OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (126)
Moisés hace depositar las tablas de la Ley
en el arca de la alianza
Hacia 1320 (?)
Toulouse (Francia)
en el arca de la alianza
Hacia 1320 (?)
Toulouse (Francia)
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, STROMATA
LIBRO I
Capítulo XXVII: La pedagogía de la Ley
El castigo que cura el alma
171.1. Por tanto, nadie ataque (lit.: profiera invectivas) a la ley por los castigos, como si no fuera buena y honesta. En efecto, si el que cura la enfermedad del cuerpo tiene fama de bienhechor, será mucho mejor protector quien intenta alejar un alma de una injusticia, porque el alma es más preciosa que el cuerpo.
171.2. A causa de la salud del cuerpo soportamos amputaciones, quemaduras y tomamos medicamentos, y quien suministra esos remedios es llamado salvador y médico. No es por inquina para con el paciente ni por malevolencia el que, según lo exigieren la razón y la técnica, ampute algunos miembros para que los sanos no se contagien con ellos; y nadie acusará de maldad al médico por su arte.
171.3. En cambio, ¿a causa del alma no soportaremos igualmente, sea el destierro, sea el pagar multas, sea la cárcel, con tal que uno adquiera, a cambio de la injusticia, la justicia?
171.4. La ley, en efecto, es protectora de los dóciles, educa la religiosidad, sugiere las obligaciones y aparta a cualquiera de los pecados, imponiendo penas a sus [faltas] constantes; pero, cuando observa igualmente que alguien parece incurable, porque camina hacia el más alto grado de injusticia, entonces se preocupa de los otros, para que no se corrompan al lado de aquel, como cuando se amputa un miembro del cuerpo entero, así da muerte a ese tal y eso es lo más saludable.
Las enseñanzas de la Sagrada Escritura
172.1. Dice el Apóstol: “Juzgados por el Señor, somos corregidos (lit.: educados) para no ser condenados con el mundo” (1 Co 11,32).
172.2. Y el profeta había anunciado: “Castigándome el Señor me educó, pero no me entregó a la muerte” (Sal 117,18). Y dice: Te corrigió para que aprendieras su justicia, te probó y te hizo pasar hambre y sed en el desierto, para conocer todos sus juicios y decisiones (o: sentencias) en tu corazón, los cuales yo te mando hoy, y comprendas en tu corazón que, como un hombre educa a su hijo, así te educará el Señor nuestro Dios” (Dt 8,2-3. 11. 5).
172.3. Pero puesto que el ejemplo hace a uno prudente (o: sensato), dice [la Escritura] a continuación: “El precavido, viendo un peligro, se protege, corrigiéndose a sí mismo con fuerza, porque el temor del Señor es el origen de la sabiduría” (Pr 22,3-4).
El camino de la verdadera sabiduría
173.1. El bien mayor y más perfecto es que uno pueda pasar del mal comportamiento a la virtud y a la buena conducta, como manda la ley.
173.2. Incluso también cuando alguien ha caído en un mal irremediable, prisionero de la injusticia y de la ambición (o: avidez), recibirá un beneficio con la condena a muerte.
173.3. Porque la ley es bienhechora, al poder hacer a unos de injustos justos con solo que quieran oírla, y a otros al librarlos de los males presentes.
173.4. Promete también la inmortalidad a quienes han decidido vivir prudente y justamente. “Conocer la ley es propio de buena inteligencia” (Pr 9,10). Y también: “Los hombres malvados no conocen la ley; pero los que buscan al Señor conocen todo lo buen” (Pr 28,10).
173.5. Es necesario que la Providencia que gobierna sea soberana y buena. Porque con ambas cosas su poder administra la salvación: por un lado, como soberana, corrigiendo con el castigo; por otro, como bienhechora, regalándonos con favores.
173.6. No hay que ser “hijo de desobediencia” (Ef 2,2; 5,6; Col 3,6), sino “pasar de las tinieblas a la vida” (1 Jn 3,14; cf. Jn 5,24), y, prestando oídos a la sabiduría (cf. Pr 2,2), ser, primero, un esclavo de Dios (cf. Nm 12,7), según ley, (y) luego hacerse un fiel servidor (cf. Hb 3,5), temeroso del Señor Dios (cf. Sal 111,1); y si alguien subiera más alto, será inscrito entre los hijos (cf. Ga 3,26), cuando “la caridad cubra la muchedumbre de los pecados” (1 P 4,8) entonces ése tal (o: ésos), introducido en la elegida filiación de los amigos de Dios (cf. 2 Cro 20,7; Jn 15,14-15; St 2,23), habiendo crecido en el amor, recibirá el cumplimiento de la bienaventurada esperanza; y al punto suplicará, diciendo: “El Señor sea mi Dios” (Gn 28,21).
