿Pero qué añade después de esto? “Clamó, dice, Moisés al Señor, y el Señor le mostró un leño; y lo introdujo en el agua y el agua se volvió dulce. Y allí, dice, Dios estableció para ellos preceptos y juicios” (Ex 15,25). Allí, en el lugar de la amargura, en el lugar de la sed y, lo que es más grave aún, de la sed en medio de abundantes aguas, allí Dios estableció para ellos preceptos y juicios. ¿No había un lugar más digno, más apto, más fértil, sino éste, en el que estaba la amargura? Además se añade: “Le mostró el Señor un leño, lo introdujo en el agua y el agua se volvió dulce”; es ciertamente admirable que Dios le mostrase un leño a Moisés, que lo introdujese en el agua y que el agua se volviese dulce. Como si Dios no pudiese volver dulce el agua sin el leño. ¿O no conocía Moisés el leño, para que se lo mostrase Dios?
La dulzura del sentido espiritual
Pero debemos ver en estas cosas qué belleza tiene el sentido interior. Yo creo que la Ley, si es interpretada (lit.: recibida) según la letra, es muy amarga y esto mismo es Mará. ¿Qué hay, en efecto, tan amargo como que un niño tenga que recibir al octavo día la herida de la circuncisión (cf. Gn 17,2) y sufra ya en la tierna infancia el rigor del hierro? Bastante amarga, y muy amarga es la copa de esta Ley, tanto que el pueblo de Dios -no el que fue bautizado en Moisés, en el mar y en la nube (cf. 1 Co 10,2), sino el que fue bautizado en Espíritu y en el agua (cf. Mt 3,11)- no puede beber de este agua; ciertamente no puede gustar de la amargura de la circuncisión, ni puede soportar la amargura de los sacrificios y la observancia del sábado. Pero si Dios muestra el leño que ha introducido en esta amargura, para que se vuelva dulce el agua de la Ley, puede beber de ella. ¿Cuál es este leño que Dios muestra? Nos lo enseña Salomón cuando dice sobre la Sabiduría: “Ella es un árbol de vida para todos los que la abrazan” (Pr 3,18). Por tanto, si el leño de la Sabiduría de Cristo fuese introducido en la Ley, y nos mostrase cómo deben ser entendidos la circuncisión, cómo el sábado, cómo se ha de observar la ley de la lepra, cómo hacer el discernimiento entre lo puro y lo impuro, entonces se volvería dulce el agua de Mará, y la amargura de la letra de la Ley se convertiría en la dulzura de la inteligencia espiritual, y entonces podría beber el pueblo de Dios.
Porque si no se interpretan estas cosas espiritualmente, el pueblo que ha abandonado los ídolos y se ha refugiado en Dios, si oye que la Ley que prescribe sacrificios, huye al instante y no puede beber, puesto que lo experimenta amargo y áspero. En efecto, “si uno edifica de nuevo lo que ha destruido, se hace prevaricador” (cf. Ga 2,18). Por tanto, en esta amargura de Mará, esto es, en la letra de la Ley, “puso el Señor preceptos y testimonios” (cf. Ex 15,25). ¿Esto no te parece decir que, igual que en un vaso, así en la letra de Ley ha escondido Dios los tesoros de su sabiduría y de su ciencia? Esto es, por consiguiente, lo que quiere decir: “Y allí puso Dios para ellos preceptos y testimonios”. Esto era también lo que el Apóstol decía: “Pero llevamos este tesoro en vasos de barro, para que la sublimidad del poder sea de Dios, y no de nosotros” (2 Co 4,7). Por tanto, para que pueda ser bebida este agua de Mará, Dios muestra un leño (cf. Ex 15,25), que se introduce en ella, para que el que beba no muera, no sienta la amargura. Por donde consta que, si alguno quiere beber de la letra de la Ley sin “el leño (o: árbol) de la vida” (cf. Pr 3,18), esto es, sin el misterio de la cruz, sin la fe de Cristo, sin inteligencia espiritual, se morirá por exceso de amargura. Sabiendo esto el apóstol Pablo decía: “La letra mata” (2 Co 3,6); esto es decir abiertamente que el agua de Mará mata, si no se bebe transformada y convertida en dulzura.
“Los mandamientos de vida”
2. ¿Pero qué es lo que se añade? Después que “Dios estableció para ellos preceptos y juicios” se dice: «Y allí le puso a prueba diciendo: “Si escuchas bien[1] la voz del Señor tu Dios, y haces ante Él lo que le agrada; y oyes sus preceptos y los guardas, no te infligiré ninguna de las enfermedades que he infligido a los egipcios. Porque yo soy el Señor, que te curo”» (Ex 15,25-26).
