INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (40)
Comienzo del evangelio según san Lucas
Lindisfarne Gospels
Primera mitad del s. VIII
British Library, Londres
Lindisfarne Gospels
Primera mitad del s. VIII
British Library, Londres
Cirilo de Alejandría (+ 444) [segunda parte]
Primera lectura
a) Más allá de nuestras posibilidades(1)
A.- ¿No dices que el sufrimiento en la cruz fue motivo de escándalo para los judíos y locura para los griegos? Los primeros, al ver a Cristo colgado de la cruz, movían hacia Él sus cabezas homicidas y decían: «Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz y creeremos en ti». Pensaban que habiendo sido apresado y sometido a tortura, debía desconfiarse de su fuerza. Se equivocaban al no reconocerlo como verdadero Hijo de Dios y al atender sólo a su carne. Los segundos, los griegos, incapaces por completo de penetrar en la profundidad del misterio, consideran locura que hablemos de que Cristo ha muerto para dar la vida al mundo. Y, precisamente, lo que parece locura es sabiduría superior a toda la de los hombres. Porque todo el asunto que atañe a Cristo Salvador de todos nosotros, es profundísimo y está lleno de una sabiduría sin par. Y lo que consideró debilidad el pueblo judío es más fuerte que los hombres. El Verbo Unigénito de Dios nos ha salvado revistiendo nuestra semejanza para que, sufriendo en su carne y resucitando de entre los muertos, mostrase nuestra naturaleza victoriosa de la muerte y de la corrupción. Ciertamente lo que llevó a cabo está por encima de nuestra capacidad. Por eso, lo que parecía haberse cumplido por una debilidad igual a la nuestra y en el sufrimiento, es más fuerte que los hombres y demostración del poder de Dios.
B.- Pero, dicen, ¿cómo es posible que una misma persona haya sufrido y no haya sufrido?
A.- Porque sufrió en su carne, no en su naturaleza divina. Se trata de algo absolutamente inefable y ninguna mente es capaz de desentrañar cosas tan sutiles y elevadas. Siguiendo los caminos que conducen a la ortodoxia, y ateniéndonos con sumo cuidado a la lógica de la conveniencia, no tendremos por qué negar la posibilidad de que se diga que el Verbo ha padecido. No diremos que su nacimiento según la carne, anterior a la pasión, no le pertenece a Él, sino a otro. Pero tampoco atribuiremos a su naturaleza divina y trascendente las acciones cumplidas por la carne. Pensaremos, como ya he dicho, que sufrió en su carne, aunque no en su divinidad, de un modo similar a lo que a continuación voy a exponer. Es verdad que cualquier ejemplo es inadecuado y queda muy lejos de la verdad. Pero me viene a la cabeza una comparación que, aun siendo débil reflejo de la realidad, tal vez pueda ayudarnos a que, partiendo, por así decirlo, de lo que tenemos a mano, nos ayude a alzarnos hasta las alturas de lo que supera a nuestro entendimiento. Igual que el hierro o cualquier otra materia semejante, sometido a la acción del fuego, recibe en sí el fuego y soporta con dolor la llama y si es golpeado por alguien, padece el daño el metal, pero no el fuego que en él subsiste, así sucede también en cierto modo con el Hijo, cuando se dice de Él que sufre en la carne pero no en la divinidad. Ciertamente, la fuerza de la comparación, como ya he advertido, no es demasiada(2) pero sirve para acercar en algún modo a la Verdad a quienes no rechazan las Sagradas Escrituras.
B.- Dices bien.
A.- Si la carne que está unida al Verbo de modo inefable, más allá de todo entendimiento e inteligencia, no llega a ser suya sin intermediario ninguno, ¿cómo podrá decirse de ella que es vivificadora? «Yo soy -dice Él- el pan vivo bajado del cielo que da la vida al mundo. Quien coma de este pan vivirá para siempre y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». Pero si la carne es la de otro hijo y le está unida accidentalmente por conexión, y la igualdad de honores la tiene por un don gratuito ¿cómo puede ser que el Verbo llame a esa carne la suya propia, Él que no sabría mentir? Y, por otra parte, ¿cómo puede la carne de otro cualquiera dar la vida al mundo, si no es la carne de la vida, del Verbo nacido del Padre, del cual dice el divino Juan: «Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero. Nosotros estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo. Éste es el Dios verdadero y la vida eterna».
