INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (23)
Madre e Hijo
Mediados del siglo III
Catacumba de Priscilla
(cubículo de la “Velatio”)
Roma
Mediados del siglo III
Catacumba de Priscilla
(cubículo de la “Velatio”)
Roma
Tertuliano (+después del 220)[1]. Segunda parte
Primera lectura: “Tratado sobre el Bautismo”. Selección de textos(2)
El agua en la creación
El agua es uno de esos elementos que antes de todo ordenamiento del mundo, en el caos original, reposaba entre las manos de Dios. “Al principio, está escrito, Dios hizo el cielo y la tierra. Pero la tierra era algo vacío y caótico y las tinieblas cubrían el abismo, y el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas” (Gn 1,12). ¡Debes venerar, oh hombre, esa remota edad de las aguas, la antigüedad de esa sustancia! Reverencia también su dignidad, pues ella es la sede del espíritu divino que la prefiere a los otros elementos. Las tinieblas no tenían forma, sin el adorno de los astros; el abismo era sombrío, la tierra un esbozo, el cielo aún primitivo, solamente el agua, desde el origen materia perfecta, fecunda y simple, se extendía transparente como un trono digno de su Dios.
¿Es necesario recordar el origen del mundo, ese orden que consiste en una suerte de ordenamiento de las aguas hecho por Dios? Para suspender el firmamento celeste, dividió las aguas por el medio; para expandir la tierra firme, separó las aguas y la hizo emerger. Después, una vez que el mundo fue establecido en sus diferentes elementos, para darles habitantes, las aguas fueron las primeras en recibir la orden de engendrar las criaturas vivientes. Fue esta agua primordial la que dio a luz al viviente, para que no hubiera lugar para el asombro si en el bautismo las aguas también engendran la vida. ¿Y acaso no intervinieron también en la obra de la creación del hombre? En efecto, si la materia fue la tierra, la tierra no hubiera servido sin agua y humedad. Ella está totalmente impregnada de esas aguas, que en cuatro días fueron colocadas en su lugar, pero que aún seguían mojando la arcilla.
Elogio del agua
Podría agotar el tema o extenderme aún más sobre la importancia del agua -¡qué poder tiene, qué privilegio! ¡qué cualidades, cuántos servicios presta, qué útil es para el mundo!- pero temo hacer un elogio del agua en vez de reunir argumentos sobre el bautismo. Sin embargo, mi enseñanza será más rica para mostrar que no puede haber duda: si Dios ha utilizado esta materia en toda su obra, la ha hecho particularmente fecunda cuando se trata de los sacramentos; si ella precede a la vida en la tierra, también procura la vida para el cielo.
El agua y el espíritu
Para el fin propuesto nos bastará con recordar rápidamente los acontecimientos de los orígenes que nos permiten conocer un fundamento del bautismo: el espíritu, que por su comportamiento prefiguraba el bautismo, al principio aleteaba sobre las aguas, y estaba llamado a permanecer sobre ellas para animarlas. Un espíritu de santidad estaba sobre el agua santa, o mejor: el agua prestaba su santidad al espíritu que ella llevaba. Porque toda materia puesta bajo otra necesariamente debe tomar la cualidad de la que se halla por encima suyo. Esto es particularmente verdadero cuando lo corporal está en contacto con lo espiritual, en virtud de su materia sutil, éste penetra y se insinúa fácilmente. Así por ese espíritu de santidad el agua se encuentra santificada en su naturaleza, y se transforma en santificante. ¿Pero, se preguntará alguno, acaso nosotros fuimos bautizados en esas aguas que existieron al principio? ¡Ciertamente! Pero no son las mismas, sino en el sentido de que ellas proceden del mismo género, aunque se trata de diferentes especies. No hay ninguna diferencia entre el que es lavado en el mar o en un estanque, en un río o en una fuente, en un lago o en una palangana. Al igual que no hay diferencia entre los que Juan bautizó en el Jordán y Pedro en el Tíber. Asimismo, el eunuco que bautizó Felipe con agua encontrada por casualidad no obtuvo por ello algo de más o de menos para su salvación.
El agua nos lava de nuestras faltas
Todas las clases de agua, en virtud de la antigua prerrogativa que las sella desde el origen, participan en el misterio de nuestra santificación, una vez que Dios ha sido invocado sobre ellas. Realizada la invocación, viene del cielo el Espíritu Santo, se detiene sobre las aguas que santifica con su presencia, y así santificadas, ellas se impregnan -a su vez- del poder de santificar.