LIBRO I
Capítulo XXVII: La pedagogía de la Ley
El castigo que cura el alma
171.1. Por tanto, nadie ataque (lit.: profiera invectivas) a la ley por los castigos, como si no fuera buena y honesta. En efecto, si el que cura la enfermedad del cuerpo tiene fama de bienhechor, será mucho mejor protector quien intenta alejar un alma de una injusticia, porque el alma es más preciosa que el cuerpo.
171.2. A causa de la salud del cuerpo soportamos amputaciones, quemaduras y tomamos medicamentos, y quien suministra esos remedios es llamado salvador y médico. No es por inquina para con el paciente ni por malevolencia el que, según lo exigieren la razón y la técnica, ampute algunos miembros para que los sanos no se contagien con ellos; y nadie acusará de maldad al médico por su arte.
171.3. En cambio, ¿a causa del alma no soportaremos igualmente, sea el destierro, sea el pagar multas, sea la cárcel, con tal que uno adquiera, a cambio de la injusticia, la justicia?
171.4. La ley, en efecto, es protectora de los dóciles, educa la religiosidad, sugiere las obligaciones y aparta a cualquiera de los pecados, imponiendo penas a sus [faltas] constantes; pero, cuando observa igualmente que alguien parece incurable, porque camina hacia el más alto grado de injusticia, entonces se preocupa de los otros, para que no se corrompan al lado de aquel, como cuando se amputa un miembro del cuerpo entero, así da muerte a ese tal y eso es lo más saludable.
Las enseñanzas de la Sagrada Escritura
172.1. Dice el Apóstol: “Juzgados por el Señor, somos corregidos (lit.: educados) para no ser condenados con el mundo” (1 Co 11,32).
172.2. Y el profeta había anunciado: “Castigándome el Señor me educó, pero no me entregó a la muerte” (Sal 117,18). Y dice: Te corrigió para que aprendieras su justicia, te probó y te hizo pasar hambre y sed en el desierto, para conocer todos sus juicios y decisiones (o: sentencias) en tu corazón, los cuales yo te mando hoy, y comprendas en tu corazón que, como un hombre educa a su hijo, así te educará el Señor nuestro Dios” (Dt 8,2-3. 11. 5).
172.3. Pero puesto que el ejemplo hace a uno prudente (o: sensato), dice [la Escritura] a continuación: “El precavido, viendo un peligro, se protege, corrigiéndose a sí mismo con fuerza, porque el temor del Señor es el origen de la sabiduría” (Pr 22,3-4).
El camino de la verdadera sabiduría
173.1. El bien mayor y más perfecto es que uno pueda pasar del mal comportamiento a la virtud y a la buena conducta, como manda la ley.
173.2. Incluso también cuando alguien ha caído en un mal irremediable, prisionero de la injusticia y de la ambición (o: avidez), recibirá un beneficio con la condena a muerte.
173.3. Porque la ley es bienhechora, al poder hacer a unos de injustos justos con solo que quieran oírla, y a otros al librarlos de los males presentes.
173.4. Promete también la inmortalidad a quienes han decidido vivir prudente y justamente. “Conocer la ley es propio de buena inteligencia” (Pr 9,10). Y también: “Los hombres malvados no conocen la ley; pero los que buscan al Señor conocen todo lo buen” (Pr 28,10).
173.5. Es necesario que la Providencia que gobierna sea soberana y buena. Porque con ambas cosas su poder administra la salvación: por un lado, como soberana, corrigiendo con el castigo; por otro, como bienhechora, regalándonos con favores.
173.6. No hay que ser “hijo de desobediencia” (Ef 2,2; 5,6; Col 3,6), sino “pasar de las tinieblas a la vida” (1 Jn 3,14; cf. Jn 5,24), y, prestando oídos a la sabiduría (cf. Pr 2,2), ser, primero, un esclavo de Dios (cf. Nm 12,7), según ley, (y) luego hacerse un fiel servidor (cf. Hb 3,5), temeroso del Señor Dios (cf. Sal 111,1); y si alguien subiera más alto, será inscrito entre los hijos (cf. Ga 3,26), cuando “la caridad cubra la muchedumbre de los pecados” (1 P 4,8) entonces ése tal (o: ésos), introducido en la elegida filiación de los amigos de Dios (cf. 2 Cro 20,7; Jn 15,14-15; St 2,23), habiendo crecido en el amor, recibirá el cumplimiento de la bienaventurada esperanza; y al punto suplicará, diciendo: “El Señor sea mi Dios” (Gn 28,21).