B.- Pero me imagino que a eso responderían tal vez que Cristo mismo dijo muy claramente: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis !a carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros ». Por tanto, dicen, puede concluirse de ahí que ese cuerpo y esa sangre preciosa no pertenecen tanto al Dios Verbo cuanto al hombre que le está unido.
A.- Entonces, ¿en qué consiste «el gran misterio de piedad» ? Pues, a lo que parece, hay que suprimir el anonadamiento del Dios Verbo, que es de la misma condición que el Padre e igual a Él, pero que por nosotros decidió tomar forma de esclavo y hacerse semejante a nosotros, tomar parte en la carne y en la sangre y procurar así a todos los frutos de la economía salvadora de la Encarnación. Gracias a ella, todo ha sido salvado, porque el Padre recapituló en Él todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, según está escrito. Si dicen que no es el Unigénito quien, hablando como Dios y como hombre al mismo tiempo, dice: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo», sino otro cualquiera distinto de Él, un hijo del hombre completamente al margen, que sería quien nos habría salvado, ése tal, según la Escritura, no sería el Señor, sino uno de nosotros. Las criaturas sometidas a la corrupción no tendrían la vida de Dios, que es el único capaz de darla, sino la de uno cualquiera, sometido también a la corrupción y que, como nosotros, habría recibido la vida por la gracia. Si, por el contrario, es verdad lo que dicen las Escrituras de que el Verbo se hizo carne y «apareció sobre la tierra y vivió entre los hombres», Él, teniendo como propia la forma de esclavo, será llamado también Hijo del hombre, por mucho que algunos lo soporten mal, exponiéndose por ello a la acusación de ignorancia. Pues no hubo otro modo de conseguir que la carne fuera vivificadora, siendo como es de suyo carne necesariamente sometida a la corrupción, sino haciendo que perteneciera al Verbo, que vivifica todas las cosas. La carne cumplió las acciones del Verbo, siendo portadora del poder vivificador del Verbo. No es de extrañar que el fuego, al entrar en contacto con cosas que de suyo no son calientes, las haga tales, pues introduce en ellas, y con abundancia, la potencia de la energía que le es propia. Siendo esto así, ¿por qué el Verbo, que es Dios, no habría de ser capaz de introducir todavía mejor su poder y acción vivificadora en la carne que le es propia, puesto que se unió a ella sin confusión ni cambio, en un modo que sólo el mismo Verbo conoce?
B.- Ha de admitirse, por tanto, que, sin ningún intermediario, el cuerpo vino a ser perfectamente propio del Verbo que proviene del Padre, a pesar de que se trata de un cuerpo concebido como vivificado por un alma intelectual.
A.- Así es, si queremos atenernos al discurso infalible de la fe, si solos admiradores de los principios de verdad, si no nos ' apartamos de la doctrina determinada por los santos Padres ni, atraídos a ideas falsas por los desvaríos de algunos, abandonamos el camino real, sino que, por el contrario, procuramos edificar sobre la misma piedra fundamental, Cristo.«Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo», según escribió con precisión el «experto arquitecto» iniciador de los misterios de Cristo. Creemos nosotros, por tanto, que el Hijo de Dios Padre es solamente uno y que hay que concebir como una única persona a nuestro Señor Jesucristo, engendrado divinamente por Dios Padre como Verbo antes de todos los siglos y del tiempo y nacido, Él mismo, en los últimos tiempos del mundo, de la carne de una mujer. Al mismo atribuimos lo humano y lo divino y confesamos ser suyos el nacimiento en la carne y el sufrimiento en la cruz, pues hizo suyo todo lo perteneciente a la carne, aunque por cuanto hace a su naturaleza divina, permaneció impasible. Así pues «al nombre de Jesús toda rodilla se doble y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre». Amén.
