INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (52)
San Juan Casiano (“El Romano”)
Icono Ruso
Siglo XIX
Icono Ruso
Siglo XIX
El monacato occidental (quinta parte)
Juan Casiano (+ hacia 434/35) [continuación]
Primera lectura
Prefacio de las “Instituciones”
1. Narra la historia del Antiguo Testamento que el sapientísimo Salomón, “recibió de Dios sabiduría y prudencia sin medida, y amplitud de corazón como la arena incontable del mar” (1 R 4,29 [5,9 LXX]), hasta tal punto que según el testimonio del Señor, se dice que no existió nadie semejante a él en los siglos precedentes, ni lo habrá después(1). Deseando construir aquel magnífico templo para el Señor, pidió ayuda a un extranjero, el rey de Tiro(2). Le fue enviado Hiram, hijo de una viuda; y todo lo espléndido que la divina sabiduría le sugería realizar en el templo del Señor o en los vasos sagrados, lo ejecutó bajo su dirección(3).
2. Si aquella dignidad real más sublime que todos los reinos de la tierra, aquel descendiente tan noble y eminente de la raza de Israel y aquella sabiduría divinamente inspirada que superaba las disciplinas y enseñanzas de todos los Orientales y Egipcios, no despreció en absoluto el consejo de un hombre pobre y extranjero, del mismo modo también tú, instruido por estos ejemplos, beatísimo papa Castor, te has dignado llamarme a mí, carente de todo y desde todo punto de vista paupérrimo, para participar de una obra tan grande. Te dispones de este modo a edificar para Dios un templo verdadero y racional, no con piedras insensibles, sino con la reunión de varones santos; no temporal y corruptible, sino eterno e inexpugnable. Y también deseas consagrar al Señor vasos preciosísimos fundidos no con metales mudos de oro y plata, que después de robados, el rey de Babilonia los entregó al placer de sus concubinas y príncipes(4), sino con almas santas, resplandecientes por la integridad de su inocencia, justicia y castidad, que llevan en sí mismas a Cristo Rey que mora en ellas y lo difunden por todas partes.
3. En una provincia que no tiene cenobios deseas que sea organizada la manera de vivir de los Orientales, y sobre todo la de los Egipcios. Aunque tú mismo seas perfecto en todas las virtudes y en la sabiduría, de tal modo lleno de todas las riquezas espirituales, que no sólo tu palabra sino tu vida, por sí sola, sería más que suficiente como ejemplo para los que buscan la perfección; sin embargo, me pides a mí, que no soy elocuente y soy pobre en sabiduría, que contribuya a la realización de tu deseo con la pobreza de mi entendimiento; y me mandas que explique, aunque sea en un estilo carente de pericia, las costumbres de los monasterios que vimos observadas en Egipto y Palestina, tal como allí nos fueron trasmitidas por nuestros padres. No buscas palabras llenas de elegancia, en las que eres perfectamente versado, sino que deseas que sea explicada la vida simple de los santos con palabras sencillas a los hermanos de tu nuevo monasterio.
4. Para realizar esto, tanto me incita a obedecer el piadoso ardor de tu deseo, cuanto me disuade, aún queriéndolo hacer, las múltiples barreras de mis escrúpulos. Primero, porque los méritos de mi vida no alcanzan como para confiar en que podré abarcar dignamente con mi espíritu y entendimiento cosas tan difíciles, oscuras y santas. Segundo, porque aquellas cosas que, viviendo desde nuestra adolescencia entre aquellos monjes tratamos de poner por obra, ya estimulados por sus cotidianas exhortaciones y ejemplos, o bien lo que aprendimos y vimos con nuestros ojos, de ningún modo podemos todavía retenerlo, apartados totalmente tantos años de la convivencia e imitación de sus vidas. Máxime que era absolutamente imposible transmitir, comprender o recordar el sentido de esas realidades por una meditación abstracta o una enseñanza verbal.
