OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (285)

Jesús y la mujer cananea

Mediados del siglo XII

Douai, Francia

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Génesis

Homilía VI: Abimélek y Sara

   De cómo Abimélek quiso tomar a Sara por mujer

1. Nos ha sido proclamado el relato del libro del Génesis en que se refiere que, después de la visión de los tres hombres, después de la ruina de los sodomitas y de la salvación de Lot, ya sea por el mérito de su hospitalidad, ya sea gracias su parentesco con Abraham, “Abraham, dice, partió de allí hacia la región meridional [lit.: Africam]” (Gn 20,1) y llegó hasta el rey de los filisteos. Se refiere también que hizo un pacto con su mujer, Sara, para que no dijese que era la mujer de Abraham, sino su hermana (cf. Gn 20,2-3), y que el rey Abimélek (o: Abimeléc) la tomó (para desposarla), pero Dios entró por la noche hasta (donde estaba) Abimélek y le dijo: “Puesto que tú no has tocado, dice, a esta mujer y yo no te he permitido tocarla” (cf. Gn 20,6)..., y lo demás. Después de esto, Abimélek la devolvió a su marido e increpó al mismo tiempo a Abraham por no haberle confesado la verdad (cf. Gn 20,9). Se dice también que Abraham, como profeta, rogó por Abimélek “y el Señor curó a Abimélek y a su mujer y a sus servidoras” (Gn cf. Gn 20,17). Y el Dios todopoderoso tuvo cuidado de sanar también a las servidoras de Abimélek, “ya que había cerrado -dice (la Escritura)- sus matrices para que no pariesen” (cf. Gn 20,18). Pero comenzaron a parir gracias a la oración de Abraham.

Interpretación espiritual del relato

Si alguien quiere oír y entender estas cosas sólo según su significado literal, debe ponerse a la escucha de los judíos más que de los cristianos; pero si quiere ser cristiano y discípulo de Pablo, que le escuche decir que “la Ley es espiritual” (Rm 7,14), y declarar, cuando habla de Abraham, de su mujer y de sus hijos, que estas cosas son “alegóricas” (cf. Ga 4,24). Y aunque alguno de nosotros no pueda encontrar fácilmente qué tipo de alegorías deben contener estos (relatos), sin embargo debe orar para que de su corazón “sea descorrido el velo, si hay quien se esfuerza por convertirse al Señor” (cf. 2 Co 3,16), “porque el Señor es el Espíritu” (2 Co 3,17); que Él mismo quite el velo de la letra y abra la luz del Espíritu, y podamos decir que “contemplando a rostro descubierto la gloria del Señor, somos transformados por la misma imagen de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor” (2 Co 3,18).

Sara, figura de la virtud

Yo pienso, por tanto, que Sara, cuyo nombre significa príncipe o el que tiene el principado, es figura de la aretês, es decir, de la virtud del alma. Esta virtud, en efecto, está unida y vinculada a un hombre sabio y fiel, como también aquel sabio que decía de la sabiduría: “He buscado tenerla por esposa” (Sb 8,2). Por eso, entonces, Dios dice a Abraham: “En todo lo que Sara te diga, hazle caso” (Gn 21,12). Esta palabra no conviene a la unión carnal, porque Dios ha dicho a la mujer aquella sentencia sobre el marido: “Hacia él irá tu apetencia y él te dominará” (Gn 3,16). Si, por tanto, la Escritura dice que el hombre es señor de la mujer, ¿cómo puede decirle de nuevo al varón: “En todo lo que Sara te diga, hazle caso” (Gn 21,12)? Por consiguiente, si alguno ha tomado a la virtud como esposa, hágale caso en todo aquello (lit.: en todas aquellas cosas) en que le dé consejo.

