INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (17)

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Cristo entre los apóstoles
Siglo III
Hipogeo de los Aurelios
(bóveda de Lucilo)
Roma
Orígenes (+254, probablemente): tercera parte

Textos para iniciarse en la lectura de Orígenes

1) Diferentes clases de alimentos en las Escrituras (Homilía 27 sobre los Números)

1. Cuando creó el mundo, Dios diferenció los alimentos. Los adaptó a los distintos apetitos de los hombres y a las diferentes especies de animales. Así, cuando el hombre ve el alimento de los animales, sabe que les está destinado y que no está hecho para él; y los animales mismos conocen los alimentos que les convienen: son distintos, por ejemplo, los alimentos del león, del ciervo, del buey o de los pájaros. También entre los hombres hay diferencias en la elección de las comidas. Tal hombre, sano y en buena forma, pide un alimento fuerte, cree, confía que puede comer de todo (Rm 14,2), como los atletas más vigorosos. ¿Se siente uno más débil y en peor forma? Entonces prefiere las legumbres, y no soporta una comida demasiado fuerte para su mala salud. ¿Se trata de un niño pequeño? Aunque no pueda decirlo con palabras, en realidad no pide otro alimento que leche. Por lo tanto, cada uno, según su edad, sus fuerzas y su salud, pide el alimento que le conviene y que corresponde a sus fuerzas.
¿Se ha considerado suficientemente el ejemplo de las realidades corporales? Pasemos ahora al conocimiento de las espirituales. Toda naturaleza espiritual necesita los alimentos que le son propios y que convienen a su caso. Ahora bien, el verdadero alimento de la naturaleza espiritual es la palabra de Dios. Pero así como acabamos de dejar establecido que hay muchas diferencias entre los alimentos del cuerpo, así también todas las naturalezas espirituales que se nutren, como hemos dicho, del Verbo de Dios, no le toman bajo la misma forma. A semejanza de la alimentación del cuerpo, la Palabra de Dios comporta un régimen lácteo, a saber: la enseñanza exotérica y simple como es la de la moral, que se da a los principiantes en los estudios divinos cuando reciben los rudimentos de la ciencia espiritual. Cuando se les lee un pasaje de los libros divinos en el que no parece haber oscuridad, lo reciben con alegría: tal es, por ejemplo, el libro de Ester, el de Judit, o incluso el de Tobías y los preceptos de la Sabiduría . Pero si oyen leer el Levítico, su mente tropieza constantemente y se aparta de este alimento como si no fuera de su régimen. Resulta que vienen para aprender a honrar a Dios, para recibir sus preceptos de justicia y piedad y sólo oyen hablar de prescripciones concernientes a los sacrificios y del ritual de las inmolaciones: ¿cómo no iban a apartar rápidamente su atención y a rechazar ese alimento como no conveniente para ellos?
