INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (37)
San Juan Crisóstomo
Hacia el año 1000
Mosaico de “Haghia Sophia”
Estambul (Turquía)
Hacia el año 1000
Mosaico de “Haghia Sophia”
Estambul (Turquía)
Juan Crisóstomo (+ 407) [segunda parte]
Primera lectura: selección de homilías
El publicano y el fariseo (Sobre la incomprensibilidad de Dios, 5, 6-7; PG 48,745-746)
Si uno es pecador, no es humildad reconocerlo. Existe sin embargo humildad cuando quien tiene conciencia de haber realizado grandes cosas no por ello concibe una alta idea de sí mismo; cuando se parece a san Pablo hasta el punto de poder decir: “Mi conciencia nada me reprocha” (1 Co 4,4), o: “Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y el primero soy yo” (1 Tm 1,15). En esto consiste la humildad: a pesar de la grandeza de nuestros actos, estimarnos en poco en nuestro espíritu.
Sin embargo Dios, por razón de su inefable amor a los hombres, no sólo acepta al que se humilla de esta manera, sino también a los que confiesan francamente sus faltas, y se muestra favorable y benévolo con los que tienen tal disposición. Para que te des cuenta de lo bueno que es no tener una alta idea de sí mismo, represéntate dos carros. Engancha a uno la virtud y el orgullo, al otro el pecado y la humildad. Verás que el tiro del pecado adelanta al de la virtud, no precisamente por su propio poder, sino por la fuerza de la humildad que le acompaña, y aquella se queda atrás no por la debilidad de la virtud, sino por el peso y la enormidad del orgullo. En efecto, así como la humildad, gracias a su inmensa fuerza de elevación, triunfa de la pesadez del pecado y es la primera en subir al cielo, así el orgullo, por razón de su gran peso y de su enormidad consigue prevalecer sobre la agilidad de la virtud y arrastrarla hacia abajo.
¿A propósito de este tiro más rápido que otro, acuérdate del fariseo y el publicano. El fariseo enganchaba a la vez la virtud y el orgullo cuando decía: Te doy gracias, Dios mío, porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano (Lc 18, 11). ¡Qué locura! Su orgullo no se satisfacía con el género humano en general, necesitaba además insultar con mucha más fatuidad al publicano que estaba a su lado. ¿Y qué hizo éste? No rechazó las injurias, no se irritó por las acusaciones, sino que lo escuchó todo con buena voluntad. El dardo del enemigo fue para él remedio y cura, la crítica se trocó en elogio y la acusación en corona. Tal es en efecto la belleza y la ventaja de la humildad, con la cual ni se irrita uno por los ultrajes de los demás ni se afecta por las injurias de los que le rodean. También puede resultar, como en el caso del publicano, otro fruto grande y excelente. Porque al aceptar las injurias, se descargó de sus pecados, y por haber dicho: “Ten piedad de mí que soy pecador” (v. 13), regresó mucho más justificado que el otro.
De esta forma las palabras del publicano pudieron más que las obras del fariseo; las palabras de aquél prevalecieron sobre las acciones de éste.
Este presentó su justicia, sus ayunos y sus diezmos, mientras que aquél solamente decía palabras y quedó descargado de sus pecados. Y es que Dios no había escuchado únicamente las palabras, había visto también el corazón del que las decía, y hallándolo humilde y contrito, le concedió su misericordia y su amor.
Homilía 6 sobre la oración (PG 64,462 D 463 B, 466)
El bien supremo es la oración, la conversación familiar con Dios. Ella es relación con Dios y unión con él. Como los ojos del cuerpo quedan alumbrados ante la luz, también el alma cara a Dios queda iluminada con su inefable luz. La oración no es el efecto de una actitud exterior, sino que procede del corazón. No se reduce a unas horas o momentos determinados, sino que está en continua actividad lo mismo de día que de noche. No hay que contentarse con orientar a Dios el pensamiento cuando se dedica exclusivamente a la oración; sino que, aun cuando se encuentre absorbida por otras ocupaciones -como el cuidado de los pobres o alguna otra obra buena y útil- hay que sembrarlas del deseo y el recuerdo de Dios, para ofrecer al Señor del universo un manjar muy dulce, sazonado con la sal del amor de Dios.
La oración es la luz del alma, el verdadero conocimiento de Dios, la mediadora entre Dios y los hombres... Por medio de ella, el alma se eleva hacia el cielo y abraza al Señor con un abrazo inefable. Lo mismo que un bebé a su madre, la oración grita a Dios llorando, hambrienta de leche divina. Expresa sus íntimos deseos y recibe dádivas superiores a toda la naturaleza visible. La oración, por la cual nos presentamos con respeto ante Dios, es el gozo del corazón y el reposo del alma...
La oración conduce al alma a la fuente celestial, la sacia con su bebida y hace brotar en ella una fuente de agua viva para la vida eterna (cf. Jn 4,14). Da la verdadera seguridad de los bienes futuros, y, por medio de la fe, hace conocer mejor los bienes presentes... No pienses que la oración se reduce a palabras. Es un movimiento hacia Dios, un amor inexpresable que no proviene de los hombres, según dice el Apóstol: “Nosotros no sabemos orar como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26).
