OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (269)

La aparición de Jesús a Tomás

Hacia 1170-1185

Salterio - Himnario

Amiens, Francia

CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, ¿QUÉ RICO SE SALVA?

Primera parte: sobre el uso de las riquezas (continuación)

   “Bienaventurados los pobres de espíritu”

16.1. El que se presenta rico en esas cosas (= las enfermedades del alma y las pasiones), ciertamente (es) mortífero para todos, pero (si esas cosas) se destruyen, saludable. Es necesario purificar, es decir, dejar pobre y desnuda el alma, y una vez así preparado, conviene que oiga al Salvador, que dice: “Ven y sígueme” (Mc 10,21).

16.2. Porque Él mismo (es) camino (cf. Jn 14,6) para el limpio de corazón, pero la gracia de Dios no entra en el alma impura; ahora bien, el alma impura (es) rica en concupiscencias y gira en torno a muchos deseos y mundanidades.

16.3. Puesto que, quien posee bienes, oro, plata y casas como dones (o: regalos) de Dios, y con ello sirve a Dios, que se lo ha concedido en orden a la salvación de los hombres, y además sabe que posee todo eso por medio más bien de sus hermanos que de sí mismo, y está muy por encima de lo mismo que posee, (ése) no es esclavo de lo que posee, ni lleva esas cosas siempre en su alma, ni en ellas confina y circunscribe su propia vida, sino que trabaja continuamente con ahínco en alguna obra hermosa y divina, y si debe privarse de esas (posesiones), puede (soportar) con espíritu sereno también la privación, lo mismo como antes también gozó de la abundancia; éste es el que el Señor (proclama) bienaventurado y llama pobre de espíritu (cf. Mt 5,3), heredero preparado para el reino de los cielos, no el rico que no puede vivir (o: alcanzar la vida).

Los dos tesoros

17.1. Pero el que lleva en el alma la riqueza, y en vez del Espíritu de Dios lleva en el corazón oro o un campo, y hace siempre desproporcionada la riqueza, y en cada momento mira a [tener] más, inclinado hacia lo de abajo y encadenado (o: atrapado, esclavizado) por las redes del mundo, siendo tierra y destinado a ir hacia la tierra (cf. Gn 3,19), ¿cómo es posible que (ese) hombre desee y se preocupe del reino de los cielos, cuando no lleva un corazón, sino un campo o un yacimiento (o: una mina), y que forzosamente ha de encontrarse en esas cosas por las que se halla acorralado? “Porque donde está el espíritu del hombre, allí también está su tesoro” (Mt 6,21; Lc 12,34).

17.2. Pero el Señor conoce dos tesoros: el bueno, puesto que “el hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno”, y el malo, porque el [hombre] “malo de su mal saca lo malo, porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Lc 6,45; cf. Mt 12,35. 34).

17.3. Así como no existe un solo tesoro Él, tampoco para nosotros; uno, el imprevisto (cf. Mt 13,44), que da al encontrarlo una enorme ganancia, pero también el segundo, funesto, no envidiable, muy desagradable y perjudicial, así también (existe) una riqueza de cosas buenas y una (riqueza) de cosas malas, si es verdad que sabemos que la riqueza y el tesoro no (son) por naturaleza cosas separadas la una de la otra.

17.4. Y alguna riqueza merece ser poseída y admirada, pero (otra) no debe ser adquirida y ha de rechazarse; y también del mismo modo la pobreza bienaventurada (es) la pobreza espiritual.

17.5. Por ello también Mateo añadió: “Bienaventurados los pobres”. ¿Cómo? “En espíritu” (Mt 5,3). Y de nuevo: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia de Dios” (Mt 5,6); por tanto, son desgraciados los pobres opuestos: los que ciertamente están privados de Dios, y más que los privados de la riqueza humana, los que no han gustado de la justicia de Dios.

El alma se salva si no es rica en aquello que la corrompe

18.1. En cuanto a que los ricos difícilmente entrarán en el reino [de los cielos] (cf. Mc 10,23), hay que escucharlo inteligentemente, no tontamente ni rústicamente ni literalmente (lit.: carnalmente), puesto que no fue dicho así. Tampoco la salvación está en las cosas externas. Ni aunque esas cosas sean muchas o pocas, pequeñas o grandes, gloriosas o sin gloria, famosas o sin fama, sino en la virtud del alma, en la fe, esperanza y caridad (cf. 1 Co 13,13), en el amor al prójimo, en la gnosis, en la humildad, en la sencillez y en la verdad, cuya recompensa es la salvación.