Me parece bien exponer con qué intención se dieron las prescripciones (lit.: justificaciones), los juicios y los testimonios de la Ley: para ponerlos a prueba, dice, para ver si oían la voz del Señor y cumplían sus mandamientos. Puesto que en lo que respecta al antiguo pueblo, ¿qué de bueno o de perfecto se podía mandar a los que murmuraban y contradecían? Y poco después también se vuelven a los ídolos, y olvidados los beneficios y las maravillas de Dios, levantan una cabeza de ternero (cf. Ex 32,4). Por eso, entonces, se les dan preceptos que los ponen a prueba. De ahí lo que también les dice el Señor por el profeta Ezequiel: “Les he dado preceptos y prescripciones que no son buenas, en las que no podrán vivir” (Ez 20,25); porque probados en los preceptos del Señor, no fueron encontrados fieles. Por eso “se ha encontrado que el mandamiento que era para la vida, para ellos es para la muerte” (cf. Rm 7,10), porque uno y el mismo mandamiento engendra, si se observa, la vida; si no se observa, la muerte. Según esto, por tanto, puesto que engendra la muerte para los que no lo cumplen, se dice que (son) “mandamientos no buenos, en los cuales no pueden vivir” (Ez 20,25). Pero porque se ha mezclado a ellos el leño (o: árbol) de la cruz de Cristo, han sido transformados en dulzura y se pueden cumplir, comprendidos espiritualmente, esos mismos son llamados mandamientos de vida, como también dice en otro lugar: “Escucha, Israel, los mandamientos de la vida” (Ba 3,9).
Las enfermedades egipcias
Pero veamos ahora qué se promete si se observan. Dice: “Si guardan mis preceptos, no les infligiré ninguna de las enfermedades que he infligido a los egipcios” (Ex 15,26). ¿Qué quiere decir? ¿Que, si alguno observa los mandamientos, no padecerá ninguna enfermedad?, esto es, ¿que no tendrá fiebre ni otros dolores corporales? No creo que sean estas las promesas ofrecidas a los que cumplen los mandamientos divinos. Por lo demás tenemos una prueba en Job, justísimo y muy observante de toda piedad, que fue llenado de una úlcera pésima de la cabeza a los pies (cf. Jb 2,7). Por tanto, no se dice que carecerán de enfermedades los que guardan los mandamientos, sino que no tendrán aquellas enfermedades que tienen los egipcios; el mundo es llamado, en sentido figurado, Egipto. Por consiguiente, “amar el mundo y las cosas que están en el mundo” (cf. 1 Jn 2,15) es una enfermedad egipcia. Observar los días, los meses y los tiempos, buscar signos (cf. Ga 4,9-10), adherirse al curso de las estrellas, es una enfermedad egipcia. Servir a la lujuria de la carne (cf. 2 P 2,18), entregarse a los placeres, pasar el tiempo en las delicias, es una enfermedad egipcia. Por tanto, está libre de estas enfermedades y debilidades el que observa los mandamientos.
Encontrar “el orden de la fe” en nuestra lectura de la palabra de Dios
3. Después de esto, dice: “Llegaron a Elim y había allí doce fuentes de agua y setenta árboles de palmeras” (Ex 15,27).
¿Piensas que no hay alguna razón para que el pueblo no haya sido conducido primero a Elim, donde había doce fuentes de agua, en las que no había nada de amargura, antes bien, por el contrario, donde había gran belleza por la densidad de las palmeras, sino que haya sido primero conducido a las aguas saladas y amargas, que se volvieron dulces gracias al leño mostrado por el Señor, y después a las fuentes? Si seguimos sólo la historia, no nos edifica mucho saber a qué lugar llegaron primero y a cuál después; pero si buscamos con sumo cuidado (o: exploramos) el misterio escondido en estas cosas, encontramos el orden de la fe.
Porque el pueblo es conducido primero a la letra de la Ley; de esta, mientras permanece en su amargura, no puede alejarse; pero cuando ha sido transformada en dulce por “el árbol (o: el leño) de la vida” (cf. Pr 3,18), y la Ley ha comenzado a ser espiritualmente comprendida, entonces del Antiguo Testamento se pasa al Nuevo, y se llega a las doce fuentes apostólicas. Allí también se encuentran los setenta árboles de palmeras. Porque no sólo los doce apóstoles predicaron la fe de Cristo, sino que se nos refiere que otros setenta fueron enviados a predicar la Palabra de Dios (cf. Lc 10,1), para que por ellos el mundo conociese las palmas de la victoria de Cristo. Por tanto, no es suficiente para el pueblo de Dios beber el agua de Mará, aunque se haya convertido en dulce, aunque gracias al “árbol de la vida” (cf. Pr 3,18) y al misterio de la cruz haya sido expulsada toda la amargura de la letra. Por sí solo, el Antiguo Testamento[2] no basta para beber; sino que hay que llegar al Nuevo Testamento, del cual se bebe sin escrúpulo y sin ninguna dificultad se bebe. Los judíos todavía ahora están en Mará, todavía ahora están sentados en aguas amargas; porque todavía Dios no les ha mostrado el leño (cf. Ex 15,25), mediante el cual se volvieron dulces sus aguas. En efecto, ya les había predicho el profeta: “Si no creen, no comprenderán” (Is 7,9).