Cuando el Señor concede a alguno una oración así, es una riqueza que no puede quitársela, un alimento celestial que llena el alma. Quien la ha probado queda poseído de un deseo eterno de Dios, una especie de fuego que devora su corazón. Déjala surgir en ti en toda su plenitud, para decorar con dulzura y humildad la morada de tu corazón, abrillantarla con el resplandor de la justicia, y pulir su pavimento con buenas acciones. Adorna, pues, tu casa, y decórala no con mosaicos, sino con fe y magnanimidad. Coloca la oración como remate en lo más alto de tu edificio. Así te prepararás una mansión digna de recibir al Señor, una verdadera mansión regia, tú que por la gracia lo posees ya en cierto modo en el templo de tu alma.
La obediencia del ciego: nada lo detuvo, nada lo escandalizó (Explicación del evangelio de san Juan, homilía 57[56])
Los que desean sacar alguna utilidad de lo que se va leyendo, no pasan de prisa ni aun lo más mínimo. Pues por esto se nos ordena escrutar las Escrituras; porque muchas veces cosas que a primera vista parecen fáciles y sencillas, encierran oculta en sí una gran profundidad de ciencia. Observa, por ejemplo, lo que ahora se nos propone: “Dicho esto, escupió en la tierra”. ¿Por qué lo hace? Para que se manifieste la gloria de Dios y que conviene que Yo haga la obra de Aquel que me envió. No sin motivo trajo al medio esto el evangelista, y añadió que Él había escupido sobre la tierra: para declarar que Jesús confirmaba sus palabras con sus obras.
¿Por qué no usó el agua sino la saliva para hacer el barro? Porque lo iba a enviar a Siloé, de manera que no se achacara la curación a la fuente; sino que de la boca de Él procedió el poder que hizo los ojos del ciego y los abrió: para esto escupió en tierra. Esto significa el evangelista al decir: “Hizo barro con la saliva”. Y para que tampoco pareciera que la virtud y el poder procedían de la tierra, ordenó al ciego que fuera y se lavara. Pero ¿por qué no obró el milagro al punto sino que envió al ciego a Siloé? Para que tú conocieras la fe del ciego y quedara confundida la tozudez de los judíos. Porque es verosímil que todos vieron al ciego cuando se encaminaba hacia allá y llevaba el barro ungido en los ojos. Pues aquel suceso inesperado hizo que todas las miradas se volvieran a él; y así los que lo vieron y sabían lo hecho por Jesús y también los que lo ignoraban, estaban atentos para ver en qué terminaba el asunto.
Como no era cosa fácilmente creíble que un ciego recobrase la vista, Jesús prepara por estos largos rodeos a muchos testigos y muchos que contemplaran caso tan insólito; de modo que habiendo atendido, ya no pudieran decir: “Es el mismo, no es el mismo”. Además, quiere Jesús demostrar que no es contrario a la Antigua Ley, porque remite el ciego a Siloé. Tampoco había peligro de que el milagro se atribuyera a la piscina y a su poder, puesto que muchos se habían lavado en ella los ojos sin haber conseguido bien alguno. Aquí todo lo hace el poder de Cristo. Por lo cual el evangelista añadió la interpretación de la palabra.
Porque una vez que dijo Siloé, añadió: “Que quiere decir enviado”. Lo hizo para que entiendas que el ciego fue curado por Cristo, como ya lo dijo Pablo: “Bebían de una roca espiritual que los acompañaba. La roca era Cristo”. Así como Cristo era la roca espiritual, así también espiritualmente era Siloé. Por mi parte creo que esa repentina presencia del agua en el relato nos está indicando un misterio profundo. ¿Cuál? Una aparición inesperada y fuera de la expectación de todos.
Advierte la obediencia del ciego, que todo lo pone en práctica. No dijo: “Si el barro o la saliva me vuelven la vista, ¿qué necesidad tengo de ir a Siloé? Y si es Siloé lo que me cura, ¿qué necesidad tengo de la saliva? ¿Por qué me ungió así y me mandó que me lavara?”. Nada de eso dijo ni le pasó por el pensamiento; sino que en una sola cosa estaba fijo su propósito: en obedecer al que se lo mandaba. Y nada lo detuvo, de nada se escandalizó.
Primera lectura: selección de homilías
El publicano y el fariseo (Sobre la incomprensibilidad de Dios, 5, 6-7; PG 48,745-746)
Si uno es pecador, no es humildad reconocerlo. Existe sin embargo humildad cuando quien tiene conciencia de haber realizado grandes cosas no por ello concibe una alta idea de sí mismo; cuando se parece a san Pablo hasta el punto de poder decir: “Mi conciencia nada me reprocha” (1 Co 4,4), o: “Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y el primero soy yo” (1 Tm 1,15). En esto consiste la humildad: a pesar de la grandeza de nuestros actos, estimarnos en poco en nuestro espíritu.
Sin embargo Dios, por razón de su inefable amor a los hombres, no sólo acepta al que se humilla de esta manera, sino también a los que confiesan francamente sus faltas, y se muestra favorable y benévolo con los que tienen tal disposición. Para que te des cuenta de lo bueno que es no tener una alta idea de sí mismo, represéntate dos carros. Engancha a uno la virtud y el orgullo, al otro el pecado y la humildad. Verás que el tiro del pecado adelanta al de la virtud, no precisamente por su propio poder, sino por la fuerza de la humildad que le acompaña, y aquella se queda atrás no por la debilidad de la virtud, sino por el peso y la enormidad del orgullo. En efecto, así como la humildad, gracias a su inmensa fuerza de elevación, triunfa de la pesadez del pecado y es la primera en subir al cielo, así el orgullo, por razón de su gran peso y de su enormidad consigue prevalecer sobre la agilidad de la virtud y arrastrarla hacia abajo.