Podía, pues, compararse el bautismo con un acto corriente: los pecados nos cubren como la suciedad, el agua nos lava. Sin embargo, los pecados no aparecen sobre la carne, porque nadie lleva sobre su piel las marcas de la idolatría, la mentira o el fraude. Pero manchan al espíritu, que es el autor del pecado. Pues el espíritu ordena, la carne está a su servicio. Ambos comparten la falta, el espíritu porque ordena, la carne porque ejecuta. Y como la intervención del ángel les otorgó a las aguas un cierto poder de curar, el espíritu es lavado en el agua por intermedio del cuerpo, y la carne es purificada por el espíritu.
La piscina de Betsaida
Si la intervención del ángel sobre las aguas aparece como una novedad, tiene -sin embargo- un anticipo. En la piscina de Betsaida era un ángel quien intervenía para agitar el agua; los que se hallaban aquejados por alguna enfermedad aguardaban su venida, porque el primero que descendía -una vez que se bañaba- quedaba curado. Este remedio corporal anunciaba en figura el remedio espiritual, siguiendo esa ley según la cual siempre las realidades carnales preceden en figura a las realidades espirituales.
Por eso es que, progresando la gracia de Dios en todas las cosas, las aguas y el ángel recibieron un poder más grande. Las que antes curaban todos los males del cuerpo, ahora curan el alma; obraban la salud temporal, y ahora restauran la vida eterna; libraban un solo hombre una vez al año, ahora todos los días salvan pueblos, destruyendo la muerte por la remisión de los pecados, porque una vez redimida la falta, la pena también lo está. Así el hombre volvió a ser semejanza de Dios, él que había sido hecho “a imagen de Dios” (Gn 1,27) -imagen en lo referente a la naturaleza, semejanza en lo que tiene de eterno- ha reencontrado ese espíritu de Dios que había recibido del soplo creador, pero que en seguida había perdido por el pecado.
Primera lectura: “Tratado sobre el Bautismo”. Selección de textos(2)
El agua en la creación
El agua es uno de esos elementos que antes de todo ordenamiento del mundo, en el caos original, reposaba entre las manos de Dios. “Al principio, está escrito, Dios hizo el cielo y la tierra. Pero la tierra era algo vacío y caótico y las tinieblas cubrían el abismo, y el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas” (Gn 1,12). ¡Debes venerar, oh hombre, esa remota edad de las aguas, la antigüedad de esa sustancia! Reverencia también su dignidad, pues ella es la sede del espíritu divino que la prefiere a los otros elementos. Las tinieblas no tenían forma, sin el adorno de los astros; el abismo era sombrío, la tierra un esbozo, el cielo aún primitivo, solamente el agua, desde el origen materia perfecta, fecunda y simple, se extendía transparente como un trono digno de su Dios.
¿Es necesario recordar el origen del mundo, ese orden que consiste en una suerte de ordenamiento de las aguas hecho por Dios? Para suspender el firmamento celeste, dividió las aguas por el medio; para expandir la tierra firme, separó las aguas y la hizo emerger. Después, una vez que el mundo fue establecido en sus diferentes elementos, para darles habitantes, las aguas fueron las primeras en recibir la orden de engendrar las criaturas vivientes. Fue esta agua primordial la que dio a luz al viviente, para que no hubiera lugar para el asombro si en el bautismo las aguas también engendran la vida. ¿Y acaso no intervinieron también en la obra de la creación del hombre? En efecto, si la materia fue la tierra, la tierra no hubiera servido sin agua y humedad. Ella está totalmente impregnada de esas aguas, que en cuatro días fueron colocadas en su lugar, pero que aún seguían mojando la arcilla.
Elogio del agua
Podría agotar el tema o extenderme aún más sobre la importancia del agua -¡qué poder tiene, qué privilegio! ¡qué cualidades, cuántos servicios presta, qué útil es para el mundo!- pero temo hacer un elogio del agua en vez de reunir argumentos sobre el bautismo. Sin embargo, mi enseñanza será más rica para mostrar que no puede haber duda: si Dios ha utilizado esta materia en toda su obra, la ha hecho particularmente fecunda cuando se trata de los sacramentos; si ella precede a la vida en la tierra, también procura la vida para el cielo.
