INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (47)

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San Ambrosio bautiza a san Agustín
Benozzo Gozzoli. 1464/65
Capilla de San Agustín
San Gimignano, Siena, Italia
Ambrosio de Milán (+ 397) [cuarta parte]

Primera lectura

De Naboth Jezrealita: Comentario de la historia de Nabot. Egoísmo de los ricos(1)

Había un rey en Israel, Ajab, y un pobre, Nabot (1 R 21). El primero gozaba de las riquezas del reino; el segundo sólo poseía un pequeño terreno. Nabot no ambicionó nunca las posesiones del rico, pero el rey se sintió indigente porque no poseía la viña del pobre, su vecino. ¿Quién te parece más pobre, el uno, que estaba contento con lo suyo, o el otro, que deseaba lo ajeno? Nabot se nos muestra pobre en hacienda, y Ajab, pobre en el corazón. El deseo del rico no sabe ser pobre. La hacienda más abundante no es suficiente para saciar el corazón del avaro. Por eso hay divergencia entre el rico avaro, que envidia las posesiones de los demás, y el pobre. Pero consideremos ya las palabras de la Sagrada Escritura.
Después de esto sucedió que Nabot de Jezrael tenía una viña en Israel, junto al palacio de Ajab, rey de Samaria. Ajab habló a Nabot diciéndole: «Cédeme tu viña para hacer un huerto de legumbres, pues está muy cerca de mi casa. Yo te daré por ella otra viña, y si esto no te conviene, te daré en dinero su valor». Pero Nabot respondió: «Guárdeme Dios de cederte la heredad de mis padres». Ajab entonces se entristeció e irritó, se acostó en su lecho, vuelto el rostro, y no quiso comer (1 R 21,1-4).
Había expuesto la Sagrada Escritura antes que Eliseo, aun siendo pobre, dejó sus bueyes y corrió tras Elías y luego volvió, mató sus bueyes y los distribuyó entre el pueblo, y siguió a Elías. Para condena de los ricos, que este rey representa, se expone previamente esto, en cuanto que, a pesar de haber recibido beneficios de Dios, como Ajab, a quien Dios concedió el reino y la lluvia por la oración del profeta Elías, violan los mandamientos divinos.
Pero oigamos qué dijo: “Dame”. ¿Qué palabra es ésta sino de pobre? ¿Cuál es la voz con que se implora la caridad pública sino “dame”? Dame, porque necesito; dame, porque no poseo otro remedio de vida; dame, porque no tengo pan para comer, ni bebida, ni alimento, ni vestido; dame, porque a ti te dio el Señor bienes de los cuales debes repartir, y a mí, no; dame, porque si no me das, nada tendré; dame, porque está escrito: “Den limosna” (Lc 11,41). “Dame -dice- tu viña”. Confiesa que no es suya, de modo que reconoce que la pide indebidamente.
“Y te daré -dice- por ella otra viña”. El rico desdeña lo suyo como vil y ambiciona lo que es ajeno como preciosísimo.
“Si esto no te conviene, te daré en dinero su valor”. Pronto corrige su error, ofreciendo dinero por la viña. Nada quiere que posea el otro quien anhela abarcarlo todo con sus posesiones.
“Y tendré -dice- un huerto de hortalizas”. Este era el motivo de toda su locura y furor, que buscaba un huerto para viles hortalizas. Ustedes, oh ricos, no tanto desean poseer lo que es útil como quitar a los demás lo que tienen. Cuidan más de expoliar a los pobres que de su ventaja. Estiman como injuria si el pobre posee algo de lo que juzgan digno de la posesión del rico. Creen que es un daño para ustedes todo lo que es ajeno. ¿Por qué los atraen tanto las riquezas de la naturaleza? El mundo ha sido creado para todos y unos pocos ricos intentan reservárselo. Pues no sólo la posesión de la tierra, sino el mismo cielo, el aire, el mar, lo reclaman para su uso unos pocos ricos. Este espacio que tú encierras en tus amplias posesiones, ¿a cuánta muchedumbre podría alimentar? ¿Acaso los ángeles tienen divididos los espacios de los cielos, como tú haces cuando divides la tierra con mojones?
Exclama el profeta: “¡Ay de los que juntan casa a casa y finca a finca!” (Is 5,8). Les acusa de avaricia estéril. Los ricos huyen de convivir con los hombres y por eso excluyen a sus vecinos. Pero no pueden huir totalmente, porque cuando les han excluido, encuentran a otros de nuevo, y cuando expulsan otra vez a éstos es necesario que tengan a otros por vecinos. Pues no es posible que vivan solos sobre la tierra. Las aves se juntan con las aves y frecuentemente bandadas ingentes cubren el cielo con su vuelo; los animales se unen a los animales, y los peces a los peces; no buscan dañar, sino el comercio de la vida cuando se acogen a la compañía de otros y pretenden obtener protección por medio de la ayuda de una sociedad más frecuente. Sólo tú, oh hombre, excluyes al de tu misma naturaleza e incluyes a las fieras; construyes albergues para las fieras y destruyes los de los hombres. Dejas entrar el mar en tus predios para que no te falten monstruos y llevas hacia adelante los límites de tus tierras para que no puedas tener vecinos.