¿A propósito de este tiro más rápido que otro, acuérdate del fariseo y el publicano. El fariseo enganchaba a la vez la virtud y el orgullo cuando decía: Te doy gracias, Dios mío, porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano (Lc 18, 11). ¡Qué locura! Su orgullo no se satisfacía con el género humano en general, necesitaba además insultar con mucha más fatuidad al publicano que estaba a su lado. ¿Y qué hizo éste? No rechazó las injurias, no se irritó por las acusaciones, sino que lo escuchó todo con buena voluntad. El dardo del enemigo fue para él remedio y cura, la crítica se trocó en elogio y la acusación en corona. Tal es en efecto la belleza y la ventaja de la humildad, con la cual ni se irrita uno por los ultrajes de los demás ni se afecta por las injurias de los que le rodean. También puede resultar, como en el caso del publicano, otro fruto grande y excelente. Porque al aceptar las injurias, se descargó de sus pecados, y por haber dicho: “Ten piedad de mí que soy pecador” (v. 13), regresó mucho más justificado que el otro.
De esta forma las palabras del publicano pudieron más que las obras del fariseo; las palabras de aquél prevalecieron sobre las acciones de éste.
Este presentó su justicia, sus ayunos y sus diezmos, mientras que aquél solamente decía palabras y quedó descargado de sus pecados. Y es que Dios no había escuchado únicamente las palabras, había visto también el corazón del que las decía, y hallándolo humilde y contrito, le concedió su misericordia y su amor.
Homilía 6 sobre la oración (PG 64,462 D 463 B, 466)
El bien supremo es la oración, la conversación familiar con Dios. Ella es relación con Dios y unión con él. Como los ojos del cuerpo quedan alumbrados ante la luz, también el alma cara a Dios queda iluminada con su inefable luz. La oración no es el efecto de una actitud exterior, sino que procede del corazón. No se reduce a unas horas o momentos determinados, sino que está en continua actividad lo mismo de día que de noche. No hay que contentarse con orientar a Dios el pensamiento cuando se dedica exclusivamente a la oración; sino que, aun cuando se encuentre absorbida por otras ocupaciones -como el cuidado de los pobres o alguna otra obra buena y útil- hay que sembrarlas del deseo y el recuerdo de Dios, para ofrecer al Señor del universo un manjar muy dulce, sazonado con la sal del amor de Dios.
La oración es la luz del alma, el verdadero conocimiento de Dios, la mediadora entre Dios y los hombres... Por medio de ella, el alma se eleva hacia el cielo y abraza al Señor con un abrazo inefable. Lo mismo que un bebé a su madre, la oración grita a Dios llorando, hambrienta de leche divina. Expresa sus íntimos deseos y recibe dádivas superiores a toda la naturaleza visible. La oración, por la cual nos presentamos con respeto ante Dios, es el gozo del corazón y el reposo del alma...
La oración conduce al alma a la fuente celestial, la sacia con su bebida y hace brotar en ella una fuente de agua viva para la vida eterna (cf. Jn 4,14). Da la verdadera seguridad de los bienes futuros, y, por medio de la fe, hace conocer mejor los bienes presentes... No pienses que la oración se reduce a palabras. Es un movimiento hacia Dios, un amor inexpresable que no proviene de los hombres, según dice el Apóstol: “Nosotros no sabemos orar como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26).
Cuando el Señor concede a alguno una oración así, es una riqueza que no puede quitársela, un alimento celestial que llena el alma. Quien la ha probado queda poseído de un deseo eterno de Dios, una especie de fuego que devora su corazón. Déjala surgir en ti en toda su plenitud, para decorar con dulzura y humildad la morada de tu corazón, abrillantarla con el resplandor de la justicia, y pulir su pavimento con buenas acciones. Adorna, pues, tu casa, y decórala no con mosaicos, sino con fe y magnanimidad. Coloca la oración como remate en lo más alto de tu edificio. Así te prepararás una mansión digna de recibir al Señor, una verdadera mansión regia, tú que por la gracia lo posees ya en cierto modo en el templo de tu alma.
La obediencia del ciego: nada lo detuvo, nada lo escandalizó (Explicación del evangelio de san Juan, homilía 57[56])
Los que desean sacar alguna utilidad de lo que se va leyendo, no pasan de prisa ni aun lo más mínimo. Pues por esto se nos ordena escrutar las Escrituras; porque muchas veces cosas que a primera vista parecen fáciles y sencillas, encierran oculta en sí una gran profundidad de ciencia. Observa, por ejemplo, lo que ahora se nos propone: “Dicho esto, escupió en la tierra”. ¿Por qué lo hace? Para que se manifieste la gloria de Dios y que conviene que Yo haga la obra de Aquel que me envió. No sin motivo trajo al medio esto el evangelista, y añadió que Él había escupido sobre la tierra: para declarar que Jesús confirmaba sus palabras con sus obras.
¿Por qué no usó el agua sino la saliva para hacer el barro? Porque lo iba a enviar a Siloé, de manera que no se achacara la curación a la fuente; sino que de la boca de Él procedió el poder que hizo los ojos del ciego y los abrió: para esto escupió en tierra. Esto significa el evangelista al decir: “Hizo barro con la saliva”. Y para que tampoco pareciera que la virtud y el poder procedían de la tierra, ordenó al ciego que fuera y se lavara. Pero ¿por qué no obró el milagro al punto sino que envió al ciego a Siloé? Para que tú conocieras la fe del ciego y quedara confundida la tozudez de los judíos. Porque es verosímil que todos vieron al ciego cuando se encaminaba hacia allá y llevaba el barro ungido en los ojos. Pues aquel suceso inesperado hizo que todas las miradas se volvieran a él; y así los que lo vieron y sabían lo hecho por Jesús y también los que lo ignoraban, estaban atentos para ver en qué terminaba el asunto.