El agua y el espíritu
Para el fin propuesto nos bastará con recordar rápidamente los acontecimientos de los orígenes que nos permiten conocer un fundamento del bautismo: el espíritu, que por su comportamiento prefiguraba el bautismo, al principio aleteaba sobre las aguas, y estaba llamado a permanecer sobre ellas para animarlas. Un espíritu de santidad estaba sobre el agua santa, o mejor: el agua prestaba su santidad al espíritu que ella llevaba. Porque toda materia puesta bajo otra necesariamente debe tomar la cualidad de la que se halla por encima suyo. Esto es particularmente verdadero cuando lo corporal está en contacto con lo espiritual, en virtud de su materia sutil, éste penetra y se insinúa fácilmente. Así por ese espíritu de santidad el agua se encuentra santificada en su naturaleza, y se transforma en santificante. ¿Pero, se preguntará alguno, acaso nosotros fuimos bautizados en esas aguas que existieron al principio? ¡Ciertamente! Pero no son las mismas, sino en el sentido de que ellas proceden del mismo género, aunque se trata de diferentes especies. No hay ninguna diferencia entre el que es lavado en el mar o en un estanque, en un río o en una fuente, en un lago o en una palangana. Al igual que no hay diferencia entre los que Juan bautizó en el Jordán y Pedro en el Tíber. Asimismo, el eunuco que bautizó Felipe con agua encontrada por casualidad no obtuvo por ello algo de más o de menos para su salvación.
El agua nos lava de nuestras faltas
Todas las clases de agua, en virtud de la antigua prerrogativa que las sella desde el origen, participan en el misterio de nuestra santificación, una vez que Dios ha sido invocado sobre ellas. Realizada la invocación, viene del cielo el Espíritu Santo, se detiene sobre las aguas que santifica con su presencia, y así santificadas, ellas se impregnan -a su vez- del poder de santificar.
Podía, pues, compararse el bautismo con un acto corriente: los pecados nos cubren como la suciedad, el agua nos lava. Sin embargo, los pecados no aparecen sobre la carne, porque nadie lleva sobre su piel las marcas de la idolatría, la mentira o el fraude. Pero manchan al espíritu, que es el autor del pecado. Pues el espíritu ordena, la carne está a su servicio. Ambos comparten la falta, el espíritu porque ordena, la carne porque ejecuta. Y como la intervención del ángel les otorgó a las aguas un cierto poder de curar, el espíritu es lavado en el agua por intermedio del cuerpo, y la carne es purificada por el espíritu.
La piscina de Betsaida
Si la intervención del ángel sobre las aguas aparece como una novedad, tiene -sin embargo- un anticipo. En la piscina de Betsaida era un ángel quien intervenía para agitar el agua; los que se hallaban aquejados por alguna enfermedad aguardaban su venida, porque el primero que descendía -una vez que se bañaba- quedaba curado. Este remedio corporal anunciaba en figura el remedio espiritual, siguiendo esa ley según la cual siempre las realidades carnales preceden en figura a las realidades espirituales.
Por eso es que, progresando la gracia de Dios en todas las cosas, las aguas y el ángel recibieron un poder más grande. Las que antes curaban todos los males del cuerpo, ahora curan el alma; obraban la salud temporal, y ahora restauran la vida eterna; libraban un solo hombre una vez al año, ahora todos los días salvan pueblos, destruyendo la muerte por la remisión de los pecados, porque una vez redimida la falta, la pena también lo está. Así el hombre volvió a ser semejanza de Dios, él que había sido hecho “a imagen de Dios” (Gn 1,27) -imagen en lo referente a la naturaleza, semejanza en lo que tiene de eterno- ha reencontrado ese espíritu de Dios que había recibido del soplo creador, pero que en seguida había perdido por el pecado.
Trinidad y bautismo
Esto no quiere decir que es en el agua donde recibimos el Espíritu Santo, sino que, purificados por el agua, somos preparados por el ministerio del ángel a recibir el Espíritu. Aquí todavía la figura precede a la realidad, al igual que Juan fue el precursor del Señor preparando sus caminos, igualmente el ángel que preside en el bautismo traza los caminos para la venida del Espíritu Santo, borrando los pecados por la fe sellada en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Porque si toda palabra de Dios se apoya en tres testigos, con mucha mayor razón su don. En virtud de la bendición bautismal tenemos como testigos de la fe a los mismos que son garantes de la salvación. Y esta trilogía de nombres divinos es más que suficiente para fundar nuestra esperanza. Y puesto que el testimonio de la fe y la garantía de la salvación tienen como fundamento las Tres Personas, necesariamente la mención de la Iglesia se encuentra incluida. Porque allí donde están los Tres, Padre, Hijo y Espíritu Santo, allí se encuentra la Iglesia que es el cuerpo de los Tres.