Primera lectura
a) Más allá de nuestras posibilidades(1)
A.- ¿No dices que el sufrimiento en la cruz fue motivo de escándalo para los judíos y locura para los griegos? Los primeros, al ver a Cristo colgado de la cruz, movían hacia Él sus cabezas homicidas y decían: «Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz y creeremos en ti». Pensaban que habiendo sido apresado y sometido a tortura, debía desconfiarse de su fuerza. Se equivocaban al no reconocerlo como verdadero Hijo de Dios y al atender sólo a su carne. Los segundos, los griegos, incapaces por completo de penetrar en la profundidad del misterio, consideran locura que hablemos de que Cristo ha muerto para dar la vida al mundo. Y, precisamente, lo que parece locura es sabiduría superior a toda la de los hombres. Porque todo el asunto que atañe a Cristo Salvador de todos nosotros, es profundísimo y está lleno de una sabiduría sin par. Y lo que consideró debilidad el pueblo judío es más fuerte que los hombres. El Verbo Unigénito de Dios nos ha salvado revistiendo nuestra semejanza para que, sufriendo en su carne y resucitando de entre los muertos, mostrase nuestra naturaleza victoriosa de la muerte y de la corrupción. Ciertamente lo que llevó a cabo está por encima de nuestra capacidad. Por eso, lo que parecía haberse cumplido por una debilidad igual a la nuestra y en el sufrimiento, es más fuerte que los hombres y demostración del poder de Dios.
B.- Pero, dicen, ¿cómo es posible que una misma persona haya sufrido y no haya sufrido?
A.- Porque sufrió en su carne, no en su naturaleza divina. Se trata de algo absolutamente inefable y ninguna mente es capaz de desentrañar cosas tan sutiles y elevadas. Siguiendo los caminos que conducen a la ortodoxia, y ateniéndonos con sumo cuidado a la lógica de la conveniencia, no tendremos por qué negar la posibilidad de que se diga que el Verbo ha padecido. No diremos que su nacimiento según la carne, anterior a la pasión, no le pertenece a Él, sino a otro. Pero tampoco atribuiremos a su naturaleza divina y trascendente las acciones cumplidas por la carne. Pensaremos, como ya he dicho, que sufrió en su carne, aunque no en su divinidad, de un modo similar a lo que a continuación voy a exponer. Es verdad que cualquier ejemplo es inadecuado y queda muy lejos de la verdad. Pero me viene a la cabeza una comparación que, aun siendo débil reflejo de la realidad, tal vez pueda ayudarnos a que, partiendo, por así decirlo, de lo que tenemos a mano, nos ayude a alzarnos hasta las alturas de lo que supera a nuestro entendimiento. Igual que el hierro o cualquier otra materia semejante, sometido a la acción del fuego, recibe en sí el fuego y soporta con dolor la llama y si es golpeado por alguien, padece el daño el metal, pero no el fuego que en él subsiste, así sucede también en cierto modo con el Hijo, cuando se dice de Él que sufre en la carne pero no en la divinidad. Ciertamente, la fuerza de la comparación, como ya he advertido, no es demasiada(2) pero sirve para acercar en algún modo a la Verdad a quienes no rechazan las Sagradas Escrituras.
B.- Dices bien.
A.- Si la carne que está unida al Verbo de modo inefable, más allá de todo entendimiento e inteligencia, no llega a ser suya sin intermediario ninguno, ¿cómo podrá decirse de ella que es vivificadora? «Yo soy -dice Él- el pan vivo bajado del cielo que da la vida al mundo. Quien coma de este pan vivirá para siempre y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». Pero si la carne es la de otro hijo y le está unida accidentalmente por conexión, y la igualdad de honores la tiene por un don gratuito ¿cómo puede ser que el Verbo llame a esa carne la suya propia, Él que no sabría mentir? Y, por otra parte, ¿cómo puede la carne de otro cualquiera dar la vida al mundo, si no es la carne de la vida, del Verbo nacido del Padre, del cual dice el divino Juan: «Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero. Nosotros estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo. Éste es el Dios verdadero y la vida eterna».