Escuchamos la voz del rico que pedía lo ajeno; oigamos ahora la voz del pobre que defendía lo suyo: “Guárdeme Dios de cederte la heredad de mis padres”. Juzga que el dinero del rico es una especie de infección para él, como si dijera: “Sea ese dinero para perdición tuya” (Hch 8,20), yo no puedo vender la heredad de mis padres. Aquí tienes un ejemplo que imitar, oh rico, si lo entiendes bien: que no vendas tu campo por noche de meretriz; que no transfieras tu derecho por atender los gastos de banquetes y placeres; que no adjudiques tu casa para cubrir los riesgos del juego, a fin de que no pierdas el derecho de la piedad hereditaria.
Oídas estas palabras, se turbó en su espíritu el rey avaro: “Se acostó en su lecho, vuelto el rostro, y no quiso comer”. Lloran los ricos si no pueden arrebatar lo ajeno. No pueden ocultar la fuerza de su tristeza si los pobres no ceden a sus pretensiones. Desean dormir y encubren su rostro para no ver que hay en la tierra algo que es posesión de otro, que hay en el mundo algo que no es suyo, para no oír que el pobre tiene una posesión al lado de la suya, para no escuchar al pobre que les contradice. Las almas de estos ricos son aquellas a las que dice el profeta: “Mujeres ricas, resurjan” (Is 32,9).
“Y no comió -dice- su pan”, porque deseaba lo ajeno. Los ricos, en efecto, comen más que el suyo el pan ajeno, porque viven del robo y forman su hacienda con el producto de la rapiña. O acaso Ajab no comió su pan, queriendo castigarse con la muerte, porque se le había negado algo.
Compara ahora los afectos del pobre. Nada tiene, pero no sabe ayunar voluntariamente, a no ser para Dios y por necesidad. Ricos, ustedes arrebatan todo a los pobres y no les dejan nada; sin embargo, la pena de ustedes es mayor que la de ellos. Los pobres ayunan si no tienen; ustedes, incluso cuando tienen. Así, pues, se aplican a ustedes mismos primero la pena que infligen a los pobres. Ustedes son los que sufren por su pasión las tribulaciones de la pobreza mísera. Los pobres, ciertamente, no tienen de qué vivir, pero ustedes ni usan sus riquezas, ni las dejan usar a los demás. Sacan el oro de las venas de los metales, pero de nuevo lo esconden. ¡Cuántas vidas encierran con este oro!
¿Para quién guardan las riquezas? Se lee sobre el rico avaro: “Atesora y no sabe para quién reúne sus riquezas” (ver Sal 39,7; Lc 12,21). El heredero ocioso espera; el descontentadizo protesta porque ustedes tardan en morir. Desdeña el aumento de su herencia y tiene prisa de apoderarse de ella para su daño. ¿Qué desgracia mayor que ni siquiera merezcan agradecimiento de aquél para quien trabajan? Por él soportan todos los días el hambre triste y temen dañarle en su mesa; por él ayunan diariamente.
Conocí a un rico que cuando marchaba al campo solía contar los panes más pequeños que llevaba de la ciudad, de tal modo que por el número de panes se hubiera podido conocer cuántos días había estado en el campo. No quería abrir el granero cerrado para que no disminuyera lo que guardaba. Destinaba un solo pan para cada día, que apenas era suficiente para sustentarle. Averigüé también de fuente fidedigna que cuando le servían un huevo deploraba el pollo que se perdía. Les escribo esto para que conozcan que la justicia de Dios es vengadora, la cual castiga por medio del ayuno de ustedes las lágrimas de los pobres.
¡Qué obra de religión sería tu ayuno si lo que no gastas en tu sustento lo dieras a los pobres! Más tolerable era aquel rico de cuya mesa el pobre Lázaro, hambriento, recogía las migajas que caían; pero también sus banquetes exigían la sangre de muchos pobres, y sus vasos estaban empañados por la sangre de muchos tomados en su trampa.
¡Cuántos mueren para que ustedes dispongan de lo que los deleita! ¡Cuán funesta es el ansia y la lujuria de ustedes! Éste cae de techos elevados por preparar amplios depósitos para los graneros de ustedes. Aquél se precipita de la copa más alta de los árboles, mientras busca las clases de uva con las que preparar un vino digno de los banquetes de ustedes. Hay quien ha perecido ahogado en el mar porque ustedes temían que faltaran los peces o las ostras en sus mesas. Uno perece a causa del frío invernal para cazar liebres o atrapar aves con red. Otro, ante tus ojos, si acaso en algo te desagrada, es azotado hasta la muerte y su sangre salpica hasta los mismos banquetes. En fin, rico era aquél que mandó traer la cabeza del profeta pobre y no encontró otro premio que ofrecer a la danzarina, a no ser mandarle matar.