El libro del Éxodo y el agua
¡Cuántos dones de la naturaleza, cuántos privilegios de la gracia, cuántas solemnidades rituales, cuántas figuras, anticipaciones, profecías, todas ordenadas al culto del agua! Primero fue el pueblo liberado de Egipto que atravesando el agua escapó al poderío del rey egipcio; el agua sepultó al mismo rey y a todas sus tropas. ¿Qué figura más iluminadora del bautismo puede pedirse? Los gentiles son liberados del mundo y lo son por el agua; abandonan el demonio, su antiguo tirano, ahora sepultado por el agua.
Otro símbolo: esa agua que para transformarse en potable y dulce es curada de su amargura por la madera que le arrojó Moisés. Esa madera era Cristo sanando las aguas, antes envenenadas y amargas; él las convirtió en aguas muy sanas, el agua del bautismo. Era esa agua la que manaba para el pueblo de la roca que los acompañaba. Y no hay duda de que esa roca era Cristo; por lo tanto constatamos que por medio de esa agua que mana de Cristo el bautismo recibe su consagración.
Cristo y el agua
Para reforzar el sentido del bautismo ¡qué privilegios recibió el agua de Dios y de su Cristo! ¡Nunca apareció Cristo sin el agua! Fue bautizado en el agua, invitado a las bodas, fue el agua la que inauguró los comienzos de su poder. ¿Anunciaba la palabra?: ¡invitaba a los sedientos a beber su agua eterna! ¿Hablaba de la caridad?, indicaba como obra de amor el vaso de agua ofrecido al prójimo. Junto a un pozo reparó sus fuerzas. Caminó sobre el agua, libremente atravesó el mar. Lavó con agua los pies de sus discípulos. Los testimonios en favor del bautismo se siguen encontrando hasta la Pasión: cuando fue conducido a la cruz también intervino el agua en el momento en que Pilato se lavó las manos. Cuando fue traspasado, el agua brotó de su costado abierto por la lanza del soldado.
El ministro del bautismo
Para terminar este tratado no resta más que recordar las reglas para dar y recibir el bautismo.
Para darlo el poder pertenece -ante todo- al primer sacerdote, es decir al obispo, si es que se halla presente; después de él al sacerdote y al diácono, pero jamás sin la autorización del obispo, a causa del respeto debido a la Iglesia y que es necesario salvaguardar para mantener la paz.
Además, también los laicos tienen el poder. Lo que todos han recibido en el mismo grado, todos pueden darlo en el mismo grado ¡acaso los discípulos del Señor eran llamados obispos, sacerdotes o diáconos! Al igual que la Palabra, que nadie tiene el derecho de ocultar, así también el bautismo procede de Dios y todos pueden conferirlo. Pero qué reserva y qué discreción deben observar los laicos, más aún que los sacerdotes, quienes también deben dar prueba de ella para no pasar por encima del ministerio del obispo. La envidia hacia el episcopado es la madre de todas las divisiones. “Todo está permitido, afirma el santo apóstol, pero no todo es oportuno” (ver 1 Co 6,12; 10,23). Es suficiente, pues, con usar de esta facilidad cuando es necesario, si las condiciones de lugar, de tiempo o de persona lo exigen. En tal caso la audacia del que otorga el auxilio está justificada por la urgencia del peligro. Porque sería culpable de la pérdida de un hombre aquel que niega el socorro que libremente podría dar.
