INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (53)

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San Jerónimo en el desierto
Giovanni Bellini. Hacia 1480
Palazzo Pitti, Galleria Palatina
Florencia, Italia
El monacato occidental (sexta parte)

Visión de conjunto: siglos IV-V

Tres factores distintos, pero mancomunados por el Espíritu de Dios, parecen haberse reunido para engendrar el monacato cristiano de Occidente: “la continuación y lógico desarrollo de la vida ascética practicada (en Occidente) por vírgenes y continentes desde la más remota antigüedad”, que se prolongó -en el siglo IV- “en algunos ascetas de los países latinos que empezaron a vivir más separados del mundo y se convirtieron en anacoretas, o en el caso del cenobitismo, se agruparon en comunidades más o menos compactas y organizadas”. En segundo lugar, debe mencionarse el influjo notable que ejerció el monacato oriental, sobre todo el de Egipto, “sobre la génesis y primer desarrollo”(1) de la vida monástica de Occidente. Por último, y tal vez éste sea el factor decisivo, está el esfuerzo de hombres y mujeres santos e inteligentes, que supieron adaptar las formas monásticas del Oriente a las necesidades de la cultura occidental.

“En Roma conocí varios monasterios en los que presidían aquellos que de entre sus miembros sobresalían en modestia, prudencia y ciencia divina; viviendo en caridad, santidad y libertad cristianas. Para no ser carga uno del otro, según la costumbre de Oriente y austeridad del apóstol Pablo, se sustentaban con el trabajo de sus manos. También era increíble el ayuno que muchos practicaban rigurosamente... (Pero) a nadie se le obliga a austeridades que no pueda soportar, ni se le impone nada que rehúse hacer, ni lo desprecian los demás por su incapacidad para imitar lo que otros hacen... Todo su esfuerzo lo ponen no en abstenerse de ciertos alimentos sino en dominar la concupiscencia y conservar el amor de los hermanos...”(2).

San Jerónimo fue el primer gran “propagandista” latino de la vida monástica oriental. Gran parte de su vida la pasó en Oriente, instalándose definitivamente en Belén, donde se dedicó con especial ahínco a traducir las Escrituras al latín.

«Lee con frecuencia las divinas Escrituras, mejor aún: que nunca tus manos dejen el sagrado texto (sacra lectio). Estudia lo que debes enseñar. Adhiérete a la palabra de la fe, conforme a la doctrina, para que tus exhortaciones reposen sobre la sana doctrina... “Permanece en lo que has aprendido, en lo que se te ha confiado, sabiendo de quién lo has aprendido” (2 Tm 3,14), siempre preparado para dar satisfacción a quien te pida razón de la esperanza que habita en ti. Que tus obras no cubran de vergüenza lo que dices... Sé sumiso a tu obispo, considéralo como el padre de tu alma; amar es (propio) de los hijos, temer es (propio) de los esclavos»(3).

San Martín de Tours (+397) fue como el “san Antonio de Occidente”, al menos según el parecer de su biógrafo, Sulpicio Severo. El ejemplo de Martín contribuyó notablemente a la difusión de la vida monástica en la Galia.

«Acostumbrado Martín a comer pescado los días de Pascua pregunta un poco antes de la hora de comer si estaba preparado. Entonces el diácono Catón, a quien correspondía la administración del monasterio, ducho asimismo en la pesca, dice que no se le ha presentado en todo el día una presa y que otros pescadores que solían vender, nada han podido hacer. “Ve -dice (Martín)- lanza tu red, la presa se te presentará”. Teníamos junto al río... una choza. Marchamos todos, como en un día de fiesta, a ver al pescador, pendiente la esperanza de todos que no habían de ser vanos los intentos con que se buscaba un pez para uso de Martín, bajo los auspicios de Martín. Al primer lanzamiento sacó el diácono un enorme lucio... Martín, verdadero discípulo de Cristo, emulador de los milagros realizados por el Salvador -milagros que llevó a cabo para ejemplo de sus santos- mostraba que Cristo actuaba en él, que dando gloria a su santo en todo lugar, acumulaba sobre un hombre los dones de distintas gracias»(4).