Otro, al escuchar la lectura de los Evangelios, de las Cartas o de los Salmos, los recibe con alegría y se apega a ellos con gusto; se alegra de descubrir en ellos algún remedio para sus enfermedades. Pero si se les lee el libro de los Números, y concretamente los pasajes que tenemos entre manos, juzgará que eso no es de ninguna utilidad, y que allí no hay remedio para sus males ni nada para la salvación de su alma; los rehusará y los rechazará en seguida como alimentos pesados e indigestos, mal adaptados a un alma débil y enfermiza. Pero, para volver al ejemplo de las cosas corporales, al igual que el león, suponiendo que se le diera inteligencia, no se quejará de abundancia de hierba en la Creación, bajo el pretexto de que él se nutre de carne cruda, y no dirá que fue producida inútilmente por el Creador, al igual incluso que el hombre, so pretexto de que él hace uso de pan y de otros alimentos que le convienen, no debe quejarse de que Dios haya hecho las serpientes, que vemos servir de alimento a los ciervos; y al igual que el carnero o el buey no deben quejarse de que les haya sido dado a otros animales alimentarse de carne, bajo el pretexto de que a ellos les basta con comer hierba; de igual modo, en lo que se refiere a los alimentos espirituales, quiero decir los Libros divinos, no se deben rechazar los pasajes de la Escritura que parecen más oscuros o más difíciles de comprender, ni reservar lo que el principiante, el niño pequeño, o el enfermo demasiado débil para comprenderlo todo, no pueden utilizar, y lo que, según ellos, no puede serles de ninguna utilidad y no puede contribuir a su salvación; sino que se ha de considerar esto: así como la serpiente, el carnero, el hombre y la hierba son todas criaturas de Dios, y así como esta diversidad de seres mueve a la gloria y a la alabanza del Creador, porque el alimento que unos sacan de otros o que unos proveen a otros particularmente es un alimento apropiado para cada uno de los seres con vistas a los cuales fueron creados, así también, cada uno según su salud y sus fuerzas, debe utilizar estos textos que son palabra de Dios y cuya diversidad ofrece una alimentación adaptada a las posibilidades de las almas.
Y sin embargo, mirando de cerca, por ejemplo en la lectura del Evangelio, o en la enseñanza del Apóstol, en la que pareces complacerte, en la que piensas hallar el alimento mejor adaptado y más agradable, ¡cuántos secretos escondidos, si estudias, si profundizas los preceptos del Señor! Ahora bien, si es preciso huir y evitar lo que te parece oscuro y difícil, incluso en los pasajes que te inspiran la mayor confianza hallarás tantas oscuridades y dificultades, que deberás abandonar también ese terreno si te atienes a tu opinión. Sin embargo, también contienen palabras claras y simples, capaces de edificar al oyente, incluso si es poco inteligente.
Hemos comenzado por este preámbulo para despertar sus corazones, porque la lección que tenemos entre manos es de las que parecen difíciles de comprender e inútiles de leer. Pero nosotros no podemos decir que en los escritos del Espíritu Santo haya algo inútil y superfluo, incluso si a alguno les parece que hay oscuridades. Más bien, debemos volver los ojos de nuestra inteligencia hacia Él que ordenó escribir, y preguntarle su sentido. ¿Hay debilidad en nuestra alma? Que Él nos cure, Él que cura todas las enfermedades (Sal 103 [102],3); ¿estamos todavía en la niñez de la inteligencia?, que el Señor que guarda a los pequeños nos asista, nos dé de comer y nos lleve a la medida de su edad (Ef 4,13). Porque en nosotros está a la vez el pasar de la enfermedad a la salud y de la niñez a la edad viril. Así pues, en nosotros está el preguntarle a Dios; pues Dios tiene la costumbre de dar a los que piden y abrir a los que llaman (ver Mt 7,7).