5. En efecto, todo consiste únicamente en la experiencia y en la práctica. Del mismo modo que estas realidades no pueden ser transmitidas sino por alguien que las ha experimentado, tampoco pueden ser percibidas ni comprendidas, sino por aquel que uniendo la dedicación al esfuerzo haya trabajado para captarlas. Estas cosas si no fueran frecuentemente discutidas y pulidas en la conversación asidua con varones espirituales, pronto se desvanecerían nuevamente por la negligencia del espíritu. En tercer lugar, porque esto mismo no lo puede explicar adecuadamente un discurso inexperto, no por causa de la cosa en sí, sino porque en virtud de nuestra situación actual nosotros no lo podemos recordar. A esto se agrega que varones ilustres por su vida y preclaros por su palabra y enseñanza, ya elaboraron muchos opúsculos sobre esta materia. Me refiero a Basilio, Jerónimo y algunos otros. De éstos, el primero respondió a los hermanos que lo interrogaban sobre diversas instituciones y cuestiones, no solamente con palabra elocuente sino con abundantes testimonios de las divinas Escrituras. El segundo, no sólo editó libros elaborados por su ingenio, sino que tradujo al latín libros escritos en griego.
6. Después de tan exuberantes ríos de elocuencia, podría ser calificado de presuntuoso en mi afán de agregar algunas gotas de agua, si no me animara la confianza de tu santidad y tu promesa de que estas simplezas, cualesquiera sean, serán aceptadas por ti y que las destinarás solamente a la comunidad de hermanos, que habitan el nuevo monasterio. Pero, si tal vez, les llegamos a exponer algo menos adecuado, que lo lean con bondad y que lo soporten con mayor indulgencia, buscando en mis palabras más bien la fe que la elegancia del lenguaje.
7. Por lo cual, beatísimo papa, modelo único de religión y de humildad, animado por tus ruegos, emprendo según la capacidad de mi inteligencia, la obra que tú me encargas; y lo que ha quedado sin tratar absolutamente por nuestros predecesores, ya que intentaron describir más bien lo oído que lo experimentado; y lo expondré como para un monasterio en sus comienzos, y para hombres sedientos en verdad. Aclaro que no trataré de componer una narración de las maravillas y de los milagros de Dios. Aunque no sólo oímos contar, sino que vimos con nuestros propios ojos muchas cosas grandes e increíbles, realizadas por nuestros ancianos; sin embargo, dejadas de lado cosas que para los lectores, fuera de la admiración, no contribuyen con nada más para su aprovechamiento en la vida perfecta, me esforzaré por explicar fielmente, cuanto me sea posible con la ayuda del Señor, las instituciones y reglas de sus monasterios. Y sobre todo, los orígenes y las causas de los vicios principales, que ellos consideran ser ocho, y la forma de curarlos, según la enseñanza que nos han transmitido.
8. Lo que me propongo, pues, es hablar no de las maravillas de Dios, sino de la corrección de nuestras costumbres y de la culminación de la vida perfecta, según aquello que recibimos de nuestros ancianos. En este punto, también trabajaré con empeño en satisfacer tus deseos. Si, tal vez, en estas regiones encontrara algo no bien fundado según el ejemplo de los ancianos en una antiquísima tradición, sino que hallara algo suprimido o agregado según el juicio de cada fundador de un monasterio, fielmente lo agregaré o suprimiré de acuerdo a aquella regla de los monasterios que vimos fundados antiguamente en Egipto y Palestina. Creo, pues, que de ningún modo, una nueva fundación puede encontrar en la parte occidental de las Galias algo más razonable o más perfecto que aquellas instituciones según las cuales permanecen los monasterios fundados por los Padres santos y espirituales, desde el comienzo de la predicación apostólica hasta nuestros días.
9. Trataré de introducir en este opúsculo una prudente moderación. Suavizaré, hasta cierto punto, recordando las costumbres de los monasterios que hay en Palestina y Mesopotamia, aquellas cosas que según la regla de los Egipcios compruebe que son impracticables, duras y arduas en estas regiones, ya sea por el rigor del clima, ya sea por la dificultad y diversidad de costumbres. Porque si se practica una medida razonable en las cosas posibles, la perfección de la observancia es la misma con medios diferentes.