18.2. Porque nadie vivirá (= alcanzará la salvación eterna) mediante la belleza corporal o por lo contrario se perderá; sino ciertamente a la inversa, vivirá el que se sirve, castamente y según Dios, del cuerpo que se le ha dado. En cambio, perecerá el que profane el templo de Dios (cf. 1 Co 3,16-17).

18.3. También una persona fea puede ser impúdica, y una hermosa ser casta (o: modesta); ni siquiera la fuerza y la estatura del cuerpo confieren la vida, ni la destruye miembro alguno, sino ' el alma, que se sirve de ellos, es la causa de ambas cosas.

18.4. Según esto, soporta -se dice-, cuando seas golpeado en el rostro (cf. Lc 6,29; Mt 5,39); y esto puede hacerlo alguno fuerte y robusto, e infringirlo también el que es débil por falta de dominio en el ánimo.

18.5. De igual manera, el que es pobre y sin medios de vida puede encontrarse ebrio de concupiscencias, y el que es rico en posesiones (puede ser) sobrio y pobre de placeres, obediente, prudente, puro y moderado.

18.6. Por tanto, si lo que tiene que vivir en primer lugar y principalmente es el alma, y la que salva es la virtud que nace en ella, pero la maldad (es) la que mata, entonces aparece claramente que (el alma) se salva por ser pobre en las riquezas por las que uno se corrompe, y muere, si es rica en aquello por lo que la riqueza arruina (o: aplasta, tritura).

18.7. Y no busquemos en otra parte la causa del fin, fuera de la condición y cualidad del alma respecto a la obediencia a Dios y a la pureza, a causa de la transgresión de los mandamientos y al acopio de maldad.

El verdadero rico y el rico ilegítimo; el verdadero pobre y el pobre ilegítimo

19.1. Entonces el verdadero y noblemente rico es el rico en virtudes, el que puede servirse de toda circunstancia (o: de todo suceso) santa y con fielmente; pero (es) rico bastardo (o: ilegítimo), el que se enriquece según la carne (cf. Rm 8,4) y arrastra (o: atraviesa, pasa) la vida en la posesión de los bienes externos, [tenencia] pasajera y perecedera, que unas veces es de uno y otras de otro, y al final de nadie en absoluto.

19.2. Por otra parte, (hay) también un pobre noble y otro espurio y de falso nombre. El primero ciertamente es pobre según el espíritu (cf. Mt 5,8), el auténtico; pero el otro es conforme al mundo, el falso.

19.3. Precisamente al que es pobre según el mundo y rico según las pasiones, el que no es pobre según el espíritu y rico según Dios, se le dice: “Apártate de lo que posees en el alma, de los bienes ajenos, para que, una vez limpio de corazón, puedas ver a Dios” (cf. Mt 5,8), que también es otra forma de decir que entres en el reino de los cielos (cf. Mc 10,23).

19.4. ¿Y cómo podrás apartarte de estos (bienes)? ¡Vendiéndolos! (cf. Mc 10,21). ¿Y qué? ¿Recibirás dinero en vez de bienes? ¿Harás permuta de riqueza por riqueza? ¿Convertirás el dinero en bienes visibles?

19.5. Ciertamente, no; sino que en lugar de lo que anteriormente existía en tu alma, a la que deseas salvar, hay que introducir otra riqueza que diviniza y es suministradora de vida eterna: las disposiciones según el mandato de Dios, por las que se te dará recompensa y honor, una salvación perpetua (lit.: larga, duradera) y una incorrupción eterna.

19.6. De esta manera vendes bien lo que posees, las muchas cosas superfluas y que te cierran los cielos, recibiendo en vez de esas cosas las que pueden salvar. Aquéllas que posean los pobres según la carne y que necesitan de ellas; pero tú, recibiendo en su lugar la riqueza espiritual, tendrás en seguida un tesoro en los cielos (cf. Mc 10,21).

¿Quién puede salvarse?

20.1. Al no entender convenientemente (o: según conviene) estas cosas, ni cómo él mismo podía ser, a la vez, pobre y rico, tener riquezas y no tenerlas, y usar de las cosas del mundo y no usarlas (cf. 1 Co 7,31), aquel hombre rico y observante de la ley se retiró triste y confundido (cf. Mc 10,22), abandonando la norma de vida que sólo él pudo desear, pero no alcanzar, puesto que (él mismo) hizo imposible para sí lo que era difícil.