La virtud puede comunicarse

Así, entonces, Abraham no quiere ya que a la virtud se la llame su mujer. Porque mientras que la virtud es llamada esposa, es propia y no puede ser compartida con nadie. Es conveniente, además, que, hasta que no lleguemos a la perfección, la virtud del alma esté dentro de nosotros y sea propia; pero cuando lleguemos a la perfección, entonces seremos idóneos para enseñar a otros (cf. 2 Tm 2,2), de modo que ya no mantendremos encerrada a la virtud en el seno como a una esposa, sino que, como hermana, también hemos de darla en matrimonio a otros que la deseen. Así, a estos que son perfectos les dirá la palabra divina: “Di que la sabiduría es tu hermana” (Pr 7,4). Según esto Abraham también decía que Sara era su hermana. En efecto, como perfecto que (es) ya, permite que el que quiera tenga (o: posea) la virtud.

La pureza de corazón, condición de la virtud

2. Sin embargo, también el Faraón quiso en cierto modo tomar a Sara, pero no lo quiso “con corazón puro” (cf. Gn 20,5); y la virtud no puede convenir más que con la pureza de corazón. Por eso, refiere la Escritura que “el Señor afligió al Faraón con grandes y terribles aflicciones” (Gn 12,17); porque la virtud no podía habitar con el Exterminador -así, en efecto, se traduce Faraón en nuestra lengua-.

Pero veamos lo que dice Abimélek al Señor: “Tú sabes, Señor, que ha hecho esto con un corazón puro” (Gn 20,4-5). Este Abimélek se comporta de manera muy distinta al Faraón. No es tan inexperto e innoble, sino que sabe que a la virtud hay que prepararle “un corazón puro” (cf. Gn 20,5). Y porque quiso recibir la virtud con un corazón puro, por eso Dios lo cura gracias a la oración que Abraham hizo por él. Y no sólo le cura a él, sino también a sus servidoras.

Es Cristo quien concede la gracia a los gentiles

¿Pero qué quiere decir lo que añade la Escritura: “Y el Señor, dice, no le permitió tocarla” (Gn 20,6)? Si Sara es figura de la virtud y Abimélek quiso tomar la virtud “con un corazón puro”, ¿qué quiere decir que “el Señor no le permitió tocarla”?

Abimélek significa mi padre es rey. Me parece, por tanto, que aquí Abimélek es figura de los estudiosos y sabios del mundo que, dedicándose a la filosofía, aunque sin llegar a alcanzar una íntegra y perfecta regla de piedad, sin embargo piensan que Dios es padre y rey de todas las cosas, es decir, el que las ha engendrado y gobierna el universo. Éstos, en efecto, en cuanto atañe a la ética, es decir, a la filosofía moral, se ha comprobado que se han dedicado hasta cierto punto también a la pureza de corazón y han buscado con todo empeño y con toda el alma la inspiración de la divina virtud. Pero “Dios no les permitió tocarla”. Esta gracia, en efecto, estaba preparada para ser entregada a los gentiles no por medio de Abraham que, aun siendo grande, era sin embargo siervo, sino por medio de Cristo. Por eso, aunque Abraham se apresuraba a cumplir por sí y en sí lo que le había sido dicho: “En ti serán benditas todas las naciones” (Gn 22,18), con todo, la promesa le viene hecha en Isaac, esto es, en Cristo, como dice el Apóstol: «No dije: “Y a los descendientes”, como si fueran muchos, sino, como si fuera uno: “Y a tu descendencia”, que es Cristo» (Ga 3,16).

Sin embargo, “el Señor cura a Abimélek, a su mujer y a sus servidoras” (cf. Gn 20,17).

La mujer de Abimélek, figura de la filosofía

3. Pero no me parece ocioso que se haya hecho mención no sólo de la mujer, sino también de las servidoras de Abimélek, sobre todo en (el pasaje) que dice: “Dios las curó y daban a luz; puesto que las había hecho estériles para que no diesen a luz” (cf. Gn 20,17-18). Por cuanto podemos comprender en pasajes tan difíciles, pensamos que se pueda decir que la mujer de Abimélek (es) la filosofía natural y sus servidoras los comentarios de la dialéctica, diversos y variados según las escuelas[1].

La muerte de la Ley

Entretanto, Abraham desea impartir también a los gentiles el don de la virtud divina, pero todavía no es tiempo de que la gracia de Dios pase del primer pueblo a los gentiles. Porque también el Apóstol, aunque bajo otra imagen y figura, sin embargo dice: “La mujer está ligada a la ley mientras vive su marido; pero si el marido muere, está libre de la ley, de modo que ya no es adúltera si se casa con otro hombre” (Rm 7,2-3).

