OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (324)
La Ascensión de Jesucristo
Siglo XIII
Salterio
Arras, Francia
Orígenes, Trece homilías sobre el Éxodo
Homilía VIII: Sobre el inicio del Decálogo
Egipto es la casa de la servidumbre, Judá y Jerusalén son la casa de la libertad
1. De todo aquel que aprende a despreciar el siglo presente, que “figuradamente es llamado Egipto” (cf. Ap 11,8), y, para hablar como las Escrituras, “ha sido trasladado” por el Verbo de Dios “y no se le encuentra” (cf. Gn 5,24), porque se apresura y tiende hacia el siglo futuro, sobre esta alma dice Dios: “Yo soy el Señor tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto” (Ex 20,2).
Por tanto, esta palabra no se dirige solamente a los que partieron de Egipto, sino mucho más a ti que ahora la oyes; si, no obstante, partes de Egipto, y no sirves más a los egipcios, Dios te dice: “Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre” (Ex 20,2). Mira si los negocios del mundo y las obras de la carne no son la casa de la servidumbre (o: de la esclavitud), y, al contrario, el abandono de las cosas del mundo y la vida según Dios, la casa de la libertad, como dice el Señor en los Evangelios: “Si permanecen en mi Palabra, conocerán la verdad y la verdad los liberará” (Jn 8,31-32).
Por ende, Egipto es la casa de la esclavitud, pero Judá y Jerusalén son la casa de la libertad. Escucha también al Apóstol cuando habla sobre estas cosas “conforme a la sabiduría que le fue dada para su ministerio” (cf. 2 P 3,15): “La Jerusalén de arriba, dice, es libre y es la madre de todos nosotros” (Ga 4,26). Así, entonces, como Egipto, esta provincia terrena, es llamado para los hijos de Israel la casa de la servidumbre en comparación con Judá y Jerusalén, que es para ellos la casa de la libertad; así, en comparación con la Jerusalén celestial, que, por así decir, es la madre de la libertad, todo este mundo, y todo lo que está en este mundo, es la casa de la servidumbre. Y puesto que la servidumbre vino a este mundo como castigo por el pecado del paraíso de la libertad, por esa razón, la primera palabra del Decálogo, esto es, la primera palabra de los mandamientos de Dios, habla sobre la libertad diciendo: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre” (Ex 20,2).
“Los preceptos de la libertad”
Mientras estabas en Egipto no podías oír esta voz, aunque se te hubiese mandado celebrar la Pascua, aunque tuvieses ceñida la cintura y puestas las sandalias en los pies, aunque tuvieses el bastón en la mano y comieses los ázimos con las hierbas amargas (cf. Ex 12, 3 ss.; 12,11. 8). ¿Y por qué digo que mientras estabas en Egipto no podías escuchar estas cosas? Pero ni habiendo ciertamente salido de allí, en la primera etapa pudiste oír estas cosas, ni en la segunda, ni en la tercera, ni siquiera cuando atravesaste el mar Rojo (cf. Ex 14,222 ss.); aunque hubieses llegado a Mará y la amargura se te hubiera convertido en dulzura (cf. Ex 15,23 ss.); aunque hubieses llegado a Elim “a las doce fuentes de agua y los setenta árboles de palmeras” (cf. Ex 15,27); aunque hubieses abandonado Rafidim y ascendido las restantes etapas (cf. Ex 17,1; 19,2), todavía no eras juzgado idóneo de estas palabras, sino cuando llegaste al monte Sinaí (cf. Ex 19,1). Por tanto, si antes no has cumplido muchos trabajos, si no has superado muchas pruebas y tentaciones, con dificultad alguna vez merecerás recibir los preceptos de la libertad y escuchar del Señor: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre” (Ex 20,2). Pero esta palabra no es todavía un mandamiento, sino que muestra quien sea el autor. Por tanto, veamos ahora el inicio de los diez mandamientos de la Ley y si no nos ocupamos de todos, expliquemos al menos los inicios, según nos conceda el Señor.
El primer mandamiento
2. El primer mandamiento es: “No habrá para ti otros dioses fuera de mí” (Ex 20,3). Y después de esto sigue: “No te harás ídolos ni imagen alguna de nada de lo que hay arriba en el cielo ni de nada de lo que hay abajo en la tierra, ni de nada de lo que hay en las aguas bajo la tierra; no las adorarás ni les darás culto. Yo soy el Señor, tu Dios, un Dios celoso, que castigo los pecados de los padres en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación, con aquellos que me odian, y tengo misericordia por mil [generaciones] con los que me aman y guardan mis mandamientos” (Ex 20,4-6).