Como no era cosa fácilmente creíble que un ciego recobrase la vista, Jesús prepara por estos largos rodeos a muchos testigos y muchos que contemplaran caso tan insólito; de modo que habiendo atendido, ya no pudieran decir: “Es el mismo, no es el mismo”. Además, quiere Jesús demostrar que no es contrario a la Antigua Ley, porque remite el ciego a Siloé. Tampoco había peligro de que el milagro se atribuyera a la piscina y a su poder, puesto que muchos se habían lavado en ella los ojos sin haber conseguido bien alguno. Aquí todo lo hace el poder de Cristo. Por lo cual el evangelista añadió la interpretación de la palabra.
Porque una vez que dijo Siloé, añadió: “Que quiere decir enviado”. Lo hizo para que entiendas que el ciego fue curado por Cristo, como ya lo dijo Pablo: “Bebían de una roca espiritual que los acompañaba. La roca era Cristo”. Así como Cristo era la roca espiritual, así también espiritualmente era Siloé. Por mi parte creo que esa repentina presencia del agua en el relato nos está indicando un misterio profundo. ¿Cuál? Una aparición inesperada y fuera de la expectación de todos.
Advierte la obediencia del ciego, que todo lo pone en práctica. No dijo: “Si el barro o la saliva me vuelven la vista, ¿qué necesidad tengo de ir a Siloé? Y si es Siloé lo que me cura, ¿qué necesidad tengo de la saliva? ¿Por qué me ungió así y me mandó que me lavara?”. Nada de eso dijo ni le pasó por el pensamiento; sino que en una sola cosa estaba fijo su propósito: en obedecer al que se lo mandaba. Y nada lo detuvo, de nada se escandalizó.
Festejemos la Cruz de Cristo (Homilía I sobre la Cruz y el ladrón, I; PG 49,399-401)
Hoy está en la cruz nuestro Señor Jesucristo y nosotros estamos de fiesta, para que aprendan que la cruz es una fiesta, una celebración espiritual. Antes, la cruz significaba castigo, ahora es objeto de honor. Antes, símbolo de condenación, ahora principio de salvación. Ella ha sido para nosotros causa de bienes innumerables: nos ha librado del error, nos ha iluminado en la oscuridad y nos ha reconciliado con Dios. Fuimos enemigos y extranjeros para Dios, pero ella nos devolvió su amistad y nos acercó a Él. Ha sido para nosotros destrucción de enemistad, la prenda de paz y el tesoro de muchos bienes.
Gracias a ella ya no hay extravío en el desierto, pues conocemos el verdadero camino; ya no hay morada fuera del palacio real, pues hemos encontrado la puerta; y no tememos los dardos incendiarios del demonio, pues hemos descubierto la fuente. Gracias a ella, se acabó para nosotros la viudez, pues se nos ha devuelto el esposo; ya no nos asusta el lobo, pues tenemos al buen pastor: “Yo soy, dice Él, el buen pastor” (Jn 10,11). Gracias a la cruz no tememos al usurpador, pues nos sentamos junto al Rey.
He aquí por qué es una fiesta para nosotros la celebración de la Cruz del Señor. San Pablo mismo nos invita a esta fiesta: “Celebrémosla, nos dice, no con la vieja levadura, no con la levadura de la malicia y la maldad, sino con los ácimos de la pureza y la verdad” (1 Co 5,8). y él mismo nos expone el motivo al decir: “Porque Cristo, nuestra Pascua ha sido inmolado por nosotros” (1 Co 5,1). ¿Ven por qué establece esta fiesta en honor de la cruz? Es porque Cristo fue inmolado en ella; y allí donde está el sacrificio está también la abolición del pecado, la reconciliación con el Señor, la fiesta y la alegría: Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado por nosotros. ¿Dónde ha sido inmolado? En un patíbulo. El altar de este sacrificio es del todo nuevo, porque nuevo y extraordinario es también el sacrificio. Aquí es a la vez víctima y sacerdote; víctima según la carne, y sacerdote según el espíritu...
Este sacrificio fue ofrecido fuera de los muros de la ciudad para enseñarnos que es un sacrificio universal, pues la ofrenda está hecha para toda la tierra; y a la vez, para mostrar que se trata de una purificación general y no particular como la de los judíos. Dios ordenó a los judíos evitar toda tierra y ofrecer sus sacrificios y alabanzas en un solo lugar porque la tierra entera estaba manchada con el humo, el olor y las impurezas de los sacrificios paganos. Pero para nosotros, después de que Cristo ha purificado el universo, cualquier lugar es un oratorio. Por esto nos exhorta Pablo a orar con toda libertad: “Así, pues, quiero que los hombres oren en todo lugar, levantando al cielo unas manos puras” (1 Tm 2,8). ¿Ven hasta qué punto ha sido purificado el universo? En todo lugar se pueden elevar unas manos puras. Toda la tierra se ha hecho santa, más santa que el interior del templo. A1lí no se ofrecía más que una bestia sin inteligencia, aquí, en cambio, una víctima espiritual. y cuanto mayor sea el sacrificio, más abundante será la gracia que santifica. Por esto festejamos la Cruz.