Los candidatos al bautismo
Que aquellos cuya función sea administrarlo, sepan que el bautismo no puede darse con ligereza. “Da a quien te pide”, se refiere en sentido estricto a la limosna. Pero aquí conviene guiarse por el texto que dice: “No den las cosas santas a los perros y no arrojen las perlas a los cerdos” (Mt 7,6), y también: “No impongan las manos a la ligera y no se hagan cómplices de los pecados de otro” (1 Tm 5,22). Si Felipe bautizó rápidamente al eunuco, recordemos que el Señor ya le había testimoniado su favor de manera manifiesta y explícita: era el Espíritu quien le había ordenado a Felipe que tomara ese camino. Por su parte el eunuco no permanecía inactivo. No fue por un súbito deseo que pidió el bautismo, sino que ya había ido al templo para rezar y se dedicaba a leer las Sagradas Escrituras. Así lo iba a encontrar el apóstol enviado espontáneamente por Dios. Después el Espíritu le ordenó a Felipe acercarse al carruaje. En ese momento se presentó un texto relativo a la fe; la exhortación es recibida, anunciado el Señor, la fe brota sin demora, se encuentra el agua, y una vez terminada su misión el apóstol es arrebatado.
Pablo también fue bautizado sin demora. Inmediatamente su anfitrión Simón reconoce en él un elegido, pues el favor de Dios ha dado por adelantado signos de la elección que ha hecho(1).
El día del bautismo
El día más solemne para el bautismo es por excelencia el día de Pascua, cuando se conmemora la Pasión del Señor, en la que nosotros somos bautizados. No es absurdo interpretar de forma figurada este pasaje en el cual el Señor, para festejar la Pascua por última vez, envió a sus discípulos a prepararla diciéndoles: “Encontrarán un hombre llevando un recipiente con agua” (Mc 14,13). Por el signo del agua nos señala el lugar donde celebrará la Pascua.
En segundo lugar, el tiempo anterior a Pentecostés es el más favorable para conferir el bautismo. Es el tiempo durante el cual el Señor resucitado se manifiesta frecuentemente a sus discípulos, el tiempo en que les es comunicada la gracia del Espíritu Santo que permite entrever a su esperanza el retorno del Señor. Fue justamente en Pentecostés, después de su ascensión a los cielos, cuando los ángeles les anunciaron a los apóstoles que el Señor volvería de la misma manera como se había ido. Asimismo Jeremías en el pasaje: “Yo los reuniré desde los confines de la tierra en un día de fiesta” (Jr 31,8), está hablando del tiempo que va desde Pascua hasta Pentecostés, ese tiempo que es propiamente un día de fiesta. Pero todos los días pertenecen al Señor. Toda hora, todo tiempo pueden ser aptos para el bautismo. Porque si para la ceremonia interesa el día, para la gracia poco importa.
Preparación al bautismo
Quienes van a acceder al bautismo deben invocar a Dios por medio de oraciones fervientes, de ayunos, de genuflexiones y vigilias. Así se preparan para la confesión de todos sus pecados pasados, en recuerdo del bautismo de Juan del que se nos dice que quienes lo recibían confesaban sus pecados (Mt 3,6). Y actualmente nos podemos alegrar de no tener que confesar en público nuestros pecados y nuestras miserias. Mortificando la carne y el espíritu, reparamos por el pecado y nos armamos por adelantado contra las tentaciones. “Velen y recen, está escrito, para no caer en la tentación” (Mt 26,41). Pienso que fue por haberse dormido que los discípulos fueron tentados hasta el extremo de abandonar al Señor en el momento de su arresto; y el que permaneció firme junto a él y lo defendió con la espada llegó hasta negarlo tres veces. Cristo había predicho que nadie podía entrar en el reino de los cielos sin haber pasado por la tentación.
Esto no quiere decir que es en el agua donde recibimos el Espíritu Santo, sino que, purificados por el agua, somos preparados por el ministerio del ángel a recibir el Espíritu. Aquí todavía la figura precede a la realidad, al igual que Juan fue el precursor del Señor preparando sus caminos, igualmente el ángel que preside en el bautismo traza los caminos para la venida del Espíritu Santo, borrando los pecados por la fe sellada en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Porque si toda palabra de Dios se apoya en tres testigos, con mucha mayor razón su don. En virtud de la bendición bautismal tenemos como testigos de la fe a los mismos que son garantes de la salvación. Y esta trilogía de nombres divinos es más que suficiente para fundar nuestra esperanza. Y puesto que el testimonio de la fe y la garantía de la salvación tienen como fundamento las Tres Personas, necesariamente la mención de la Iglesia se encuentra incluida. Porque allí donde están los Tres, Padre, Hijo y Espíritu Santo, allí se encuentra la Iglesia que es el cuerpo de los Tres.