Tratado sobre la oración (31. 33)

2) Sobre la oración

    Al concluir este tratado de oración, no me parece fuera de lugar hablar brevemente sobre la disposición y postura que uno debe guardar al hacer la oración: lugar de oración, en que dirección situarse, tiempo apto y especial para la oración, y cosas por el estilo. La disposición se refiere al alma, la postura al cuerpo. Así Pablo, como queda dicho al principio del tratado, describe la disposición diciendo que debemos orar “sin ira ni querellas”; la postura queda expresada con estas palabras: “Elevando hacia el cielo las manos” (1 Tm 2,8). Me hace pensar que esto está tomado de los Salmos donde habla de “el alzar de mis manos como oblación de la tarde” (Sal 141,2). Referente al lugar, dice Pablo: “Quiero que los hombres oren en todo lugar” (1 Tm 2,8). Con respecto a la dirección se dice en el libro de la Sabiduría: “Con ello les enseñabas que debían adelantarse al sol para darte gracias y recurrir a ti al rayar el día” (Sb 16,28).
    Me parece que inmediatamente antes de la oración hay que prepararse recogiéndose un poquito con lo cual estará el alma mas atenta y diligente durante todo ese tiempo. Debe desechar cualquier tentación y pensamientos que distraigan. Dense cuenta, en cuanto les sea posible, de la majestad a quien se acercan, pensando lo impío que es estar en su presencia sin reverencia, perezosamente y con menosprecio. En ese tiempo olvídese de todas las cosas. Ha de entrar en oración de esta manera: extienda el alma, si fuere posible, en vez de las manos; en vez de los ojos, fije en Dios la mente; en vez de estar de pie, levante del suelo la razón y así la mantenga delante del Señor. De quien parezca haberle injuriado aparte su indignación tan lejos como quiera que Dios retire su enojo contra él. Si ha hecho mal o pecado contra muchas personas o tiene idea de haber obrado contra la propia conciencia.
    Muchas y diferentes pueden ser las posturas del cuerpo, pero has de preferir entre todas la de brazos extendidos y mirada levantada, porque de esta manera el cuerpo viene a ser imagen de las características que el alma ha de tener en la oración. Quiero decir que se prefiera esta posición cuando no haya alguna circunstancia que lo impida. En determinadas circunstancias se puede orar sentado, por ejemplo, si las piernas no aguantan, debido a alguna enfermedad de consideración. Se puede orar estando acostado cuando hay fiebre o alguna otra enfermedad. Depende de las circunstancias. Por ejemplo, si viajamos por mar, o si no podemos dejar el trabajo para acudir a la oración formal. Entonces podemos orar como si aparentemente no estuviésemos haciéndolo.
Uno debe ponerse de rodillas cuando va a hablar de sus pecados ante Dios, pues suplica le sean perdonados. Entendamos que, como dice san Pablo, esta postura es símbolo de la “actitud humilde ante el Padre de quien toma nombre toda la familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3,14-15). Se entiende esto como genuflexión espiritual porque todo lo que existe adora a Dios en el nombre de Jesús a quien están sometidas todas las cosas. Parece decirlo el apóstol en estos términos: “Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en la tierra y en los abismos” (Flp 2,10)... El profeta dice lo mismo: “Ante mí se doblará toda rodilla” (Is 45,23).
    Con respecto al lugar sepamos que ora bien en todas partes la persona que ora bien. Pues “en todo lugar se ofrece incienso a mi nombre... dice el Señor” (Ml 1,11). Y “quiero que los hombres oren en todo lugar” (1 Tm 2,8). Pero todos pueden, si se me permite la expresión, tener un lugar santo para la oración en el propio hogar, donde puedan recogerse tranquilamente y sin distracción. Inspecciónese bien este recinto para evitar cualquier cosa impropia del lugar de oración o que sea fuera de lo razonable...
    El lugar de oración, el sitio donde su reúnen los fieles, tiene probablemente gracia especial para ayudarnos, porque los ángeles acompañan en las asambleas de los fieles. También el poder de nuestro Señor y Salvador las benditas almas de los difuntos y aun de los vivos, aunque esto no sea fácil explicar. Con respecto a los ángeles podemos discurrir de este modo. Si es cierto que “acampa el ángel del Señor en torno a los que le temen y los libra” (Sal 34,8); si es cierto lo que se refiere a Jacob no sólo de sí mismo sino de todos los que confían en Dios cuando dice “el ángel me ha rescatado del mal” (Gn 48,16). Entonces es probable que cuando mucha gente se reúne sólo para alabar a Jesucristo, el ángel de cada uno está en torno a los que le temen al Señor, junto a la persona que le ha sido encomendada. Por consiguiente, cuando se reúnen los santos hay una doble iglesia o asamblea: la de los hombres y la de los ángeles. Refiriéndose a Tobías, dice Rafael que no “hacía más que presentar la oración de Tobías; leía ante la gloria del Señor el memorial” (Tb 12,12). Luego dice lo mismo de Sara, la nuera de Tobías por casarse con el hijo de éste. ¿Qué diríamos pues, cuando en muchas personas en el mismo camino, con el mismo ideal y sentimientos se reúnen formando el cuerpo de Cristo? Refiriéndose al poder del Señor presente en la iglesia, dice Pablo: “En nombre del Señor Jesús, reunidos ustedes y mi espíritu” (1 Co 5,4). Quiere decir que el poder de Jesucristo, el Señor, está con los Corintios tanto como con los Efesios. Si Pablo, todavía en cuerpo mortal, da por supuesto que está presente en espíritu durante las asambleas de los Corintios, no debemos desechar la idea de que también las benditas almas de los difuntos acuden a las asambleas con más diligencia aún que los que tienen cuerpo. Por eso, no menosprecien las oraciones comunitarias ya que añaden algo excelente a quienes piadosamente se reúnen.
    El poder de Jesús, el espíritu de Pablo y de otros parecidos a él, los ángeles del Señor protegen a cada uno de los santos, los acompañan en sus caminos y se reúnen con aquellos que piadosamente se consagran. Por eso hemos de procurar que nadie se haga indigno del ángel santo y despreciando a Dios se entregue al diablo por sus pecados e iniquidades. Tal persona, aun cuando no haya muchos que se le parezcan, no escapará por mucho tiempo a la providencia de los ángeles que cumpliendo la voluntad de Dios velan por el bien de la Iglesia. Ellos darán a conocer públicamente los errores de tal persona. (…)