La primera y la segunda Pascua
4. Después de esto, está escrito: «El segundo mes, dice, después de haber partido de Egipto, el día quince del mes, murmuró el pueblo contra Moisés, diciendo: “Ojalá hubiésemos muerto en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y comíamos panes a saciedad, porque nos has conducido a este desierto para matar de hambre a toda la asamblea”» (Ex 16,1-3).
Advierte[3] que para corrección de los lectores se indica el pecado del pueblo, porque murmuró y fue ingrato con los beneficios divinos, cuando había recibido el maná celestial; pero, ¿por qué se señala también el día en el que el pueblo murmuró? “En el segundo mes, dice, el día quince del mes” (Ex 16,1). Ciertamente, no se ha escrito sin un motivo. Acuérdate de las leyes que se dictaron sobre la Pascua, y encontrarás que aquí se trata del tiempo establecido para que celebraran la segunda Pascua aquellos que eran impuros en el alma o estaban ocupados en negocios en (países) extranjeros (cf. Nm 9,9-11). Por tanto, los que no fueron impuros en el alma y no viajaron lejos, “el día catorce del primer mes” (cf. Nm 9,3) celebraron la Pascua. Pero los que viajaron lejos y eran impuros celebran (lit.: hacen) en este tiempo la segunda Pascua, en la cual también desciende maná del cielo. En el día en que se celebró la primera Pascua, no desciende el maná, sino que desciende en éste, en el que se celebra la segunda Pascua.
Veamos, entonces, ahora, cuál sea aquí el orden del misterio. La primera Pascua es del primer pueblo; la segunda Pascua es nuestra. Nosotros hemos sido “impuros en el alma” (cf. Nm 9,10), (nosotros) que “adorábamos al leño y a la piedra” (cf. Ez 20,32), y “no conociendo a Dios, servíamos a aquellos que por naturaleza no eran dioses” (Ga 4,8). Nosotros éramos también los que viajábamos lejos, sobre quienes dice el Apóstol que fuimos “huéspedes y extraños a las alianzas de Dios, sin tener esperanza, y sin Dios en este mundo” (cf. Ef 2,12). Sin embargo, no se da el maná del cielo en aquel día en que se celebra la primera Pascua, sino en aquel día en que (se celebra) la segunda. Puesto que “el pan que baja del cielo” (cf. Jn 6,51) no viene a aquellos que celebraban la primera solemnidad, sino a nosotros que recibimos la segunda. “Porque nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolado” (1 Co 5,7), (Él) que, para nosotros, (es) el verdadero “pan que baja del cielo” (cf. Jn 6,51).
La murmuración del pueblo
Pero veamos entretanto qué significa el hecho mostrado en este día. Dice: «El día quince del mes segundo murmuró el pueblo, y dijo: “Habría sido mejor morir en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne”» (Ex 16,1-3). ¡Oh pueblo ingrato: desea a Egipto el que ha visto aniquilados a los egipcios! ¡Añora las carnes de Egipto, el que ha visto la carne de los egipcios dada en pasto a los peces del mar y a los pájaros del cielo! Elevan, entonces, una murmuración contra Moisés, o más bien contra Dios. Pero esto se les perdona una vez, se les perdona también la segunda, quizá también la tercera; mas si ellos no cesan y persisten, escucha lo que le ocurrirá en seguida al pueblo que murmura. En el Libro de los Números (Nm 21,5-6) se refiere una sentencia que el Apóstol repite en sus escritos: “No murmuren, como algunos de ellos murmuraron, y perecieron (mordidos) por serpientes” (1 Co 10,10. 9). El pueblo que murmura es pasto de la mordedura venenosa de la serpiente en el desierto.
El Señor espera nuestra conversión
Veamos nosotros, que oímos esto, nosotros, digo, para quienes han sido escritas: “Porque aquello les ocurrió para su castigo (o: reprensión), pero fue escrito por nosotros, para los que llegamos al fin de los tiempos” (1 Co 10,11). Si no dejamos de murmurar, si no cesamos con las quejas que frecuentemente ponemos contra Dios, tengamos cuidado de no incurrir en un caso similar de ofensa. En efecto, cuando nos quejamos de la intemperie del cielo, de la infecundidad de los frutos, de la escasez de las lluvias, de la prosperidad de unos y la desgracia de otros, esto es levantar una murmuración contra Dios. Pero estas cosas, al principio, se perdonan a quienes las hacen, pero para los que no las abandonan el castigo es grave. Porque se envían contra ellos serpientes, esto es, son entregados a espíritus impuros y a demonios venenosos, que los hacen perecer por mordeduras secretas y escondidas, y los consumen con pensamientos íntimos y encerrados dentro de lo profundo del corazón. Pero yo les suplico que los ejemplos del castigo que se ha propuesto nos sean saludables; que su pena sirva para nuestra enmienda. En efecto, dice el Señor: “He escuchado la murmuración de los hijos de Israel” (Ex 16,12). Porque ven que nuestra murmuración no escapa a Dios; lo oye todo y aunque no castiga inmediatamente, espera la penitencia de nuestra conversión.