El libro del Éxodo y el agua
¡Cuántos dones de la naturaleza, cuántos privilegios de la gracia, cuántas solemnidades rituales, cuántas figuras, anticipaciones, profecías, todas ordenadas al culto del agua! Primero fue el pueblo liberado de Egipto que atravesando el agua escapó al poderío del rey egipcio; el agua sepultó al mismo rey y a todas sus tropas. ¿Qué figura más iluminadora del bautismo puede pedirse? Los gentiles son liberados del mundo y lo son por el agua; abandonan el demonio, su antiguo tirano, ahora sepultado por el agua.
Otro símbolo: esa agua que para transformarse en potable y dulce es curada de su amargura por la madera que le arrojó Moisés. Esa madera era Cristo sanando las aguas, antes envenenadas y amargas; él las convirtió en aguas muy sanas, el agua del bautismo. Era esa agua la que manaba para el pueblo de la roca que los acompañaba. Y no hay duda de que esa roca era Cristo; por lo tanto constatamos que por medio de esa agua que mana de Cristo el bautismo recibe su consagración.
Cristo y el agua
Para reforzar el sentido del bautismo ¡qué privilegios recibió el agua de Dios y de su Cristo! ¡Nunca apareció Cristo sin el agua! Fue bautizado en el agua, invitado a las bodas, fue el agua la que inauguró los comienzos de su poder. ¿Anunciaba la palabra?: ¡invitaba a los sedientos a beber su agua eterna! ¿Hablaba de la caridad?, indicaba como obra de amor el vaso de agua ofrecido al prójimo. Junto a un pozo reparó sus fuerzas. Caminó sobre el agua, libremente atravesó el mar. Lavó con agua los pies de sus discípulos. Los testimonios en favor del bautismo se siguen encontrando hasta la Pasión: cuando fue conducido a la cruz también intervino el agua en el momento en que Pilato se lavó las manos. Cuando fue traspasado, el agua brotó de su costado abierto por la lanza del soldado.
El ministro del bautismo
Para terminar este tratado no resta más que recordar las reglas para dar y recibir el bautismo.
Para darlo el poder pertenece -ante todo- al primer sacerdote, es decir al obispo, si es que se halla presente; después de él al sacerdote y al diácono, pero jamás sin la autorización del obispo, a causa del respeto debido a la Iglesia y que es necesario salvaguardar para mantener la paz.
Además, también los laicos tienen el poder. Lo que todos han recibido en el mismo grado, todos pueden darlo en el mismo grado ¡acaso los discípulos del Señor eran llamados obispos, sacerdotes o diáconos! Al igual que la Palabra, que nadie tiene el derecho de ocultar, así también el bautismo procede de Dios y todos pueden conferirlo. Pero qué reserva y qué discreción deben observar los laicos, más aún que los sacerdotes, quienes también deben dar prueba de ella para no pasar por encima del ministerio del obispo. La envidia hacia el episcopado es la madre de todas las divisiones. “Todo está permitido, afirma el santo apóstol, pero no todo es oportuno” (ver 1 Co 6,12; 10,23). Es suficiente, pues, con usar de esta facilidad cuando es necesario, si las condiciones de lugar, de tiempo o de persona lo exigen. En tal caso la audacia del que otorga el auxilio está justificada por la urgencia del peligro. Porque sería culpable de la pérdida de un hombre aquel que niega el socorro que libremente podría dar.
Los candidatos al bautismo
Que aquellos cuya función sea administrarlo, sepan que el bautismo no puede darse con ligereza. “Da a quien te pide”, se refiere en sentido estricto a la limosna. Pero aquí conviene guiarse por el texto que dice: “No den las cosas santas a los perros y no arrojen las perlas a los cerdos” (Mt 7,6), y también: “No impongan las manos a la ligera y no se hagan cómplices de los pecados de otro” (1 Tm 5,22). Si Felipe bautizó rápidamente al eunuco, recordemos que el Señor ya le había testimoniado su favor de manera manifiesta y explícita: era el Espíritu quien le había ordenado a Felipe que tomara ese camino. Por su parte el eunuco no permanecía inactivo. No fue por un súbito deseo que pidió el bautismo, sino que ya había ido al templo para rezar y se dedicaba a leer las Sagradas Escrituras. Así lo iba a encontrar el apóstol enviado espontáneamente por Dios. Después el Espíritu le ordenó a Felipe acercarse al carruaje. En ese momento se presentó un texto relativo a la fe; la exhortación es recibida, anunciado el Señor, la fe brota sin demora, se encuentra el agua, y una vez terminada su misión el apóstol es arrebatado.