San Agustín, el gran doctor de la Iglesia latina, fue quien puso las bases para un monacato verdaderamente occidental; privilegió la vida comunitaria, la importancia de la formación intelectual y espiritual, la necesidad de que los monjes estén al servicio de la Iglesia local.

“Cuando canten y salmodien en sus corazones al Señor, para que las voces del corazón no disuenen, háganlo todo para gloria de Dios, que obra todo en todos. Y sean fervientes de espíritu, para que su alma sea alabada en el Señor. Esta es la actividad del camino recto: tener los ojos siempre puestos en el Señor, porque él libra de la trampa nuestros pies. Tal acción no se debilita en la acción, ni se enfría en el ocio, no es turbulenta ni floja; ni audaz; ni precipitada ni lánguida. Hagan esto, y el Dios de la paz estará con ustedes”(5).

«No deben tener nada superfluo, nada que sea un peso poseer, nada que ate, nada que sea un impedimento. Para que se cumpla más auténticamente en este tiempo y en los siervos de Dios aquello del Apóstol: “Como quienes nada tienen y todo lo poseen” (2 Co 6,10). No tengas nada que puedas llamar tuyo, y todas las cosas serán tuyas; si te adhieres a una parte, pierdes la totalidad pues para ti lo suficiente es lo mismo, venga de la riqueza o de la pobreza»(6).

San Honorato y la comunidad de la isla de Lérins, representan otro intento de “inculturar” la vida monástica en Occidente. Muchos de los monjes que allí moraban, después fueron elegidos para servir a la Iglesia en el ministerio del episcopado (incluido el mismo fundador, Honorato). En Lérins se implantó una disciplina rigurosa, de carácter cenobítico; con un marcado acento en la figura del superior. Se le asignó especial relieve a la obediencia, al trabajo manual, a la oración y al silencio.

«Que los hermanos vivan unánimes con alegría en una casa; pero determinamos, con la ayuda de Dios, cómo mantener con recto ordenamiento esta unanimidad y alegría. Queremos que uno presida sobre todos y que nadie se desvíe hacia la izquierda de su consejo o mandato, sino que lo obedezcan con toda alegría como si fuesen órdenes del Señor... Los que obrando de este modo desean vivir unánimes, deben tener en cuenta que por la obediencia Abraham agradó a Dios y fue llamado amigo de Dios. Por la obediencia, los mismos apóstoles merecieron ser testigos del Señor entre los pueblos y las tribus. También nuestro Señor descendiendo de las regiones superiores a las inferiores dice: “No vine a hacer mi voluntad sino la de Aquel que me envió” (Jn 6,38-39)... El que preside debe mostrarse tal como indica el Apóstol: “Sean un modelo para los creyentes” (1 Ts 1,7), es decir, por sus cualidades de piedad y verdad sobrenatural, elevar el alma de los hermanos de las realidades terrenas a las celestiales... El que preside tiene que discernir cómo debe demostrar a cada uno su afecto paternal. Debe tener equidad, sin olvidar lo que dice el Señor: “La medida con que midan se usará con ustedes” (Mt 7,2)...»(7).

Juan Casiano (+hacia el 435) es el “teórico” del monacato occidental. Discípulo aventajado de Evagrio Póntico (al cual, sin embargo, nunca menciona), supo adaptar las enseñanzas de éste a las necesidades del espíritu latino. En sus obras: Instituciones y Conferencias (o Colaciones), puso los fundamentos para una nueva espiritualidad cristiana occidental.