“Elogio de los Salmos” (Comentario al Salmo 1,4. 7-8. 9-12; CSEL 64, 4-7. 9-10)

Aunque es verdad que toda la sagrada Escritura está impregnada de la gracia divina, el libro de los salmos posee, con todo, una especial dulzura; el mismo Moisés, que narra en un estilo llano las hazañas de los antepasados, después de haber hecho que el pueblo atravesara el mar Rojo de un modo admirable y glorioso, al contemplar cómo el Faraón y su ejército habían quedado sumergidos en él, superando sus propias cualidades (como había superado con aquel hecho sus propias fuerzas), cantó al Señor un cántico triunfal. También María, su hermana, tomando en su mano el pandero, invitaba a las otras mujeres, diciendo: “Cantaré al Señor, sublime es su victoria, caballos y carros ha arrojado en el mar”.

La historia instruye, la ley enseña, la profecía anuncia, la reprensión corrige, la enseñanza moral aconseja; pero el libro de los salmos es como un compendio de todo ello y una medicina espiritual para todos. El que lo lee halla en él un remedio específico para curar las heridas de sus propias pasiones. El que sepa leer en él encontrará allí, como en un gimnasio público de las almas y como en un estadio de las virtudes, toda la variedad posible de competiciones, de manera que podrá elegir la que crea más adecuada para sí, con miras a alcanzar el premio final.

Aquel que desee recordar e imitar las hazañas de los antepasados hallará compendiada en un solo salmo toda la historia de los padres antiguos, y así, leyéndolo, podrá irla recorriendo de forma resumida. Aquel que investiga el contenido de la ley, que se reduce toda ella al mandamiento del amor (“porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley”), hallará en los salmos con cuánto amor uno solo se expuso a graves peligros para librar a todo el pueblo de su oprobio; con lo cual se dará cuenta de que la gloria de la caridad es superior al triunfo de la fuerza.