Juan Casiano (+ hacia 434/35) [continuación]
Primera lectura
Prefacio de las “Instituciones”
1. Narra la historia del Antiguo Testamento que el sapientísimo Salomón, “recibió de Dios sabiduría y prudencia sin medida, y amplitud de corazón como la arena incontable del mar” (1 R 4,29 [5,9 LXX]), hasta tal punto que según el testimonio del Señor, se dice que no existió nadie semejante a él en los siglos precedentes, ni lo habrá después(1). Deseando construir aquel magnífico templo para el Señor, pidió ayuda a un extranjero, el rey de Tiro(2). Le fue enviado Hiram, hijo de una viuda; y todo lo espléndido que la divina sabiduría le sugería realizar en el templo del Señor o en los vasos sagrados, lo ejecutó bajo su dirección(3).
2. Si aquella dignidad real más sublime que todos los reinos de la tierra, aquel descendiente tan noble y eminente de la raza de Israel y aquella sabiduría divinamente inspirada que superaba las disciplinas y enseñanzas de todos los Orientales y Egipcios, no despreció en absoluto el consejo de un hombre pobre y extranjero, del mismo modo también tú, instruido por estos ejemplos, beatísimo papa Castor, te has dignado llamarme a mí, carente de todo y desde todo punto de vista paupérrimo, para participar de una obra tan grande. Te dispones de este modo a edificar para Dios un templo verdadero y racional, no con piedras insensibles, sino con la reunión de varones santos; no temporal y corruptible, sino eterno e inexpugnable. Y también deseas consagrar al Señor vasos preciosísimos fundidos no con metales mudos de oro y plata, que después de robados, el rey de Babilonia los entregó al placer de sus concubinas y príncipes(4), sino con almas santas, resplandecientes por la integridad de su inocencia, justicia y castidad, que llevan en sí mismas a Cristo Rey que mora en ellas y lo difunden por todas partes.
3. En una provincia que no tiene cenobios deseas que sea organizada la manera de vivir de los Orientales, y sobre todo la de los Egipcios. Aunque tú mismo seas perfecto en todas las virtudes y en la sabiduría, de tal modo lleno de todas las riquezas espirituales, que no sólo tu palabra sino tu vida, por sí sola, sería más que suficiente como ejemplo para los que buscan la perfección; sin embargo, me pides a mí, que no soy elocuente y soy pobre en sabiduría, que contribuya a la realización de tu deseo con la pobreza de mi entendimiento; y me mandas que explique, aunque sea en un estilo carente de pericia, las costumbres de los monasterios que vimos observadas en Egipto y Palestina, tal como allí nos fueron trasmitidas por nuestros padres. No buscas palabras llenas de elegancia, en las que eres perfectamente versado, sino que deseas que sea explicada la vida simple de los santos con palabras sencillas a los hermanos de tu nuevo monasterio.
4. Para realizar esto, tanto me incita a obedecer el piadoso ardor de tu deseo, cuanto me disuade, aún queriéndolo hacer, las múltiples barreras de mis escrúpulos. Primero, porque los méritos de mi vida no alcanzan como para confiar en que podré abarcar dignamente con mi espíritu y entendimiento cosas tan difíciles, oscuras y santas. Segundo, porque aquellas cosas que, viviendo desde nuestra adolescencia entre aquellos monjes tratamos de poner por obra, ya estimulados por sus cotidianas exhortaciones y ejemplos, o bien lo que aprendimos y vimos con nuestros ojos, de ningún modo podemos todavía retenerlo, apartados totalmente tantos años de la convivencia e imitación de sus vidas. Máxime que era absolutamente imposible transmitir, comprender o recordar el sentido de esas realidades por una meditación abstracta o una enseñanza verbal.
5. En efecto, todo consiste únicamente en la experiencia y en la práctica. Del mismo modo que estas realidades no pueden ser transmitidas sino por alguien que las ha experimentado, tampoco pueden ser percibidas ni comprendidas, sino por aquel que uniendo la dedicación al esfuerzo haya trabajado para captarlas. Estas cosas si no fueran frecuentemente discutidas y pulidas en la conversación asidua con varones espirituales, pronto se desvanecerían nuevamente por la negligencia del espíritu. En tercer lugar, porque esto mismo no lo puede explicar adecuadamente un discurso inexperto, no por causa de la cosa en sí, sino porque en virtud de nuestra situación actual nosotros no lo podemos recordar. A esto se agrega que varones ilustres por su vida y preclaros por su palabra y enseñanza, ya elaboraron muchos opúsculos sobre esta materia. Me refiero a Basilio, Jerónimo y algunos otros. De éstos, el primero respondió a los hermanos que lo interrogaban sobre diversas instituciones y cuestiones, no solamente con palabra elocuente sino con abundantes testimonios de las divinas Escrituras. El segundo, no sólo editó libros elaborados por su ingenio, sino que tradujo al latín libros escritos en griego.