B.- Pero me imagino que a eso responderían tal vez que Cristo mismo dijo muy claramente: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis !a carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros ». Por tanto, dicen, puede concluirse de ahí que ese cuerpo y esa sangre preciosa no pertenecen tanto al Dios Verbo cuanto al hombre que le está unido.
A.- Entonces, ¿en qué consiste «el gran misterio de piedad» ? Pues, a lo que parece, hay que suprimir el anonadamiento del Dios Verbo, que es de la misma condición que el Padre e igual a Él, pero que por nosotros decidió tomar forma de esclavo y hacerse semejante a nosotros, tomar parte en la carne y en la sangre y procurar así a todos los frutos de la economía salvadora de la Encarnación. Gracias a ella, todo ha sido salvado, porque el Padre recapituló en Él todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, según está escrito. Si dicen que no es el Unigénito quien, hablando como Dios y como hombre al mismo tiempo, dice: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo», sino otro cualquiera distinto de Él, un hijo del hombre completamente al margen, que sería quien nos habría salvado, ése tal, según la Escritura, no sería el Señor, sino uno de nosotros. Las criaturas sometidas a la corrupción no tendrían la vida de Dios, que es el único capaz de darla, sino la de uno cualquiera, sometido también a la corrupción y que, como nosotros, habría recibido la vida por la gracia. Si, por el contrario, es verdad lo que dicen las Escrituras de que el Verbo se hizo carne y «apareció sobre la tierra y vivió entre los hombres», Él, teniendo como propia la forma de esclavo, será llamado también Hijo del hombre, por mucho que algunos lo soporten mal, exponiéndose por ello a la acusación de ignorancia. Pues no hubo otro modo de conseguir que la carne fuera vivificadora, siendo como es de suyo carne necesariamente sometida a la corrupción, sino haciendo que perteneciera al Verbo, que vivifica todas las cosas. La carne cumplió las acciones del Verbo, siendo portadora del poder vivificador del Verbo. No es de extrañar que el fuego, al entrar en contacto con cosas que de suyo no son calientes, las haga tales, pues introduce en ellas, y con abundancia, la potencia de la energía que le es propia. Siendo esto así, ¿por qué el Verbo, que es Dios, no habría de ser capaz de introducir todavía mejor su poder y acción vivificadora en la carne que le es propia, puesto que se unió a ella sin confusión ni cambio, en un modo que sólo el mismo Verbo conoce?
B.- Ha de admitirse, por tanto, que, sin ningún intermediario, el cuerpo vino a ser perfectamente propio del Verbo que proviene del Padre, a pesar de que se trata de un cuerpo concebido como vivificado por un alma intelectual.
A.- Así es, si queremos atenernos al discurso infalible de la fe, si solos admiradores de los principios de verdad, si no nos ' apartamos de la doctrina determinada por los santos Padres ni, atraídos a ideas falsas por los desvaríos de algunos, abandonamos el camino real, sino que, por el contrario, procuramos edificar sobre la misma piedra fundamental, Cristo.«Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo», según escribió con precisión el «experto arquitecto» iniciador de los misterios de Cristo. Creemos nosotros, por tanto, que el Hijo de Dios Padre es solamente uno y que hay que concebir como una única persona a nuestro Señor Jesucristo, engendrado divinamente por Dios Padre como Verbo antes de todos los siglos y del tiempo y nacido, Él mismo, en los últimos tiempos del mundo, de la carne de una mujer. Al mismo atribuimos lo humano y lo divino y confesamos ser suyos el nacimiento en la carne y el sufrimiento en la cruz, pues hizo suyo todo lo perteneciente a la carne, aunque por cuanto hace a su naturaleza divina, permaneció impasible. Así pues «al nombre de Jesús toda rodilla se doble y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre». Amén.
b) Comentario al evangelio de san Juan (6,63 y 64)
El Espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. No es tan absurdo por vuestra parte, dice Jesús aquí, el rechazar que la carne pueda dar la vida. Considerada sola y en sí misma, en efecto, la carne no es vivificante por naturaleza.