El anuncio de Jesucristo a los paganos (Homilía I sobre el Comienzo de los Hechos. PG 51,72-75)
Pablo entró un día en Atenas: en aquella ciudad... encontró un altar consagrado a los ídolos. Sobre él había una inscripción que decía así: “Al dios desconocido...”. ¿Qué tenía que hacer? Los moradores de aquella ciudad eran todos griegos, todos paganos. ¿Qué actitud tenía que tomar? ¿Hablar del Evangelio? -Se burlarían- ¿Hablar de los mandamientos y de los Profetas? -No le creerían-. ¿Qué iba a hacer Pablo? Acercarse al altar y ganar con sus propias armas a aquellos hombres que tenía delante de sí. Es precisamente lo que él decía: “Me he hecho todo a todos, Judío con los Judíos, y con los que están sin ley como si también yo lo estuviera” (1 Co 9,21). Pablo vio el altar, leyó su inscripción y cedió al movimiento del Espíritu. Porque la gracia del Espíritu Santo es así: todo se vuelve en provecho de los que le reciben. Y estas son en realidad nuestras armas, las armas del Espíritu: “Reducimos a cautiverio todo pensamiento para obediencia de Cristo” (2 Co 10,5)...
“Al dios desconocido...”. Este desconocido ¿quién era sino Cristo? Vean cómo Pablo reduce a cautiverio esta inscripción, no para desgracia de los que la escribieron, sino para su interés y su salvación. Pues qué, me dirán, ¿es que los Atenienses habían escrito estas palabras refiriéndose a Cristo?
Si se hubieran referido a Cristo no habría aquí nada digno de admiración. Lo admirable es que ellos la habían escrito en un sentido y que Pablo es capaz de cambiarlo. La inscripción quería decir: Si es que existe algún otro dios que nosotros todavía no conozcamos, también a él le prestaremos adoración... Pues bien, les dice el Apóstol, a ese que honran sin conocerlo, yo ahora se los anuncio. Ustedes se han adelantado; su culto precede a mi predicación. No me acusen, pues, de traerles un dios extraño. Porque el Dios que yo les anuncio es el mismo que ustedes honran sin conocerlo con un culto que sin duda no es digno de él, pero que, sin embargo, es verdadero. No es un altar como éste el que requiere Cristo, sino un altar vivo y espiritual; pero yo les puedo guiar del uno al otro... ¿Ven la sabiduría de Pablo? ¿Ven su prudencia? ¿Ven cómo, sin recurrir al Evangelio ni a los Profetas, se acerca a los Atenienses tomando ocasión de su inscripción? No pasen de largo indiferentemente, queridos...Si están atentos, sacarán mucho provecho de los escritos profanos; si, por el contrario, se dejan llevar de la negligencia y de la pereza, ni siquiera las Sagradas Escrituras les servirán de nada...
La semilla de la Palabra y la buena tierra (Homilía 44 sobre san Mateo, 3-4)
En la parábola del sembrador, Cristo nos muestra que su palabra se dirige a todos indistintamente. En efecto, lo mismo que el sembrador (del evangelio) no hace ninguna distinción entre las tierras, sino que siembra a todos los vientos, así el Señor no distingue entre el rico y el pobre, el sabio y el necio, el negligente y el aplicado, el valiente y el cobarde, sino que se dirige a todos y, aunque conoce el futuro, pone todo lo que sea de su parte para poder decir: “¿No he hecho todo lo que debía?” (Is 5,4).
El Señor dijo esta parábola para animar a sus discípulos y educarlos a no dejarse abatir, aunque los que reciben la palabra sean muchos menos que los que la desperdician. Lo mismo le ocurría al Maestro que, a pesar de su conocimiento del futuro, no dejaba de esparcir el grano. Pero, dirás tú, ¿para qué sirve sembrar entre espinos, entre piedras o sobre el camino? Si se tratara de una simiente y de una tierra real, esto no tendría sentido; pero cuando se trata de las almas y de la doctrina, la cosa es totalmente digna de elogio. Se reprendería con razón a un sembrador que obrase así: la piedra no se iba a convertir en tierra, ni el camino puede dejar de ser camino ni los espinos. Pero en el terreno espiritual no sucede lo mismo: la piedra puede convertirse en tierra fértil, el camino puede dejar de ser pisoteado por los caminantes y hacerse un campo fecundo, los espinos pueden arrancarse y dejar que el grano fructifique libremente. Si esto no fuera posible, el sembrador no habría esparcido su grano como lo hizo. Pero si esta transformación no se ha dado siempre, eso no se debe al sembrador, sino a los que no han querido transformarse. El sembrador ha cumplido bien su oficio, pero si se ha desperdiciado lo que él ha dado, el culpable no es nunca el que ha hecho la buena acción...
No echemos la culpa a las cosas, sino a la corrupción de nuestra voluntad. Se puede ser rico sin dejarse seducir por las riquezas, vivir en el mundo sin dejarse sofocar por sus preocupaciones... El Señor no quiere arrojarnos en la desesperación, sino damos esperanzas de conversión y mostrarnos que es posible pasar de los estados anteriores al de la buena tierra.