6. Después de tan exuberantes ríos de elocuencia, podría ser calificado de presuntuoso en mi afán de agregar algunas gotas de agua, si no me animara la confianza de tu santidad y tu promesa de que estas simplezas, cualesquiera sean, serán aceptadas por ti y que las destinarás solamente a la comunidad de hermanos, que habitan el nuevo monasterio. Pero, si tal vez, les llegamos a exponer algo menos adecuado, que lo lean con bondad y que lo soporten con mayor indulgencia, buscando en mis palabras más bien la fe que la elegancia del lenguaje.
7. Por lo cual, beatísimo papa, modelo único de religión y de humildad, animado por tus ruegos, emprendo según la capacidad de mi inteligencia, la obra que tú me encargas; y lo que ha quedado sin tratar absolutamente por nuestros predecesores, ya que intentaron describir más bien lo oído que lo experimentado; y lo expondré como para un monasterio en sus comienzos, y para hombres sedientos en verdad. Aclaro que no trataré de componer una narración de las maravillas y de los milagros de Dios. Aunque no sólo oímos contar, sino que vimos con nuestros propios ojos muchas cosas grandes e increíbles, realizadas por nuestros ancianos; sin embargo, dejadas de lado cosas que para los lectores, fuera de la admiración, no contribuyen con nada más para su aprovechamiento en la vida perfecta, me esforzaré por explicar fielmente, cuanto me sea posible con la ayuda del Señor, las instituciones y reglas de sus monasterios. Y sobre todo, los orígenes y las causas de los vicios principales, que ellos consideran ser ocho, y la forma de curarlos, según la enseñanza que nos han transmitido.
8. Lo que me propongo, pues, es hablar no de las maravillas de Dios, sino de la corrección de nuestras costumbres y de la culminación de la vida perfecta, según aquello que recibimos de nuestros ancianos. En este punto, también trabajaré con empeño en satisfacer tus deseos. Si, tal vez, en estas regiones encontrara algo no bien fundado según el ejemplo de los ancianos en una antiquísima tradición, sino que hallara algo suprimido o agregado según el juicio de cada fundador de un monasterio, fielmente lo agregaré o suprimiré de acuerdo a aquella regla de los monasterios que vimos fundados antiguamente en Egipto y Palestina. Creo, pues, que de ningún modo, una nueva fundación puede encontrar en la parte occidental de las Galias algo más razonable o más perfecto que aquellas instituciones según las cuales permanecen los monasterios fundados por los Padres santos y espirituales, desde el comienzo de la predicación apostólica hasta nuestros días.
9. Trataré de introducir en este opúsculo una prudente moderación. Suavizaré, hasta cierto punto, recordando las costumbres de los monasterios que hay en Palestina y Mesopotamia, aquellas cosas que según la regla de los Egipcios compruebe que son impracticables, duras y arduas en estas regiones, ya sea por el rigor del clima, ya sea por la dificultad y diversidad de costumbres. Porque si se practica una medida razonable en las cosas posibles, la perfección de la observancia es la misma con medios diferentes.
De las “Conferencias”
La gracia, el libre albedrío y la gratuidad de la salvación(1)
“La inquietud de ustedes [habla el abad Pinufio] sería justificada si sólo hubiese en toda obra o disciplina el principio y el fin, sin el ámbito intermedio que los separara. Sabemos que Dios proporciona a cada cual ocasión de salvarse: a unos, de una manera, y a otros, de otra. Pero el responder esforzada o remisamente a esa voluntad de salvación depende de nosotros.
