INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (15)
Banquete eucarístico
Primera mitad del
siglo III
Catacumba de San
Calixto
(capilla de los
Sacramentos, pared del fondo)
Roma
«Orígenes es fuera de toda duda uno de
los más grandes genios de la humanidad, uno de los hombres que habiendo dejando
su sello en la historia, “permanece invisiblemente omnipresente” (H. U. von
Balthasar)»[2].
La
vida de Orígenes la conocemos principalmente gracias al panegírico - biografía
que escribió Eusebio de Cesarea (+339/340), en su Historia Eclesiástica
(=HE libro VI,1-39).
Para escribir sobre el maestro
alejandrino, Eusebio dice que utilizó sus cartas y relatos de testigos oculares
“que han sobrevivido hasta nuestros días” (HE VI,2,1). Lamentablemente de toda
la correspondencia de Orígenes sólo queda algún que otro fragmento aislado,
aunque Eusebio afirma haber conocido más de cien epístolas (HE VI,36,3).
El
valor que debe darse a los datos consignados por Eusebio de Cesarea es
igualmente objeto de controversia entre los especialistas. Por ende, es
imprescindible leer el “panegírico biográfico” que nos ha legado con extrema
cautela, o al menos con el necesario discernimiento[3].
Las dificultades para conocer la vida, obra y
pensamiento de Orígenes. La polémica en torno a su “ortodoxia”
Esas
“dificultades”, en una gran medida, son una consecuencia lógica, por así
decirlo, de las sospechas que cayeron sobre Orígenes a partir de su
condena en el año 555.
«El
teólogo especulativo sobre todo ha provocado dificultades a la posteridad por
las siguientes razones:
- la falta de estudios que, ubicándolo en
su época, abarquen el conjunto de su obra, en tanto que habitualmente se
limitan a textos aislados de los que otros aportarían la antítesis;
- la ignorancia de las herejías que combatió
y que no fueran solamente aquellas que preocuparon a sus detractores;
- la proyección sobre su obra de
precisiones posteriores del vocabulario;
- la confusión entre su propia doctrina,
por una parte, y la de los origenistas posteriores o aquella que supusieron los
antiorigenistas;
- la falta de una noción clara del desarrollo
del dogma;
- la incomprensión de lo que significa la
investigación (o búsqueda) teológica.
De todos los “errores” que se le
reprochan al Alejandrino uno solo es claramente demostrable y no puede ser
considerado como una herejía, pues la Iglesia de entonces sobre ese punto todavía
no tenía una opinión firme: se trata de la hipótesis de la preexistencia de
las almas, que habrían sido creadas todas juntas, vestidas de cuerpos etéreos
y que una falta original, el alejamiento de la contemplación divina, las habría
dividido en ángeles, en hombres, colocados en cuerpos terrestres como en un
instrumento de redención, y en demonios. Esta hipótesis de origen platonizante
le daba a Orígenes una respuesta, ciertamente demasiado fácil, a las doctrinas
de los Marcionitas y Valentinianos: le permitía además escapar a las graves
dificultades presentadas por la soluciones que entonces daban los cristianos al
problema del origen de las almas.
El subordinacionismo de Orígenes, subordinando al Padre el
Hijo y el Espíritu Santo, no es heteredoxo, porque no concierne a la identidad
de naturaleza ni a la igualdad de poder: el Padre es el primero porque es el
Padre y porque en la “economía”, es decir en la actividad de la Trinidad hacia
afuera, tiene la iniciativa y envía en misión al Hijo y al Espíritu. A la
inversa de los Arrianos, Orígenes afirma claramente que el Hijo es engendrado
desde toda la eternidad: “No hay momento en que Él no existiese”, escribe por
tres veces, y uno de esos textos es citado en griego por Atanasio. Si se tienen
en cuenta todos los textos de Orígenes no se puede decir que su famosa
“apocatastasis”, es decir la restauración de todos los seres al fin de los
tiempos conforme a 1 Co 15,23-25, sea heterodoxa, puesto que no es panteísta,
y sobre el retorno a la gracia de los demonios y de los condenados los textos
son divergentes.
Si se analizan los factores que prepararon la conversión del Imperio romano al cristianismo en la persona de Constantino, en los primeros decenios del siglo IV, la tarea de evangelizar la “intelligenzia” inaugurada por Clemente de Alejandría y ejecutada por Orígenes a gran escala tuvo ciertamente un rol determinante. El desprecio de Celso por la pobreza intelectual del cristianismo, ya no se podía sostener después de la obra de Orígenes; y si Porfirio toma el relevo de Celso en la segunda mitad del siglo III, ya no le es posible ver en el cristianismo una religión de ignorantes»[4].
Vida de Orígenes (primera parte)
El
mismo Leonides se había preocupado por darle a su hijo, antes del ciclo de
estudios comunes, una primera iniciación a la lectura de las Escrituras. Mucho
habría de marcarlo a Orígenes esta temprana familiaridad con la palabra de
Dios. Ésta será, durante toda su vida, el gran amor (HE VI,2,7). Al quedar huérfano
se encontró el joven, al igual que toda su familia, en una angustiosa situación
económica, pues la hacienda de su padre fue confiscada por el tesoro imperial.
Sin embargo, “fue considerado digno de la providencia divina y halló protección
a la vez que sosiego en una señora riquísima en medios de vida y muy
distinguida en lo demás...” (HE VI,2,13). Este hecho le permitió completar su
formación “en las disciplinas de los griegos... (y en) el estudio de las
letras... (alcanzando) una preparación suficiente en conocimientos
gramaticales...” (HE VI,2,15).