Pero si la tierra es buena, si el sembrador es el mismo, si los granos son idénticos, ¿por qué uno produce ciento, otro sesenta y otro treinta? También en esto la causa de la diferencia está en la cualidad del terreno. No se debe ni al sembrador ni a la semilla, sino a la tierra que la recibe. Por consiguiente se trata de nuestra voluntad, no de nuestra naturaleza. ¡Inmenso amor de Dios a los hombres! Lejos de exigir la misma medida de virtud, recibe a los primeros, no rechaza a los segundos y ofrece un sitio a los terceros. El Señor pone, sin embargo, este ejemplo para que los que le siguen no crean que para salvarse basta con escuchar sus palabras... No, eso no basta para nuestra salvación. Ante todo hay que escuchar atentamente la palabra y conservarla fielmente en la memoria. Luego hay que dedicarse decididamente al desasimiento.
En el momento de partir para el destierro (Homilía antes de partir para el destierro, 1-3; PG 52,427-430)
Las oleadas son numerosas y peligrosas las tempestades, pero no tememos el naufragio: estamos consolidados sobre la roca. Aunque el mar se enfurezca, no demolerá la roca. Aunque las olas se agiten, no podrán hundir la barca de Jesús. ¿Qué podemos temer? ¿La muerte? “Para mí vivir es Cristo, y la muerte una ganancia” (Flp 1,21). ¿El destierro? “Del Señor es la tierra y cuanto la llena” (Sal 23,1). ¿La confiscación de los bienes? “Nada trajimos al mundo y nada podemos llevarnos de él” (1 Tm 6,7). Me importa poco cuanto el mundo considera como temible. Me río de sus bienes. Ni temo la pobreza, ni deseo la riqueza. Ni tengo miedo a la muerte, ni deseo seguir viviendo, si no es para aprovechamiento espiritual. Por esta razón les hablo de lo que en este momento está sucediendo, y exhorto la caridad de ustedes para que permanezca en la confianza.
Nadie nos podrá separar. Lo que Dios unió, no puede separarlo el hombre; se dijo del hombre y de la mujer: “Dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”. Lo que Dios unió, no lo separe el hombre (Mt 19,5). Si no puedes disolver el lazo conyugal, ¿cómo podrás destruir la Iglesia?... ¿No entiendes esta palabra del Señor: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos?” (Mt 18,20). Y, ¿no estará el Señor presente donde existe un pueblo numeroso unido por los lazos de la caridad? Yo tengo una garantía de ello. ¿Me fío yo acaso de mis propias fuerzas? Tengo en mi mano este escrito: él es mi punto de apoyo, mi seguridad, mi puerto de salvación. Aunque el universo entero tiemble, yo poseo este escrito y lo medito constantemente: es mi muralla de defensa, es mi fortaleza. ¿De qué tenor es este escrito? “He aquí que yo estaré con ustedes siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28,20).
Cristo está conmigo, ¿qué temeré? Aunque me asalten las oleadas del mar y la cólera de los poderosos, todo esto significa menos que una tela de araña. Si no me hubiera retenido mi amor por ustedes, ni siquiera hoy mismo rehusaría la marcha. Pues yo me repito constantemente: “Señor, hágase tu voluntad” (Mt 6,10), no la voluntad de éste o del otro, sino la tuya. Este es el torreón que me defiende, la roca inquebrantable, el bastón inflexible que me sirve de apoyo. ¡Que se haga la voluntad de Dios! Si Dios quiere que permanezca aquí, le doy gracias. En cualquier lugar donde él quiera que yo esté, le bendeciré...
Todos formamos un solo cuerpo y los miembros no pueden vivir separados de la cabeza, ni la cabeza puede vivir separada de los miembros. La distancia puede separarnos, pero la caridad nos une con un lazo que ni la misma muerte será capaz de romper. Cuando mi cuerpo muera, mi alma seguirá viviendo y se acordará de mi pueblo.
Hoy está en la cruz nuestro Señor Jesucristo y nosotros estamos de fiesta, para que aprendan que la cruz es una fiesta, una celebración espiritual. Antes, la cruz significaba castigo, ahora es objeto de honor. Antes, símbolo de condenación, ahora principio de salvación. Ella ha sido para nosotros causa de bienes innumerables: nos ha librado del error, nos ha iluminado en la oscuridad y nos ha reconciliado con Dios. Fuimos enemigos y extranjeros para Dios, pero ella nos devolvió su amistad y nos acercó a Él. Ha sido para nosotros destrucción de enemistad, la prenda de paz y el tesoro de muchos bienes.
Gracias a ella ya no hay extravío en el desierto, pues conocemos el verdadero camino; ya no hay morada fuera del palacio real, pues hemos encontrado la puerta; y no tememos los dardos incendiarios del demonio, pues hemos descubierto la fuente. Gracias a ella, se acabó para nosotros la viudez, pues se nos ha devuelto el esposo; ya no nos asusta el lobo, pues tenemos al buen pastor: “Yo soy, dice Él, el buen pastor” (Jn 10,11). Gracias a la cruz no tememos al usurpador, pues nos sentamos junto al Rey.
He aquí por qué es una fiesta para nosotros la celebración de la Cruz del Señor. San Pablo mismo nos invita a esta fiesta: “Celebrémosla, nos dice, no con la vieja levadura, no con la levadura de la malicia y la maldad, sino con los ácimos de la pureza y la verdad” (1 Co 5,8). y él mismo nos expone el motivo al decir: “Porque Cristo, nuestra Pascua ha sido inmolado por nosotros” (1 Co 5,1). ¿Ven por qué establece esta fiesta en honor de la cruz? Es porque Cristo fue inmolado en ella; y allí donde está el sacrificio está también la abolición del pecado, la reconciliación con el Señor, la fiesta y la alegría: Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado por nosotros. ¿Dónde ha sido inmolado? En un patíbulo. El altar de este sacrificio es del todo nuevo, porque nuevo y extraordinario es también el sacrificio. Aquí es a la vez víctima y sacerdote; víctima según la carne, y sacerdote según el espíritu...