Dios llama a Abraham y le dice: “Sal de tu tierra” (Gn 12,1). Abraham sale, en efecto, de su patria. La obediencia es suya. Estas palabras: “Ven a la tierra” (Gn 12,1), se cumplen: es el fruto de la obediencia. Pero las que siguen: “Que yo te mostraré” (Gn 12,1), muestran la gracia de Dios, que ha expresado el mandato y promete la recompensa. Estemos ciertos, no obstante, de que aunque pongamos a contribución todos nuestros esfuerzos, no alcanzaremos, pese a nuestra diligencia y actividad personal, la perfección. Y por mucho trabajo que se tome el hombre, será insuficiente para ganar el precio sublime de la bienaventuranza. Es necesaria la cooperación del Señor; es menester que él dirija nuestro corazón al bien. Por eso debemos orar continuamente con David: “Asegura mis pasos por tus senderos, a fin de que mis pies no resbalen” (Sal 16,5). Y: “Afirmó mis pies sobre piedra e hizo seguros mis pasos” (Sal 39,3).
Por la ignorancia del bien o por la insurrección de las pasiones, nuestro libre albedrío tiende a despeñarse en los vicios. Pero aquel que gobierna invisiblemente el espíritu del hombre se dignará reducirle de nuevo al gusto de la virtud. El Profeta nos hace ver muy atinadamente en el mismo versículo esta doble verdad: “Fui fuertemente empujado para que cayera” (Sal 117,13): aquí se designa la flaqueza del libre albedrío. “Pero el Señor me sostuvo” (Sal 117,13): aquí se declara la continua asistencia del Señor junto a nuestra libertad, para que no nos veamos arrastrados por ésta a una ruina completa. Él nos tiende su mano, cuando nos ve vacilar, para sostenernos y establecernos en el bien.
Dice aún el Salmista: “Apenas decía yo: Vacilan mis pies -por el poder resbaladizo del albedrío-, tu gracia, Señor, me sostenía” (Sal 93,18). De nuevo, junto a su movilidad e inconstancia (está) el socorro divino, confesando que si su fe no ha titubeado, no es ello debido a su propia diligencia, sino gracias a la misericordia del Señor. Y otra vez: “En las grandes angustias de mi corazón -cuya causa era el libre albedrío-, alegraban mi alma tus consuelos” (Sal 93,19). Como una inspiración tuya, han penetrado en mi alma y, descubriéndome la visión de los bienes futuros que has preparado a los que sufren por tu nombre, no sólo han desvanecido la ansiedad de mi corazón, sino que la han llenado de una alegría soberana. Y además: “Si el Señor no me hubiera ayudado, ya habitaría mi alma en el infierno” (Sal 93,17). Confiesa, por tanto, que su libertad le hubiera conducido al infierno si la ayuda y protección divinas no le hubieran salvado.
“El Señor -y no esa libertad- guía los pasos del hombre. Y si cayere el justo -por obra, claro es, de su libre albedrío-, no yacerá postrado. ¿Por qué? Porque el Señor le tiende la mano” (Sal 36, 23-24). Esto equivale a decir netamente que ningún justo se basta a sí mismo para obtener la justicia. No sólo esto, sino que la divina clemencia debe ayudarle continuamente para que no desfallezca, y sostener con sus manos sus pasos vacilantes. Así evitará que la inconsistencia de su libertad le ponga en trance de perder el equilibrio y que, si tiene la desgracia de caer, perezca irrevocablemente. Nunca afirmaron los santos que habían encontrado por sí solos el camino que anduvieron para aprovechar en la virtud y garantizar su posesión. Antes bien, imploraban del Señor les pusiera en la verdadera trayectoria, diciendo: Guíame en tu verdad (Sal 24,5); y: Haz que sea recto ante tus ojos mi camino (Sal 5,9); o también: Dame a conocer el camino por donde ir (Sal 142,8) [...].
Esto que decimos lo atestigua aún con más fuerza aquel vaso de elección, san Pablo, cuando dice: “Pues Dios es el que obra en ustedes el querer y el obrar según su beneplácito” (Flp 2,13). Y en otra parte: “Entiende bien lo que quiero decir, porque el Señor te dará la inteligencia en todo” (2 Tm 2,7). Podría afirmarse algo más terminante y claro al decir que tanto nuestra buena voluntad como la consumación de la obra las realiza Dios en nosotros?