Algunos piensan que todo esto constituye un solo mandamiento. Lo cual, si se piensa así, no se completa el número de diez mandamientos, y ¿dónde estaría entonces la verdad del Decálogo? Pero si se divide tal como hemos separado (o: distinguido) en la proclamación anterior, aparece íntegro el número de diez mandamientos. Por tanto, el primer mandamiento es: “No habrá para ti otros dioses fuera de mí”, y el segundo: “No te harás ídolos ni imagen alguna”, etcétera. Comencemos, entonces, por el primer mandamiento.
Un solo Dios y un solo Señor
Pero yo también necesito, para hablar, el auxilio del mismo (Dios) que ha prescrito esto, y ustedes necesitan de oídos más puros para escuchar. Por tanto, si alguno de ustedes tiene “oídos para oír” (cf. Mt 11,15), oiga cómo ha sido dicho: “No habrá para ti otros dioses fuera de mí”. Si hubiese dicho: “No hay otros dioses fuera de mi”, la palabra parecería más absoluta. Pero porque ahora dice: “No habrá para ti otros dioses fuera de mí”, no niega que existan, sino que prohíbe que existan para aquellos a quienes se dan estos preceptos. Creo que de aquí también ha tomado el apóstol Pablo aquello que escribe a los corintios diciendo: “Si ciertamente hay quienes se dicen dioses, en el cielo o en la tierra. Y añade: “Así como también hay muchos dioses y muchos señores, pero para nosotros un solo Dios Padre, por quien (son) todas las cosas y en Él nosotros (somos), y un solo Señor Jesucristo, por quien (son) todas las cosas y nosotros por Él” (1 Co 8,5-6). Pero asimismo en muchos otros lugares de la Escritura encontramos que se nombran otros dioses, como también en éste: “Porque el Señor es altísimo, terrible, Rey grande sobre todos los dioses” (cf. Sal 46 [47],2), y: “El Dios de los dioses, el Señor, ha hablado” (Sal 49 [50],1), y: “Juzga en medio de los dioses” (Sal 81 [82],1). Sobre los señores, el mismo Apóstol dice: “Tronos, dominaciones, potestades, todo ha sido creado por Él y en Él” (Col 1,16). Pero las dominaciones no son ciertamente otra cosa que un orden y una multitud de señores. En ello, según me parece, el apóstol Pablo ha aclarado mejor el sentido de la Ley. Porque de modo semejante esto es lo que dice: “Aunque haya muchos señores que dominan los otros pueblos, y muchos dioses que son adorados por otros, sin embargo, para nosotros hay un solo Dios y un solo Señor”.
El diablo se hizo execrable por su prevaricación
Pero por qué causa hay muchos dioses y muchos señores; si escuchan atenta y pacientemente, la misma Escritura nos lo podrá enseñar. Porque dice el mismo Moisés en el cántico del Deuteronomio: “Cuando el Altísimo, dice, dividió los pueblos y dispersó a los hijos de Adán, estableció los límites de las naciones según el número de los ángeles de Dios. Y la porción del Señor fue su pueblo Jacob, y el lote de su heredad Israel” (Dt 32,8-9). Así, por tanto, resulta evidente (lit.: consta) que los ángeles, a los cuales el Altísimo ha encomendado gobernar los pueblos, son llamados dioses o señores; dioses en cuanto dados por Dios, y señores en cuanto que han recibido la potestad del Señor. De donde también el Señor decía a los ángeles que no habían respetado su principado: “Yo he dicho: son dioses, e hijos del Altísimo todos. Pero morirán como los hombres y caerán como uno de los príncipes” (Sal 81 [82],5-7), a imitación, sin duda, del diablo, que se ha hecho príncipe de todos para la ruina. De donde nos consta que (su) prevaricación los hizo execrables, no su naturaleza.
Un solo Dios para el Israel según la carne y para el Israel según el espíritu
Para ti, por tanto, ¡oh pueblo de Israel!, que eres la porción de Dios, que has llegado a ser el lote de su heredad, no habrá, dice, otros dioses fuera de mí (cf. Dt 32,9; Ex 20,3), porque verdaderamente Dios es el único Dios y verdaderamente el Señor es el único Señor. Pero a los otros que han sido creados por Él, ha dado este nombre no por naturaleza, sino por gracia.