Ninguna cosa creada dará jamás la vida: al contrario está reclamando a alguien que se la dé a ella. Pero si examinan atentamente el misterio de la encamación y comprenden bien quién es el que habita esta carne, admitirán por completo, a menos de hacer injuria al Espíritu Santo, que esta carne puede dar la vida -aunque ordinariamente la carne por sí misma no sirve para nada-. Al estar unida al Verbo vivificante, también ella se hace totalmente vivificante; y entre el Verbo y ella, la parte más fuerte comunica su virtud a la otra, y no es la carne la que impone su propia manera de ser al que jamás fue vencido. Aunque la naturaleza de la carne es impotente por sí para dar la vida, sin embargo es capaz de ello por tener al Verbo vivificante y estar enriquecida con todo su poder. Este cuerpo pertenece al que por naturaleza es vida, y no a uno cualquiera de estos hombres terrestres de quien se puede decir con toda razón: La carne no sirve para nada. Nosotros no esperamos la vida ni de la carne de Pablo, ni de la de Pedro, ni de la ningún otro: únicamente puede darla la carne de Cristo nuestro Salvador, “en quien habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Col 2,9)...
Esto es lo que el Señor quiere decir con las palabras que hemos citado: “Entrando en el fondo de su pensamiento, veo que me acusan neciamente de haber dicho que mi cuerpo terreno da naturalmente la vida: no es eso completamente lo que yo quería decir: mi explicación se refería únicamente al Espíritu divino y a la vida eterna. No es precisamente la naturaleza de la carne la que hace al Espíritu vivificante, si no que el Cuerpo da la vida por la virtud del Espíritu. “Las palabras que yo les he dicho son Espíritu”, es decir espirituales y relativas al Espíritu, y vida, es decir vivificantes y relativas al que es la vida por naturaleza. Su propósito, al hablar así, no es rebajar su propia carne, sino enseñarnos la verdad... Ha sido él quien ha hecho de su cuerpo una fuente de vida regenerándolo para comunicarle su virtud propia. ¿Cómo se ha realizado esto? La razón no puede concebirlo, ni la lengua decirlo; hay que adorar en silencio, con una fe que sobrepasa el entendimiento.
c) Comentario al evangelio de san Juan (11,11)
Para conducirnos hasta la unidad con Dios y entre nosotros —hasta el punto de no ser más que uno sólo, aunque continuando distintos los unos de los otros en nuestros cuerpos y en nuestras almas—, el Hijo único inventó un medio concebido por la sabiduría y el consejo del Padre que le pertenecen. Bendice a los que creen en él haciéndoles participar místicamente en un solo cuerpo, el suyo. Los incorpora de esta manera a sí mismo y unos a otros. ¿Quién separará a los que han sido unidos por este santo cuerpo en la unidad de Cristo, o los alejará de esta unión de naturaleza que tienen entre sí? Porque si nosotros participamos de un solo pan, nos transformamos en un solo cuerpo (1 Co 10,17). Cristo no puede estar dividido. Por eso se llama también a la Iglesia el cuerpo de Cristo, y a nosotros sus diversos miembros, según la expresión de san Pablo (cfr. Ef 5,30). Todos nosotros estamos unidos al único Cristo por su santo cuerpo; y puesto que lo recibimos de él, uno e indivisible en nuestros propios cuerpos, es a él más que a nosotros a quien están ligados nuestros miembros...