Fines de la oración: adoración, gracias, perdón, peticiones

    Creo que debo concluir este tratado de la oración tocando brevemente cuatro puntos de que he hablado en distintos lugares de las santas Escrituras. Todos deberían tenerlos en cuenta. Son éstos: al comenzar debemos dirigir fervorosamente adoración al Padre, por Jesucristo, y el Espíritu santo, glorificados y alabados igualmente con el Padre. Sigue la acción de gracias por los beneficios que todo el mundo recibe, y en particular cada cual por los propios. En tercer lugar, creo que uno debe acusarse sin compasión ante Dios de los propios pecados pidiendo dos cosas: primera que le libre del hábito de pecar, y segunda que le perdone todos los pecados cometidos. Después de esta confesión, a mi parecer, ha de añadirse la petición de grandes y celestiales mercedes, para uno mismo en particular y para todo el mundo, empezando por los familiares y amigos más queridos. La oración concluirá con una doxología o alabanza a Dios por Jesucristo en el Espíritu santo.
    Como dije antes, he hallado estos puntos diseminados a lo largo de la Biblia. Ante todo, la adoración y alabanza se pueden ver en estas palabras del Salmo 104: “¡Alma mía, bendice al Señor! ¡Señor, Dios mío, qué grande eres! Vestido de esplendor y majestad, arropado de luz como de un manto. Tú despliegas los cielos lo mismo que una tienda, levantas las aguas de tus altas moradas; haciendo de las nubes carro tuyo, sobre las alas del viento te deslizas; tomas los mensajeros a los vientos, a las llamas del fuego por ministros. Sobre sus bases asentaste la tierra, inconmovible para siempre jamás. Del océano, cual vestido, la cubriste; sobre los montes persistían la aguas; al increparlas tú emprenden la huida, de tu trueno a la voz se precipitan” (Sal 104,1-7). Casi todo este salmo es una alabanza a Dios Padre. Cada cual puede por sí mismo seleccionar más ejemplos y comprobar con una cuanta frecuencia recurre al tema de la alabanza por todas las Escrituras.
    Como ejemplo de acción de gracias cito lo que se refiere al libro segundo de Samuel sobre David. Cuando el profeta Natán le dio a conocer las promesas del Señor, lleno de admiración por tantos dones, exclamó David en acción de gracias: “¿Quién soy yo, Señor Dios mío, y que mi casa para que tanto me ames? Yo era insignificante a tus ojos, Señor, y tú anuncias a la casa de tu siervo grandes cosas para el futuro... ¿Qué más puede decirte David, pues conoces a tu siervo? Por amor a mí has realizado tan grandes cosas. Eres grande, Señor, nadie como tú no hay nadie fuera de ti. Según tu corazón has realizado todas estas grandezas dándolas a conocer a tu siervo para que pueda glorificarte, Señor Dios mío” (2 S 7,18-22 [LXX]).
    Ejemplo de confesión son estos textos: “De todas mis rebeldías líbrame” (Sal 39,9). “Que mis culpas sobrepasan mi cabeza como un peso harto grave para mí; mis llagas son hedor y putridez debido a mi locura; encorvado abatido totalmente, sombrío ante todo el día” (Sal 38,5-6)
    Un ejemplo de petición es el siguiente: “No me arrebates con los impíos, ni con las agentes del mal” (Sal 28,3).
    Y habiendo comenzado la oración con himnos de alabanza se termine también glorificando al Padre del universo por Jesucristo en el Espíritu santo, a quien sea dada la gloria por siempre (Rm 16,27; Hb 13,21; Ga 1,5; 2 Tm 4,18).