Pablo también fue bautizado sin demora. Inmediatamente su anfitrión Simón reconoce en él un elegido, pues el favor de Dios ha dado por adelantado signos de la elección que ha hecho(1).
El día del bautismo
El día más solemne para el bautismo es por excelencia el día de Pascua, cuando se conmemora la Pasión del Señor, en la que nosotros somos bautizados. No es absurdo interpretar de forma figurada este pasaje en el cual el Señor, para festejar la Pascua por última vez, envió a sus discípulos a prepararla diciéndoles: “Encontrarán un hombre llevando un recipiente con agua” (Mc 14,13). Por el signo del agua nos señala el lugar donde celebrará la Pascua.
En segundo lugar, el tiempo anterior a Pentecostés es el más favorable para conferir el bautismo. Es el tiempo durante el cual el Señor resucitado se manifiesta frecuentemente a sus discípulos, el tiempo en que les es comunicada la gracia del Espíritu Santo que permite entrever a su esperanza el retorno del Señor. Fue justamente en Pentecostés, después de su ascensión a los cielos, cuando los ángeles les anunciaron a los apóstoles que el Señor volvería de la misma manera como se había ido. Asimismo Jeremías en el pasaje: “Yo los reuniré desde los confines de la tierra en un día de fiesta” (Jr 31,8), está hablando del tiempo que va desde Pascua hasta Pentecostés, ese tiempo que es propiamente un día de fiesta. Pero todos los días pertenecen al Señor. Toda hora, todo tiempo pueden ser aptos para el bautismo. Porque si para la ceremonia interesa el día, para la gracia poco importa.
Preparación al bautismo
Quienes van a acceder al bautismo deben invocar a Dios por medio de oraciones fervientes, de ayunos, de genuflexiones y vigilias. Así se preparan para la confesión de todos sus pecados pasados, en recuerdo del bautismo de Juan del que se nos dice que quienes lo recibían confesaban sus pecados (Mt 3,6). Y actualmente nos podemos alegrar de no tener que confesar en público nuestros pecados y nuestras miserias. Mortificando la carne y el espíritu, reparamos por el pecado y nos armamos por adelantado contra las tentaciones. “Velen y recen, está escrito, para no caer en la tentación” (Mt 26,41). Pienso que fue por haberse dormido que los discípulos fueron tentados hasta el extremo de abandonar al Señor en el momento de su arresto; y el que permaneció firme junto a él y lo defendió con la espada llegó hasta negarlo tres veces. Cristo había predicho que nadie podía entrar en el reino de los cielos sin haber pasado por la tentación.
Segunda lectura: Texto completo del Tratado “Prescripciones” contra todas las herejías, con notas en “Fuentes Patrísticas”, nº 14, Ed. Ciudad Nueva, Madrid 2001, pp. 139 ss.
Notas
Tertuliano cita de memoria. El anfitrión de Pablo no se llamaba Simón sino Judas y fue Ananías quien lo bautizó. Ver Hch 9,10.17-18.
Notas
Tertuliano cita de memoria. El anfitrión de Pablo no se llamaba Simón sino Judas y fue Ananías quien lo bautizó. Ver Hch 9,10.17-18.
(1) Para completar la noticia sobre la vida y obra de Tertuliano que presentamos en nuestra anterior entrega, ver la catequesis del papa Benedicto XVI: http://www.mercaba.org/Benedicto%2016/AUDIEN/2007/05-30_Tertuliano.htm
(2) 3,2-6; 4,1-5; 5,5-7; 6,1-2; 9,1-4; 17,1-4; 18,1; 19,1-3; 20,1-2. Traducción castellana en: Padres de la Iglesia. El Bautismo, Buenos Aires, Ed. Patria Grande, 1978, pp. 50 ss.
(2) 3,2-6; 4,1-5; 5,5-7; 6,1-2; 9,1-4; 17,1-4; 18,1; 19,1-3; 20,1-2. Traducción castellana en: Padres de la Iglesia. El Bautismo, Buenos Aires, Ed. Patria Grande, 1978, pp. 50 ss.