«La renuncia (al mundo) no es otra cosa sino la marca de la cruz y de la mortificación..., porque según la palabra del Apóstol, “tú estás crucificado para el mundo, como el mundo lo está para ti” (Ga 6,14)... Y nuestra cruz es el temor del Señor... Por este temor los que se ejercitan en el camino de la perfección, adquieren la conversión, la purificación de sus vicios y la práctica de las virtudes. Una vez que ese temor ha penetrado el espíritu del hombre, entonces engendra el desprecio de todas las cosas, el olvido de los parientes y el horror del mundo. Este desprecio y privación de todos los bienes conduce a la humildad... De la humildad procede la mortificación de las (propias) voluntades. Esta mortificación arranca y saca todos los vicios. La expulsión de los vicios permite que las virtudes fructifiquen y se multipliquen. La fecundidad de las virtudes hace adquirir la pureza de corazón. Por la pureza de corazón se posee la perfección de la caridad apostólica»(8).

Primera lectura

La “Vida de San Pablo”, de san Jerónimo(*)

I. Prólogo

1. Muchos se preguntan todavía cuál fue el monje que por vez primera habitó en el desierto. Algunos, empezando desde muy atrás, ven a Elías y a Juan (el Bautista) como los pioneros. Sin embargo, Elías fue más que monje, y Juan comenzó a profetizar antes de nacer.
Otros, que creen sostener la opinión común, afirman que en el origen de esta forma de vida está Antonio, lo cual -en parte- es verdad. Porque, aunque no fue el primero, sin embargo gracias a él todos se sintieron atraídos por este tipo de vida. Pero Amatas y Macario, discípulos de Antonio (de los cuales el primero dió sepultura al cuerpo de su maestro), afirman todavía hoy que el príncipe de esta vida, aunque no le dio su nombre, fue un tal Pablo de Tebas, lo que nosotros también aprobamos(1).
Algunos, llevados por su imaginación, le atribuyen esto o aquello, diciendo que vieron a un hombre en una cueva subterránea, con una cabellera larga hasta los pies, y otras cosas fantásticas más, que sería pérdida de tiempo detallar; son mentiras tan groseras que no hay por qué detenerse a refutarlas.
De este modo, como de Antonio nos quedó su memoria escrita con precisión, tanto en latín como en griego(2) , mi propósito es escribir unas pocas cosas acerca de los comienzos y del final de Pablo, más por suplir una necesidad hasta ahora incumplida, que por iniciativa de mi ingenio. Por lo que se refiere a lo medular de su vida, y a las insidias que sufrió de Satanás, nadie tiene conocimiento de ello.