Es preciso, por tanto, que primero muera la Ley de la letra, para que así el alma, libre finalmente, se despose ahora con el espíritu y obtenga el matrimonio del Nuevo Testamento. Pero esto, en (el tiempo) en el que ahora estamos, que es el tiempo de la vocación de los gentiles y de la muerte de la ley, para que las almas libres, ya desligadas de la ley del marido, puedan desposarse con Cristo, el nuevo marido.

Si quieres que se te enseñe de qué modo murió la Ley, considera y mira: ¿dónde (están) ahora los sacrificios, dónde (está) ahora el altar, dónde el templo, dónde las purificaciones, dónde la solemnidad de la Pascua? ¿No ha muerto la Ley en todas estas cosas? O, si pueden, guarden la letra de la Ley estos amigos y defensores de la letra.

Por tanto, según este tipo de alegoría, el Faraón, es decir, el hombre inmundo y exterminador, no podía recibir en absoluto a Sara, esto es, a la virtud. Pero Abimélek, es decir, el que vivía pura y filosóficamente, la podía recibir, porque la buscaba “con un corazón puro” (cf. Gn 20,5), pero “aún no había llegado el tiempo” (cf. Jn 7,6). Por eso la virtud permanece junto a Abraham, permanece en la circuncisión, hasta que llegue el tiempo en que, en Jesucristo nuestro Señor, en quien “habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente” (Col 2,9), la virtud íntegra y perfecta pase a la Iglesia de los gentiles.

El parto de los hijos de la Iglesia

Entonces, tanto la casa de Abimélek como sus servidoras -ésas que el Señor había hecho estériles- darán a luz hijos para la Iglesia. Porque éste es el tiempo en el que pare “la estéril” y en el que “los hijos de la abandonada son más numerosos que los de la casada” (cf. Ga 4,27; Is 54,1). En efecto, el Señor ha abierto la matriz de la estéril y ésta se ha hecho fecunda hasta el punto de dar a luz a un pueblo “de una sola vez” (cf. Is 66,8). Pero también los santos claman y dicen: “Señor, por temor a ti hemos concebido en el vientre y hemos dado a luz, pusimos (fecimus) el espíritu de tu salvación sobre la tierra” (cf. Is 26,18). Por donde también Pablo dice de modo semejante: “Hijitos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta que Cristo se forme en ustedes” (Ga 4,19).

Por tanto, tales son los hijos que da a luz y engendra toda la Iglesia de Dios; porque “el que siembra en la carne, de la carne cosechará la corrupción” (Ga 6,8). Pero los hijos del Espíritu son aquellos de quienes dice el Apóstol: “La mujer se salvará por la generación de los hijos, si éstos permanecen en la fe y en la castidad” (1 Tm 2,15).

Por consiguiente, que la Iglesia de Dios entienda de modo semejante el dar a luz (lit.: los partos) (e) igualmente reciba a las generaciones; que eleve así, con una conveniente y honorable interpretación, las gestas de los patriarcas; que no corrompa (decoloret; cf. 1 Tm 4,7; Tt 1,14) así con fábulas ineptas y judaicas las palabras del Espíritu Santo, sino que las otorgue un sentido lleno de honor, lleno de virtud y de utilidad. De otra manera, ¿qué edificación podríamos obtener de una lectura que narra que Abraham, un patriarca tan grande, no sólo mintió al rey Abimélek, sino que le entregó el pudor de su esposa? ¿En qué podría edificarnos la mujer de tan gran patriarca, si la consideramos expuesta a contactos impuros por la connivencia de su marido? Que estas cosas las piensen los judíos y quienes con ellos son amigos de la letra (cf. 2 Co 3,6), no del espíritu.

Pero nosotros, “comparando realidades espirituales a realidades espirituales” (cf. 1 Co 2,13), hagámonos espirituales de obra y de pensamiento en Cristo Jesús, Señor nuestro, “a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (cf. 1 P 4,11).



[1] Pro qualitate sectarum.