Para la unidad en el Espíritu, nuestra reflexión emprenderá un camino semejante, y diremos que habiendo recibido todos un solo y único Espíritu, quiero decir, el Espíritu Santo, estamos de .alguna manera mezclados íntimamente unos a otros y con Dios. En efecto, aunque formemos una multitud de individuos, y aunque Cristo establezca en cada uno de nosotros el Espíritu de su Padre y el suyo, no existe, sin embargo, más que un solo Espíritu indivisible que reúne en sí mismo los espíritus distintos unos de otros por el hecho de su existencia individual, y los hace ser, por decirlo así, un solo espíritu en él.
Igual que la virtud de la santa carne (de Cristo) unifica en un solo cuerpo a aquellos en quienes ella ha entrado, también, digo yo, el Espíritu, uno e indivisible, de Dios habita en todos y nos une a todos en una unidad espiritual. De ahí aquello de san Pablo: “Sobrellévense, dice, amorosamente unos a otros; esfuércense por conservar la unidad de espíritu en el vínculo de la paz. No hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu, lo mismo que han sido llamados por su vocación a una sola esperanza. No hay más que un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; no hay más que un solo Dios, Padre de todos, que está por encima de todos, actúa por todos y se encuentra en todos (Ef 4, 2-6).
Si el único Espíritu habita en nosotros, el Dios único, Padre de todos, estará en nosotros y conducirá por medio de su Hijo a la unidad mutua y a la unión con él a todo el que participe del Espíritu.
El Espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. No es tan absurdo por vuestra parte, dice Jesús aquí, el rechazar que la carne pueda dar la vida. Considerada sola y en sí misma, en efecto, la carne no es vivificante por naturaleza.
Ninguna cosa creada dará jamás la vida: al contrario está reclamando a alguien que se la dé a ella. Pero si examinan atentamente el misterio de la encamación y comprenden bien quién es el que habita esta carne, admitirán por completo, a menos de hacer injuria al Espíritu Santo, que esta carne puede dar la vida -aunque ordinariamente la carne por sí misma no sirve para nada-. Al estar unida al Verbo vivificante, también ella se hace totalmente vivificante; y entre el Verbo y ella, la parte más fuerte comunica su virtud a la otra, y no es la carne la que impone su propia manera de ser al que jamás fue vencido. Aunque la naturaleza de la carne es impotente por sí para dar la vida, sin embargo es capaz de ello por tener al Verbo vivificante y estar enriquecida con todo su poder. Este cuerpo pertenece al que por naturaleza es vida, y no a uno cualquiera de estos hombres terrestres de quien se puede decir con toda razón: La carne no sirve para nada. Nosotros no esperamos la vida ni de la carne de Pablo, ni de la de Pedro, ni de la ningún otro: únicamente puede darla la carne de Cristo nuestro Salvador, “en quien habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Col 2,9)...
Esto es lo que el Señor quiere decir con las palabras que hemos citado: “Entrando en el fondo de su pensamiento, veo que me acusan neciamente de haber dicho que mi cuerpo terreno da naturalmente la vida: no es eso completamente lo que yo quería decir: mi explicación se refería únicamente al Espíritu divino y a la vida eterna. No es precisamente la naturaleza de la carne la que hace al Espíritu vivificante, si no que el Cuerpo da la vida por la virtud del Espíritu. “Las palabras que yo les he dicho son Espíritu”, es decir espirituales y relativas al Espíritu, y vida, es decir vivificantes y relativas al que es la vida por naturaleza. Su propósito, al hablar así, no es rebajar su propia carne, sino enseñarnos la verdad... Ha sido él quien ha hecho de su cuerpo una fuente de vida regenerándolo para comunicarle su virtud propia. ¿Cómo se ha realizado esto? La razón no puede concebirlo, ni la lengua decirlo; hay que adorar en silencio, con una fe que sobrepasa el entendimiento.