Este sacrificio fue ofrecido fuera de los muros de la ciudad para enseñarnos que es un sacrificio universal, pues la ofrenda está hecha para toda la tierra; y a la vez, para mostrar que se trata de una purificación general y no particular como la de los judíos. Dios ordenó a los judíos evitar toda tierra y ofrecer sus sacrificios y alabanzas en un solo lugar porque la tierra entera estaba manchada con el humo, el olor y las impurezas de los sacrificios paganos. Pero para nosotros, después de que Cristo ha purificado el universo, cualquier lugar es un oratorio. Por esto nos exhorta Pablo a orar con toda libertad: “Así, pues, quiero que los hombres oren en todo lugar, levantando al cielo unas manos puras” (1 Tm 2,8). ¿Ven hasta qué punto ha sido purificado el universo? En todo lugar se pueden elevar unas manos puras. Toda la tierra se ha hecho santa, más santa que el interior del templo. A1lí no se ofrecía más que una bestia sin inteligencia, aquí, en cambio, una víctima espiritual. y cuanto mayor sea el sacrificio, más abundante será la gracia que santifica. Por esto festejamos la Cruz.
El anuncio de Jesucristo a los paganos (Homilía I sobre el Comienzo de los Hechos. PG 51,72-75)
Pablo entró un día en Atenas: en aquella ciudad... encontró un altar consagrado a los ídolos. Sobre él había una inscripción que decía así: “Al dios desconocido...”. ¿Qué tenía que hacer? Los moradores de aquella ciudad eran todos griegos, todos paganos. ¿Qué actitud tenía que tomar? ¿Hablar del Evangelio? -Se burlarían- ¿Hablar de los mandamientos y de los Profetas? -No le creerían-. ¿Qué iba a hacer Pablo? Acercarse al altar y ganar con sus propias armas a aquellos hombres que tenía delante de sí. Es precisamente lo que él decía: “Me he hecho todo a todos, Judío con los Judíos, y con los que están sin ley como si también yo lo estuviera” (1 Co 9,21). Pablo vio el altar, leyó su inscripción y cedió al movimiento del Espíritu. Porque la gracia del Espíritu Santo es así: todo se vuelve en provecho de los que le reciben. Y estas son en realidad nuestras armas, las armas del Espíritu: “Reducimos a cautiverio todo pensamiento para obediencia de Cristo” (2 Co 10,5)...
“Al dios desconocido...”. Este desconocido ¿quién era sino Cristo? Vean cómo Pablo reduce a cautiverio esta inscripción, no para desgracia de los que la escribieron, sino para su interés y su salvación. Pues qué, me dirán, ¿es que los Atenienses habían escrito estas palabras refiriéndose a Cristo?
Si se hubieran referido a Cristo no habría aquí nada digno de admiración. Lo admirable es que ellos la habían escrito en un sentido y que Pablo es capaz de cambiarlo. La inscripción quería decir: Si es que existe algún otro dios que nosotros todavía no conozcamos, también a él le prestaremos adoración... Pues bien, les dice el Apóstol, a ese que honran sin conocerlo, yo ahora se los anuncio. Ustedes se han adelantado; su culto precede a mi predicación. No me acusen, pues, de traerles un dios extraño. Porque el Dios que yo les anuncio es el mismo que ustedes honran sin conocerlo con un culto que sin duda no es digno de él, pero que, sin embargo, es verdadero. No es un altar como éste el que requiere Cristo, sino un altar vivo y espiritual; pero yo les puedo guiar del uno al otro... ¿Ven la sabiduría de Pablo? ¿Ven su prudencia? ¿Ven cómo, sin recurrir al Evangelio ni a los Profetas, se acerca a los Atenienses tomando ocasión de su inscripción? No pasen de largo indiferentemente, queridos...Si están atentos, sacarán mucho provecho de los escritos profanos; si, por el contrario, se dejan llevar de la negligencia y de la pereza, ni siquiera las Sagradas Escrituras les servirán de nada...
La semilla de la Palabra y la buena tierra (Homilía 44 sobre san Mateo, 3-4)
En la parábola del sembrador, Cristo nos muestra que su palabra se dirige a todos indistintamente. En efecto, lo mismo que el sembrador (del evangelio) no hace ninguna distinción entre las tierras, sino que siembra a todos los vientos, así el Señor no distingue entre el rico y el pobre, el sabio y el necio, el negligente y el aplicado, el valiente y el cobarde, sino que se dirige a todos y, aunque conoce el futuro, pone todo lo que sea de su parte para poder decir: “¿No he hecho todo lo que debía?” (Is 5,4).