20.2. Porque era difícil no dejarse arrastrar ni deslumbrar el alma por las magnificencias y por las brillantes seducciones, pero no es imposible tampoco alcanzar la salvación, aun en medio de todo eso, si alguien pasa de la riqueza sensible a la inmaterial (lit.: inteligible) e instruida por Dios (cf. Jn 6,45; 1 Ts 4,9), y sabe usar bien y propiamente de las cosas indiferentes y de la misma manera dirigirse a la vida eterna.

20.3. Pero también los discípulos mismos en un primer momento sintieron mucho miedo y quedaron sorprendidos, cuando escuchaban (cf. Mc 10,24. 26) ¿Por qué? ¿Acaso porque también ellos poseían muchas riquezas? Sin embargo, también ellos hacia tiempo que habían abandonado redes, anzuelos y botes de pesca (cf. Mt 4,20), que (eran) sus únicos (bienes). Por tanto, ¿qué temían, al decir: “Quién puede salvarse” (Mc 10,26)?

20.4. Escucharon bien y claramente, como discípulos de lo que había dicho el Señor en parábolas y comprendieron la profundidad de las palabras.

20.5. Así, entonces, por causa de la carencia de riquezas, tenían buenas esperanzas respecto de [su] salvación; pero como eran conscientes de que todavía no se habían despojado perfectamente de las pasiones -puesto que (eran) discípulos recientes (lit.: acaban de saber) y habían sido reclutados recientemente por el Salvador-, “se quedaron aún más (lit.: abundantemente) asombrados” (Mc 10,26), y perdieron su propia (esperanza) como el otro que tenía abundancia de riquezas y estaba excesivamente apegado a la hacienda, que prefirió a la vida eterna.

20.6. Por tanto, era del todo justo que los discípulos tuvieran miedo, si también el que poseía riquezas y el que estaba preñado de pasiones, de las que también ellos mismos eran ricos, de modo semejante eran excluidos del paraíso cielos, porque la salvación es de las almas sin pasiones y puras.

El seguimiento del Salvador

21.1. El Señor responde porque razón “lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios” (Mc 10,27). Y de nuevo esta mediación [del Señor] está llena de una gran sabiduría. Puesto que el hombre por sí mismo no consigue nada, aunque se ejercite y trabaje con empeño para liberarse de las pasiones; pero si se hace manifiesto que la desea ardientemente y pone todo su empeño, con la añadidura del poder de Dios, lo conseguirá.

21.2. Porque ciertamente Dios colabora con las almas que lo desean, pero si desisten de su propósito, también el espíritu que Dios les da se retira; puesto que salvar a los que rechazan es propio de quien ejerce violencia, pero salvar al que lo acepta (es) cosa de quien (es) generoso.

21.3. Tampoco el reino de Dios es de los perezosos y de los indolentes, sino que “los esforzados lo conquistan” (o: lo toman por la fuerza; Mt 11,12). Porque la única violencia buena es obligar a Dios y arrebatarle a Dios la vida; y Él, al conocer a los que se esfuerzan, pero sobre todo a los que se le enfrentan (o: resisten) con seguridad, se retira para atrás, puesto que Dios se alegra de ser inferior en esas cosas.

21.4. Por consiguiente, al oír esas cosas el bienaventurado Pedro, el elegido, el eximio, el principal de los discípulos, por quien el Señor pagó, sólo por él y por sí mismo, el tributo (cf. Mt 17,27), en seguida se apoderó y comprendió el discurso.

21.5. ¿Y qué dice? “Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mc 10,28). La expresión “todo”, si se refiere a lo que él mismo poseía, quizá cuatro céntimos (lit.: óbolos), engrandece lo que ha abandonado y, sin darse cuenta, estaría mostrando una equivalencia del reino de los cielos.

21.6. Pero si, como ahora precisamente decimos, se deponen las antiguas riquezas mentales y las enfermedades espirituales, para ir tras las huellas del Maestro, todo (o: esas [palabras]) eso ya sería unirse (o: estar unidos) a los inscritos en los cielos (cf. Lc 10,20; Hb 12,23).

21.7. Puesto que seguir realmente al Salvador es aspirar (lit.: ir hacia, ir en busca de) a no tener pecado e [imitar] su perfección (cf. Mt 9,9; 10,38; 12,15; 1 Co 11,1; 1 Ts 1,6), y, acicalándose como delante de un espejo (cf. 1 Co 13,12), adornar y disponer ordenadamente el alma y acomodar igualmente todo en todo.