c) Comentario al evangelio de san Juan (11,11)
Para conducirnos hasta la unidad con Dios y entre nosotros —hasta el punto de no ser más que uno sólo, aunque continuando distintos los unos de los otros en nuestros cuerpos y en nuestras almas—, el Hijo único inventó un medio concebido por la sabiduría y el consejo del Padre que le pertenecen. Bendice a los que creen en él haciéndoles participar místicamente en un solo cuerpo, el suyo. Los incorpora de esta manera a sí mismo y unos a otros. ¿Quién separará a los que han sido unidos por este santo cuerpo en la unidad de Cristo, o los alejará de esta unión de naturaleza que tienen entre sí? Porque si nosotros participamos de un solo pan, nos transformamos en un solo cuerpo (1 Co 10,17). Cristo no puede estar dividido. Por eso se llama también a la Iglesia el cuerpo de Cristo, y a nosotros sus diversos miembros, según la expresión de san Pablo (cfr. Ef 5,30). Todos nosotros estamos unidos al único Cristo por su santo cuerpo; y puesto que lo recibimos de él, uno e indivisible en nuestros propios cuerpos, es a él más que a nosotros a quien están ligados nuestros miembros...
Para la unidad en el Espíritu, nuestra reflexión emprenderá un camino semejante, y diremos que habiendo recibido todos un solo y único Espíritu, quiero decir, el Espíritu Santo, estamos de .alguna manera mezclados íntimamente unos a otros y con Dios. En efecto, aunque formemos una multitud de individuos, y aunque Cristo establezca en cada uno de nosotros el Espíritu de su Padre y el suyo, no existe, sin embargo, más que un solo Espíritu indivisible que reúne en sí mismo los espíritus distintos unos de otros por el hecho de su existencia individual, y los hace ser, por decirlo así, un solo espíritu en él.
Igual que la virtud de la santa carne (de Cristo) unifica en un solo cuerpo a aquellos en quienes ella ha entrado, también, digo yo, el Espíritu, uno e indivisible, de Dios habita en todos y nos une a todos en una unidad espiritual. De ahí aquello de san Pablo: “Sobrellévense, dice, amorosamente unos a otros; esfuércense por conservar la unidad de espíritu en el vínculo de la paz. No hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu, lo mismo que han sido llamados por su vocación a una sola esperanza. No hay más que un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; no hay más que un solo Dios, Padre de todos, que está por encima de todos, actúa por todos y se encuentra en todos (Ef 4, 2-6).
Si el único Espíritu habita en nosotros, el Dios único, Padre de todos, estará en nosotros y conducirá por medio de su Hijo a la unidad mutua y a la unión con él a todo el que participe del Espíritu.
Segunda lectura
Libro contra quien no quiere confesar que la Santa Virgen es Madre de Dios. Traducción en Carlos Ignacio González, SJ, María en los Padres de la Iglesia,
México, D. F., Conferencia del Episcopado Mexicano, 1993, pp. 517-527.
Libro contra quien no quiere confesar que la Santa Virgen es Madre de Dios. Traducción en Carlos Ignacio González, SJ, María en los Padres de la Iglesia,
México, D. F., Conferencia del Episcopado Mexicano, 1993, pp. 517-527.
(1) Reproducimos un trozo de la obra de Cirilo intitulada ¿Por qué Cristo es uno? (trad. en BPa 14). “A” es Cirilo, en tanto que “B” representa a un interlocutor anónimo.
(2) “El ejemplo sirve para mostrar que en Cristo, aunque las dos naturalezas estén unidas en una sola persona, permanecen con sus propiedades cada una. Igual que el hierro unido al fuego conserva su naturaleza, así también la divinidad. Y como el fuego no padece ningún daño, a pesar de haberse hecho una sola cosa con el hierro, así también la naturaleza divina” (nota de L. Leone, en trad. cit., p. 124).
(2) “El ejemplo sirve para mostrar que en Cristo, aunque las dos naturalezas estén unidas en una sola persona, permanecen con sus propiedades cada una. Igual que el hierro unido al fuego conserva su naturaleza, así también la divinidad. Y como el fuego no padece ningún daño, a pesar de haberse hecho una sola cosa con el hierro, así también la naturaleza divina” (nota de L. Leone, en trad. cit., p. 124).