Pero puntualiza más: “Porque les ha sido otorgado no sólo creer en Cristo, sino también padecer por él” (Flp 1,29). Aquí observa nuevamente que el principio de nuestra conversión y de nuestra fe, así como de la paciencia en sufrir, son dones de Dios (...).
Porque no es el libre albedrío, sino “el Señor quien desata las cadenas de los cautivos. No es nuestra propia virtud, sino el Señor quien endereza a los encorvados; no es la aplicación a la lectura, sino el Señor quien da luz a los ciegos (...). No es nuestra vigilancia, sino el Señor quien protege a los extranjeros” (Sal 145, 7-8). En fin, no es nuestra fuerza, sino “el Señor quien levanta y sostiene a los que caen” (Sal 144,14). Al decir esto, no es mi intención, naturalmente, preconizar la inutilidad de nuestros esfuerzos ni decir que son vanos y superfluos nuestro celo y diligencia. Mi único propósito es que nos persuadamos de que sin la ayuda de Dios no podemos dar un paso, y de que nuestro ingenio y nuestro empeño no son eficaces, ni con mucho, para conquistar el precio inestimable de la pureza. El Señor debe contribuir con su ayuda y su misericordia a procurárnosla”.
Notas:
(1) Colaciones III, 12-15. Trad. castellana de L. M. y P. M. Sansegundo en Juan Casiano. Colaciones I, Madrid, 1958, pp. 157-164 (Clásicos de espiritualidad, 19).
Segunda lectura: Libros I-IV de las Instituciones; trad. en: Instituciones Cenobíticas, Zamora,
Ediciones Monte Casino / ECUAM, 2000, pp. (Colección de Espiritualidad monástica, 50).
La gracia, el libre albedrío y la gratuidad de la salvación(1)
“La inquietud de ustedes [habla el abad Pinufio] sería justificada si sólo hubiese en toda obra o disciplina el principio y el fin, sin el ámbito intermedio que los separara. Sabemos que Dios proporciona a cada cual ocasión de salvarse: a unos, de una manera, y a otros, de otra. Pero el responder esforzada o remisamente a esa voluntad de salvación depende de nosotros.
Dios llama a Abraham y le dice: “Sal de tu tierra” (Gn 12,1). Abraham sale, en efecto, de su patria. La obediencia es suya. Estas palabras: “Ven a la tierra” (Gn 12,1), se cumplen: es el fruto de la obediencia. Pero las que siguen: “Que yo te mostraré” (Gn 12,1), muestran la gracia de Dios, que ha expresado el mandato y promete la recompensa. Estemos ciertos, no obstante, de que aunque pongamos a contribución todos nuestros esfuerzos, no alcanzaremos, pese a nuestra diligencia y actividad personal, la perfección. Y por mucho trabajo que se tome el hombre, será insuficiente para ganar el precio sublime de la bienaventuranza. Es necesaria la cooperación del Señor; es menester que él dirija nuestro corazón al bien. Por eso debemos orar continuamente con David: “Asegura mis pasos por tus senderos, a fin de que mis pies no resbalen” (Sal 16,5). Y: “Afirmó mis pies sobre piedra e hizo seguros mis pasos” (Sal 39,3).
Por la ignorancia del bien o por la insurrección de las pasiones, nuestro libre albedrío tiende a despeñarse en los vicios. Pero aquel que gobierna invisiblemente el espíritu del hombre se dignará reducirle de nuevo al gusto de la virtud. El Profeta nos hace ver muy atinadamente en el mismo versículo esta doble verdad: “Fui fuertemente empujado para que cayera” (Sal 117,13): aquí se designa la flaqueza del libre albedrío. “Pero el Señor me sostuvo” (Sal 117,13): aquí se declara la continua asistencia del Señor junto a nuestra libertad, para que no nos veamos arrastrados por ésta a una ruina completa. Él nos tiende su mano, cuando nos ve vacilar, para sostenernos y establecernos en el bien.