Y ¿qué decir de su contenido profético? Aquello que otros habían anunciado de manera enigmática se promete clara y abiertamente a un personaje determinado, a saber, que de su descendencia nacerá el Señor Jesús, como dice el Señor a aquél: “A uno de tu linaje pondré sobre tu trono”. De este modo, en los salmos hallamos profetizado no sólo el nacimiento de Jesús, sino también su pasión salvadora, su reposo en el sepulcro, su resurrección, su ascensión al cielo y su glorificación a la derecha del Padre. El salmista anuncia lo que nadie se hubiera atrevido a decir, aquello mismo que luego, en el Evangelio, proclamó el Señor en persona. (…)

¿Qué cosa hay más agradable que los salmos? Como dice bellamente el mismo salmista: “Alaben al Señor, que los salmos son buenos; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa”. Y con razón: los salmos, en efecto, son la bendición del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio de los fieles, el aplauso de todos, el lenguaje universal, la voz de la Iglesia, la profesión armoniosa de nuestra fe, la expresión de nuestra entrega total, el gozo de nuestra libertad, el clamor de nuestra alegría desbordante. Ellos calman nuestra ira, rechazan nuestras preocupaciones, nos consuelan en nuestras tristezas. De noche son un arma, de día una enseñanza; en el peligro son nuestra defensa, en las festividades nuestra alegría; ellos expresan la tranquilidad de nuestro espíritu, son prenda de paz y de concordia, son como la cítara que aúna en un solo canto las voces más diversas y dispares. Con los salmos celebramos el nacimiento del día, y con los salmos cantamos a su ocaso.

En los salmos rivalizan la belleza y la doctrina; son a la vez un canto que deleita y un texto que instruye. Cualquier sentimiento encuentra su eco en el libro de los salmos. Leo en ellos: “Cántico para el amado”, y me inflamo en santos deseos de amor; en ellos voy meditando el don de la revelación, el anuncio profético de la resurrección, los bienes prometidos; en ellos aprendo a evitar el pecado y a sentir arrepentimiento y vergüenza de los delitos cometidos.

¿Qué otra cosa es el Salterio sino el instrumento espiritual con que el hombre inspirado hace resonar en la tierra la dulzura de las melodías celestiales, como quien pulsa la lira del Espíritu Santo? Unido a este Espíritu, el salmista hace subir a lo alto, de diversas maneras, el canto de la alabanza divina, con liras e instrumentos de cuerda, esto es, con los despojos muertos de otras diversas voces; porque nos enseña que primero debemos morir al pecado y luego, no antes, poner de manifiesto en este cuerpo las obras de las diversas virtudes, con las cuales pueda llegar hasta el Señor el obsequio de nuestra devoción.

Nos enseña, pues, el salmista que nuestro canto, nuestra salmodia, debe ser interior, como lo hacía Pablo, que dice: “Quiero rezar llevado del Espíritu, pero rezar también con la inteligencia; quiero cantar llevado del Espíritu, pero cantar también con la inteligencia”; con estas palabras nos advierte que debemos orientar nuestra vida y nuestros actos a las cosas de arriba, para que así el deleite de lo agradable no excite las pasiones corporales, las cuales no liberan nuestra alma, sino que la aprisionan más aún; el salmista nos recuerda que en la salmodia encuentra el alma su redención: “Tocaré para ti la cítara, Santo de Israel; te aclamarán mis labios, Señor, mi alma, que tú redimiste”.

Segunda lectura: Los misterios (De mysteriis). Trad. en Los Sacramentos y los Misterios, Buenos Aires, 1954, pp. 83-109
(reeditada por la Librería Parroquial de Clavería, S.A. bajo el título Los Sacramentos y los Misterios, México, 1989, pp. 83-109).

(1) 5-20. Trad. de Restituto Sierra Bravo en El Mensaje Social de los Padres de la Iglesia, Madrid, Ed. Ciudad Nueva, 1989, pp. 390-393.