El Señor dijo esta parábola para animar a sus discípulos y educarlos a no dejarse abatir, aunque los que reciben la palabra sean muchos menos que los que la desperdician. Lo mismo le ocurría al Maestro que, a pesar de su conocimiento del futuro, no dejaba de esparcir el grano. Pero, dirás tú, ¿para qué sirve sembrar entre espinos, entre piedras o sobre el camino? Si se tratara de una simiente y de una tierra real, esto no tendría sentido; pero cuando se trata de las almas y de la doctrina, la cosa es totalmente digna de elogio. Se reprendería con razón a un sembrador que obrase así: la piedra no se iba a convertir en tierra, ni el camino puede dejar de ser camino ni los espinos. Pero en el terreno espiritual no sucede lo mismo: la piedra puede convertirse en tierra fértil, el camino puede dejar de ser pisoteado por los caminantes y hacerse un campo fecundo, los espinos pueden arrancarse y dejar que el grano fructifique libremente. Si esto no fuera posible, el sembrador no habría esparcido su grano como lo hizo. Pero si esta transformación no se ha dado siempre, eso no se debe al sembrador, sino a los que no han querido transformarse. El sembrador ha cumplido bien su oficio, pero si se ha desperdiciado lo que él ha dado, el culpable no es nunca el que ha hecho la buena acción...
No echemos la culpa a las cosas, sino a la corrupción de nuestra voluntad. Se puede ser rico sin dejarse seducir por las riquezas, vivir en el mundo sin dejarse sofocar por sus preocupaciones... El Señor no quiere arrojarnos en la desesperación, sino damos esperanzas de conversión y mostrarnos que es posible pasar de los estados anteriores al de la buena tierra.
Pero si la tierra es buena, si el sembrador es el mismo, si los granos son idénticos, ¿por qué uno produce ciento, otro sesenta y otro treinta? También en esto la causa de la diferencia está en la cualidad del terreno. No se debe ni al sembrador ni a la semilla, sino a la tierra que la recibe. Por consiguiente se trata de nuestra voluntad, no de nuestra naturaleza. ¡Inmenso amor de Dios a los hombres! Lejos de exigir la misma medida de virtud, recibe a los primeros, no rechaza a los segundos y ofrece un sitio a los terceros. El Señor pone, sin embargo, este ejemplo para que los que le siguen no crean que para salvarse basta con escuchar sus palabras... No, eso no basta para nuestra salvación. Ante todo hay que escuchar atentamente la palabra y conservarla fielmente en la memoria. Luego hay que dedicarse decididamente al desasimiento.
En el momento de partir para el destierro (Homilía antes de partir para el destierro, 1-3; PG 52,427-430)
Las oleadas son numerosas y peligrosas las tempestades, pero no tememos el naufragio: estamos consolidados sobre la roca. Aunque el mar se enfurezca, no demolerá la roca. Aunque las olas se agiten, no podrán hundir la barca de Jesús. ¿Qué podemos temer? ¿La muerte? “Para mí vivir es Cristo, y la muerte una ganancia” (Flp 1,21). ¿El destierro? “Del Señor es la tierra y cuanto la llena” (Sal 23,1). ¿La confiscación de los bienes? “Nada trajimos al mundo y nada podemos llevarnos de él” (1 Tm 6,7). Me importa poco cuanto el mundo considera como temible. Me río de sus bienes. Ni temo la pobreza, ni deseo la riqueza. Ni tengo miedo a la muerte, ni deseo seguir viviendo, si no es para aprovechamiento espiritual. Por esta razón les hablo de lo que en este momento está sucediendo, y exhorto la caridad de ustedes para que permanezca en la confianza.
Nadie nos podrá separar. Lo que Dios unió, no puede separarlo el hombre; se dijo del hombre y de la mujer: “Dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”. Lo que Dios unió, no lo separe el hombre (Mt 19,5). Si no puedes disolver el lazo conyugal, ¿cómo podrás destruir la Iglesia?... ¿No entiendes esta palabra del Señor: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos?” (Mt 18,20). Y, ¿no estará el Señor presente donde existe un pueblo numeroso unido por los lazos de la caridad? Yo tengo una garantía de ello. ¿Me fío yo acaso de mis propias fuerzas? Tengo en mi mano este escrito: él es mi punto de apoyo, mi seguridad, mi puerto de salvación. Aunque el universo entero tiemble, yo poseo este escrito y lo medito constantemente: es mi muralla de defensa, es mi fortaleza. ¿De qué tenor es este escrito? “He aquí que yo estaré con ustedes siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28,20).
Cristo está conmigo, ¿qué temeré? Aunque me asalten las oleadas del mar y la cólera de los poderosos, todo esto significa menos que una tela de araña. Si no me hubiera retenido mi amor por ustedes, ni siquiera hoy mismo rehusaría la marcha. Pues yo me repito constantemente: “Señor, hágase tu voluntad” (Mt 6,10), no la voluntad de éste o del otro, sino la tuya. Este es el torreón que me defiende, la roca inquebrantable, el bastón inflexible que me sirve de apoyo. ¡Que se haga la voluntad de Dios! Si Dios quiere que permanezca aquí, le doy gracias. En cualquier lugar donde él quiera que yo esté, le bendeciré...
Todos formamos un solo cuerpo y los miembros no pueden vivir separados de la cabeza, ni la cabeza puede vivir separada de los miembros. La distancia puede separarnos, pero la caridad nos une con un lazo que ni la misma muerte será capaz de romper. Cuando mi cuerpo muera, mi alma seguirá viviendo y se acordará de mi pueblo.
Segunda lectura: Sobre la compunción. Traducción en Juan Crisóstomo. La verdadera conversión,
Madrid, Ed. Ciudad Nueva, 1997, pp. 49-109 (Biblioteca de patrística, 40).
Madrid, Ed. Ciudad Nueva, 1997, pp. 49-109 (Biblioteca de patrística, 40).