La Ley y el Evangelio
174.1. Los bienes de la Ley nos los hizo ver el Apóstol en este pasaje dirigido a los judíos, cuando escribe, si no me equivocó, así: “Si tú, que llevas el nombre de judío y descansas en la Ley y te glorías en Dios y conoces la voluntad de Dios y estimas lo mejor, instruido por la Ley, y presumes de ser guía de ciegos, luz de los que están en tinieblas, preceptor de necios, maestro de niños, tienes en la Ley la esencia del conocimiento y de la verdad” (Rm 2,17-20).
174.2. En efecto, reconoce que la Ley tiene ese alcance. Otra cosa es que quienes no adaptan su conducta a la Ley, se jacten de vivir en la Ley. “Bienaventurado el varón que halló la sabiduría, el mortal que vio la prudencia (Pr 3,13), y de su boca -es decir de la sabiduría- brota la justicia, y lleva en su lengua la ley y la misericordia” (Pr 3,16).
174.3. Obra de un único Señor, que es “fuerza y sabiduría de Dios” (1 Co 1,24), son la ley y el evangelio; y el temor que la Ley engendró es misericordioso en orden (o: que conduce) a la salvación. “Que no te falten compasión, fe y verdad, átalas alrededor de tu cuello” (Pr 3,3).
La finalidad de la ley es el amor
175.1. De igual manera que en Pablo, la profecía echa en cara al pueblo el no comprender la Ley: “Ruina y aflicción en sus caminos, y no conocieron el sendero de la paz (Is 59,7-8); ni el temor de Dios está ante sus ojos” (Rm 3,18; cf. Sal 36,2).
175.2. “Alegando ser sabios, se hicieron insensatos (Rm 1,22). Porque sabemos que la Ley es buena si uno la usa legítimamente; pero quienes queriendo ser maestros de la Ley, dice el Apóstol, no comprenden ni lo que dicen, ni acerca de qué hacen afirmaciones; porque la meta del precepto es el amor [procedente] de un corazón puro, de una conciencia buena y de una fe no fingida” (1 Tm 1,8. 7. 5).
174.1. Los bienes de la Ley nos los hizo ver el Apóstol en este pasaje dirigido a los judíos, cuando escribe, si no me equivocó, así: “Si tú, que llevas el nombre de judío y descansas en la Ley y te glorías en Dios y conoces la voluntad de Dios y estimas lo mejor, instruido por la Ley, y presumes de ser guía de ciegos, luz de los que están en tinieblas, preceptor de necios, maestro de niños, tienes en la Ley la esencia del conocimiento y de la verdad” (Rm 2,17-20).
174.2. En efecto, reconoce que la Ley tiene ese alcance. Otra cosa es que quienes no adaptan su conducta a la Ley, se jacten de vivir en la Ley. “Bienaventurado el varón que halló la sabiduría, el mortal que vio la prudencia (Pr 3,13), y de su boca -es decir de la sabiduría- brota la justicia, y lleva en su lengua la ley y la misericordia” (Pr 3,16).
174.3. Obra de un único Señor, que es “fuerza y sabiduría de Dios” (1 Co 1,24), son la ley y el evangelio; y el temor que la Ley engendró es misericordioso en orden (o: que conduce) a la salvación. “Que no te falten compasión, fe y verdad, átalas alrededor de tu cuello” (Pr 3,3).
La finalidad de la ley es el amor
175.1. De igual manera que en Pablo, la profecía echa en cara al pueblo el no comprender la Ley: “Ruina y aflicción en sus caminos, y no conocieron el sendero de la paz (Is 59,7-8); ni el temor de Dios está ante sus ojos” (Rm 3,18; cf. Sal 36,2).
175.2. “Alegando ser sabios, se hicieron insensatos (Rm 1,22). Porque sabemos que la Ley es buena si uno la usa legítimamente; pero quienes queriendo ser maestros de la Ley, dice el Apóstol, no comprenden ni lo que dicen, ni acerca de qué hacen afirmaciones; porque la meta del precepto es el amor [procedente] de un corazón puro, de una conciencia buena y de una fe no fingida” (1 Tm 1,8. 7. 5).