Dice aún el Salmista: “Apenas decía yo: Vacilan mis pies -por el poder resbaladizo del albedrío-, tu gracia, Señor, me sostenía” (Sal 93,18). De nuevo, junto a su movilidad e inconstancia (está) el socorro divino, confesando que si su fe no ha titubeado, no es ello debido a su propia diligencia, sino gracias a la misericordia del Señor. Y otra vez: “En las grandes angustias de mi corazón -cuya causa era el libre albedrío-, alegraban mi alma tus consuelos” (Sal 93,19). Como una inspiración tuya, han penetrado en mi alma y, descubriéndome la visión de los bienes futuros que has preparado a los que sufren por tu nombre, no sólo han desvanecido la ansiedad de mi corazón, sino que la han llenado de una alegría soberana. Y además: “Si el Señor no me hubiera ayudado, ya habitaría mi alma en el infierno” (Sal 93,17). Confiesa, por tanto, que su libertad le hubiera conducido al infierno si la ayuda y protección divinas no le hubieran salvado.
“El Señor -y no esa libertad- guía los pasos del hombre. Y si cayere el justo -por obra, claro es, de su libre albedrío-, no yacerá postrado. ¿Por qué? Porque el Señor le tiende la mano” (Sal 36, 23-24). Esto equivale a decir netamente que ningún justo se basta a sí mismo para obtener la justicia. No sólo esto, sino que la divina clemencia debe ayudarle continuamente para que no desfallezca, y sostener con sus manos sus pasos vacilantes. Así evitará que la inconsistencia de su libertad le ponga en trance de perder el equilibrio y que, si tiene la desgracia de caer, perezca irrevocablemente. Nunca afirmaron los santos que habían encontrado por sí solos el camino que anduvieron para aprovechar en la virtud y garantizar su posesión. Antes bien, imploraban del Señor les pusiera en la verdadera trayectoria, diciendo: Guíame en tu verdad (Sal 24,5); y: Haz que sea recto ante tus ojos mi camino (Sal 5,9); o también: Dame a conocer el camino por donde ir (Sal 142,8) [...].
Esto que decimos lo atestigua aún con más fuerza aquel vaso de elección, san Pablo, cuando dice: “Pues Dios es el que obra en ustedes el querer y el obrar según su beneplácito” (Flp 2,13). Y en otra parte: “Entiende bien lo que quiero decir, porque el Señor te dará la inteligencia en todo” (2 Tm 2,7). Podría afirmarse algo más terminante y claro al decir que tanto nuestra buena voluntad como la consumación de la obra las realiza Dios en nosotros?
Pero puntualiza más: “Porque les ha sido otorgado no sólo creer en Cristo, sino también padecer por él” (Flp 1,29). Aquí observa nuevamente que el principio de nuestra conversión y de nuestra fe, así como de la paciencia en sufrir, son dones de Dios (...).
Porque no es el libre albedrío, sino “el Señor quien desata las cadenas de los cautivos. No es nuestra propia virtud, sino el Señor quien endereza a los encorvados; no es la aplicación a la lectura, sino el Señor quien da luz a los ciegos (...). No es nuestra vigilancia, sino el Señor quien protege a los extranjeros” (Sal 145, 7-8). En fin, no es nuestra fuerza, sino “el Señor quien levanta y sostiene a los que caen” (Sal 144,14). Al decir esto, no es mi intención, naturalmente, preconizar la inutilidad de nuestros esfuerzos ni decir que son vanos y superfluos nuestro celo y diligencia. Mi único propósito es que nos persuadamos de que sin la ayuda de Dios no podemos dar un paso, y de que nuestro ingenio y nuestro empeño no son eficaces, ni con mucho, para conquistar el precio inestimable de la pureza. El Señor debe contribuir con su ayuda y su misericordia a procurárnosla”.
Notas:
(1) Colaciones III, 12-15. Trad. castellana de L. M. y P. M. Sansegundo en Juan Casiano. Colaciones I, Madrid, 1958, pp. 157-164 (Clásicos de espiritualidad, 19).
Segunda lectura: Libros I-IV de las Instituciones; trad. en: Instituciones Cenobíticas, Zamora,
Ediciones Monte Casino / ECUAM, 2000, pp. (Colección de Espiritualidad monástica, 50).
(1) Cf. 1 R 3,12-13.
(2) Cf. 1 R 5,15 ss.
(3) 1 R 7,13-14.
(4) Cf. Dn 5,2.
(2) Cf. 1 R 5,15 ss.
(3) 1 R 7,13-14.
(4) Cf. Dn 5,2.