En verdad, no pienses que esto se dice sólo a aquel Israel según la carne (cf. 1 Co 10,18); se te dice mucho más a ti, que has llegado a ser Israel en el espíritu, viendo a Dios, y que has sido circuncidado en el corazón, no en la carne. Puesto que, si también por la carne somos gentiles, en el espíritu somos Israel, por aquel que dice: “Pídemelo y te daré en herencia las naciones, y en posesión tuya los confines de la tierra” (Sal 2,8), y por aquel que dice de nuevo: “Padre, todo lo tuyo es mío y todo lo mío es tuyo, y he sido glorificado en éstos” (Jn 17,10); pero si obras de forma que seas digno de ser la porción de Dios, y de ser contado como el lote de su heredad. De otra forma, si obras indignamente, que sean un ejemplo para ti aquellos que fueron llamados para ser la porción de Dios, y que merecieron por sus pecados “ser dispersados entre todos los pueblos” (cf. Dt 32,9; 4,27). Y los que antes habían sido sacados de la casa de la servidumbre, ahora nuevamente -porque “quien peca, es esclavo del pecado” (Jn 8,34)-, sirven ya no sólo a los egipcios, sino a todos los pueblos. Por tanto, también a ti, que saliste de Egipto por Jesucristo y has sido sacado de la casa de la servidumbre (cf. Ex 20,3), se te dice: “No habrá para ti otros dioses fuera de mí” (Ex 20,3).
El segundo mandamiento
3. Después de esto veamos también qué contiene el segundo mandamiento: “No te harás ídolos ni imagen alguna de nada de lo que hay en el cielo, o en la tierra, o en las aguas bajo la tierra” (Ex 20,4)[1].
Gran diferencia hay entre los ídolos y los dioses, como nada menos que el mismo Apóstol nos lo enseña. Puesto que sobre los dioses dice: “Como hay muchos dioses y muchos señores” (1 Co 8,5); pero sobre los ídolos dice: “Porque un ídolo no es nada en el mundo” (1 Co 8,4). Por donde me parece que no leyó de pasada lo que dice la Ley. Ve, en efecto, la diferencia entre los dioses y los ídolos, y también la diferencia entre los ídolos y las imágenes; puesto que si de los ídolos dice que son nada[2], no añade nuevamente que las imágenes son nada. Pero dice esto: “No te harás ídolos ni imagen alguna” (Ex 20,4). Por tanto, una cosa es hacer un ídolo, otra (hacer) una imagen. Y si el Señor se digna iluminarnos sobre lo que hay que decir, yo creo que esto es lo que debemos entender: por ejemplo, si uno da a un metal de oro, de plata, o a una madera o una piedra, la forma de un cuadrúpedo cualquiera, de una serpiente, o de un ave, y la erige para adorarla, se hace, no un ídolo, sino una imagen; o también, si erige para esto mismo una pintura, igualmente hay que decir que se ha hecho una imagen. Pero hace un ídolo aquel que fabrica (lit.: hace) lo que no existe, como dice el Apóstol: “Un ídolo nada es”. ¿Qué es lo que no existe? La imagen que no ve el ojo, pero que el espíritu mismo se representa. Por ejemplo, si uno representa sobre miembros humanos una cabeza de perro o de carnero, o incluso, compone dos caras en un rostro humano, o añade a un torso humano los miembros traseros de un caballo o de un pez. El que hace estas cosas y otras similares, no hace una imagen, sino un ídolo. Porque hace lo que ni existe ni tiene semejanza con nada. Y por eso, sabiendo esto, el Apóstol decía: “El ídolo nada es en el mundo”; puesto que de hecho no se asume figura alguna de las cosas existentes, sino lo que se imagina en sí mismo el espíritu ocioso y curioso. Pero (hay) una imagen cuando se representa algo de lo que existe en el cielo, en la tierra o en las aguas, como hemos dicho antes. No obstante, es claro que no se puede hablar de imágenes de las cosas que están en la tierra o en el mar, en el mismo sentido que de las celestiales; a menos que alguno diga que se puede pensar esto del sol, la luna y las estrellas, porque también sus imágenes suelen ser representadas por el paganismo.
Pero puesto que Moisés “estaba instruido en toda la sabiduría de los egipcios” (Hch 7,22), deseaba ciertamente prohibir lo que entre ellos estaba oculto y secreto; como, por ejemplo, el que nosotros usásemos también sus nombres, la que llaman Hécate[3], y las otras formas de demonios que el Apóstol denomina “espíritus del mal (que están) en el cielo” (cf. Ef 6,12). Sobre los cuales quizá habla también el profeta, porque dice: “Se ha emborrachado mi espada en el cielo” (Is 34,5). En efecto, invocar a los demonios con estas formas y figuras es la costumbre de los que se preocupan de estas cosas, o bien para rechazar el mal, o bien para atraerlo; ahora la Palabra de Dios, que abraza todas las cosas, las rechaza y las maldice al mismo tiempo, y prohibe hacer, no sólo ídolos, sino también imágenes de todo lo que hay en la tierra, en las aguas y en el cielo.