A
los 18 años “se puso a la cabeza de la escuela catequética” (año 206; HE
VI,3,3). Contemporáneamente acompañaba muy de cerca a los mártires por la fe, y
los visitaba en la cárcel (HE VI,3-5).
Quiso
practicar hasta el límite de lo posible los preceptos evangélicos del Señor: su
pobreza fue extrema (ver HE VI,3,10-12); su castidad buscó radicalizarla y llegó
a castrarse a sí mismo por entender literalmente Mt 19,12. En un primer momento
su obispo Demetrio aprobó este paso, pero más tarde (años 231/232) lo reprobará,
según Eusebio, por celos a causa de la fama que por entonces había alcanzado Orígenes.
Desde
el comienzo el trabajo que llevó a cabo en la escuela catequética fue
abundante. Ello hizo que Orígenes, en un primer momento, dejase a un lado el
estudio de la gramática y se dedicase con ahínco al estudio de las ciencias
divinas (HE VI,3,8). Pero en un segundo momento le pasó a Heraclas la primera
iniciación de los recién admitidos a la fe, y se reservó la instrucción de los
más experimentados (HE VI,15). Inició a muchos en este segundo nivel en los
conocimientos filosóficos, dándoles también geometría, aritmética y otras
disciplinas (HE VI,18,3-4), introduciéndolos luego en el estudio de la Sagrada
Escritura, para lo cual él mismo profundizó sus conocimientos estudiando hebreo
y comparando los manuscritos de los textos hebreo y griego de las Escrituras.
Con el material reunido publicó Hexaplas. Es decir, las seis columnas de una
edición completa del AT. Lo esencial de esta edición estaba constituido por las
cuatro versiones griegas: de Áquila, de Symaco, de los LXX (la versión oficial)
y la de Theodotion, seguidas a veces de otras traducciones (llamadas Quinta,
Sexta, Séptima). Todas las versiones mencionadas iban habitualmente precedidas
por el texto hebreo, transliterado en caracteres griegos; y puede ser que
incluso se insertara el mismo texto hebreo en alfabeto hebraico. Esta obra se
ha perdido.
Entre
los años 215-231/33, debemos ubicar tres eventos fundamentales en la vida de Orígenes.
En primer término, el inicio de una actividad literaria (a colocar entre
215-220), para lo cual resultó importantísimo el impulso recibido de un tal
Ambrosio. Éste era un valentiniano que fue conducido a la ortodoxia por Orígenes
mismo (HE VI,18,1). Ambrosio era hombre de cuantiosa fortuna, y la colocó a
disposición del maestro. De tal forma que cuando el alejandrino “dictaba tenía
a mano más de siete taquígrafos, que se relevaban cada cierto tiempo ya fijado,
un número no menor de copistas y también algunas jóvenes prácticas en caligrafía
(los copistas pasaban al alfabeto normal las notas de los taquígrafos, y por último
los encargados de la caligrafía las pasaban en limpio y multiplicaban los
ejemplares). Lo necesario para todos ellos lo proporcionaba Ambrosio en gran
abundancia. Podemos suponer que en mucho debe haber influido este Ambrosio en
la profusión de las obras de Orígenes.
El
segundo evento clave son sus viajes, fruto -al menos dos de ellos- de su
creciente fama. Entre los años 212/215 y 230 realiza varios viajes:
La crisis con Demetrio
Para
colmo de males, en su discusión con el hereje, tal vez un valentiniano llamado
Cándido, éste entiende a su modo lo que Orígenes le responde y tergiversa el
“proceso verbal” de la discusión. Así, en Alejandría no se conocieron las
verdaderas actas del debate, sino las falsas. Esta recensión de la discusión,
falseada por uno de los interlocutores, fue lo que levantó la animosidad contra
Orígenes en Alejandría, después del anuncio de la ordenación. Una de las
opiniones que se le endilgaban al teólogo alejandrino era la de que afirmaba la
salvación final del diablo. Contra esto Orígenes protestó airadamente (H.
Crouzel, op. cit., p. 42).
Cuando
Orígenes retorna a Alejandría, Demetrio procede a reunir un sínodo de obispos
que decide expulsarlo de la ciudad. Sin embargo, como Demetrio no estaba
satisfecho con esta medida, junto con algunos obispos egipcios, lo declaró
depuesto del presbiterado. Y personalmente se encargó de que la medida fuese
bien conocida por otras Iglesias. Cuatro episcopados, según Jerónimo, no
secundaron al obispo de Alejandría. Ellos fueron los de Arabia (Jordania),
Palestina, Acaya y Fenicia. De hecho, en esas regiones Orígenes hallará acogida
a su persona y obra.
http://www.mercaba.org/Benedicto%2016/AUDIEN/2007/05-02_ORIGENES2.htm
[2] Connaissance des Pères de l’Église, nº 3 (1982), p. 6.
[3] H. CROUZEL, Origène, Paris-Namur 1985, pp. 17ss. se inclina hacia una posición “optimista” ante el texto de Eusebio. Una posición bastante diversa, más bien negativa, en lo que se refiere a las fuentes, sobre la vida de Orígenes puede verse en P. NAUTIN, Origène: Sa vie et son oeuvre, Paris 1977.
[4] H. CROUZEL, en Connaissance des Pères de l’Église, nº 3 (1982), p. 9.