II. La Vida de Pablo

2. Los tiempos de la persecución. Bajo los perseguidores Decio y Valeriano, al tiempo que Cornelio de Roma y Cipriano de Cartago vertieron gozosos su sangre en el martirio, muchas Iglesias en Egipto y Tebaida fueron devastadas por esa cruel tempestad. Los cristianos de aquella época sólo anhelaban una cosa: caer a espada por el nombre de Cristo. Mas el astuto enemigo, buscando lentos suplicios para la muerte, deseaba más matar las almas que los cuerpos. El mismo Cipriano (el cual tuvo que pasar por aquellos tormentos), dice que no permitían matar a los que deseaban morir(3). Para manifestar mejor tal crueldad, voy a contar dos casos que quedaron en la memoria.
3. Moscas y delicias. Hubo un mártir perseverante en la fe, vencedor entre los tormentos tanto del potro como de las planchas de acero. Viendo esto mandaron untarlo con miel y, atadas las manos atrás, exponerlo al sol más ardiente, para que se rindiese bajo los aguijones de los insectos, el que antes había resistido a las sartenes encendidas.
Otro, joven en la flor de su edad, fue llevado a un huerto amenísimo. Allí, en medio de lirios de un blanco deslumbrante y encarnadas rosas entre las cuales serpenteaba un plácido arroyuelo con agradable murmullo de aguas, donde la brisa pasaba suavemente silvando por las hojas de los arbustos y los árboles, lo colocaron sobre un lecho de plumas y, para que no pudiese menearse de un lado ni de otro, lo ataron con unas blandas cuerdas de guirnalda. De este modo, lo dejaron. Habiéndose ido todos, vino una hermosa ramera, y comenzó a excitarlo con suaves caricias en el cuello. Después (tenemos vergüenza incluso de decirlo) comenzó a tocar sus partes íntimas, de modo tal que, excitada la concupiscencia del cuerpo pensaba, con impúdico triunfo, echársele encima.
El soldado de Cristo no sabía ya qué hacer ni a dónde volverse y, al que ni los tormentos habían podido vencer, amenazaba derrotarlo el deleite carnal. Finalmente, inspirado de lo alto, el joven se cortó de un mordisco la lengua y la escupió a la que estaba besándolo. Y así dominó con el inmenso dolor, la libidinosa sensación.
4. Un rico huérfano vendido. En aquel tiempo, pues, vivía Pablo en la Tebaida inferior, con su hermana que ya estaba casada; tenía por entonces unos dieciséis años, y después de la muerte de sus dos padres recibió una gran herencia. Era muy instruido tanto en las letras griegas como en las egipcias, manso de carácter y muy amante de Dios(4). Cuando estalló la tormenta de la persecución, se retiró a una propiedad algo apartada y secreta.
Pero, ¿a qué no fuerzas el corazón del hombre, tú, temible hambre de dinero?(5). El marido de su hermana empezó a buscar a aquél a quien debía ocultar. Ni las lágrimas de su mujer, ni el parentesco de la sangre, ni la consideración de que Dios todo lo ve desde el cielo, lograron detenerlo de semejante crimen. Empecinado, lo acosaba cruelmente fingiendo justicia.
5. La cueva de los acuñadores de moneda. Cuando el muy prudente adolescente comprendió su situación, se fue huyendo al desierto de los montes aguardando el fin de la persecución. Pero, transformando la necesidad en deseo, se adentró cada vez más en el interior, haciendo algunas paradas. Así llegó a un monte rocoso, en cuya base había una gran cueva cerrada con una piedra. La corrió y, como los hombres tienen una natural curiosidad para conocer las cosas ocultas, la exploró con mucho interés, y vio que adentro había un amplio vestíbulo, abierto hacia el cielo, aunque cubierto por una vieja palmera con ramas entrecruzadas que se inclinaban señalando una fuente cristalina. Su torrente apenas salido de la vertiente, después de un breve recorrido, era absorvido nuevamente por la tierra que lo producía(6). Además de esto, había unas cuantas habitaciones, corroídas por la erosión de la montaña, en las cuales se hallaban yunques y martillos ya herrumbrados y gastados, que habían servido para acuñar moneda. Aquel lugar fue usado, según las historias de los egipcios, como taller para hacer moneda falsa en la época en que Antonio se unió con Cleopatra.
6. Dos proezas ascéticas. Pablo tomó cariño por ese lugar, como si le hubiese sido presentado por Dios mismo y allí pasó toda su vida en oración y soledad. El vestido y el alimento se lo suministraba la palmera. Y ¡que no se crea que esto es imposible! Tomo por testigos a Jesús y a sus santos ángeles: en esa parte del desierto que linda con la Siria y los Sarracenos, vi y todavía veo, a dos monjes: uno de los cuales, estando encerrado por espacio de treinta años, vivía exclusivamente de pan de cebada y de agua cenagosa, y el otro, metido en una vieja cisterna que los sirios en su lengua nativa llaman «guba», se sustentaba cotidianamente con cinco dátiles.
Estas cosas parecerán increíbles a los que no creyeren que todas las cosas son posibles para los que creen(7).
7. El hipocentauro guía. Pero volvamos a aquello de lo que nos apartamos. El bienaventurado Pablo ya llevaba ciento trece años de vida celestial en la tierra cuando Antonio, nonagenario (como él decía con gusto), viviendo en otro desierto, concibió en su mente la idea de que era el único monje perfectamente solitario que habitaba en el yermo. Pero una noche, mientras estaba descansando, le fue revelado que más adentro en el desierto, había otro, mucho más perfecto, al cual debía ir a visitar. Apenas amaneció, sustentando sus debilitados miembros con un báculo, el venerable anciano se puso en camino sin saber adónde. Ya era mediodía y un sol abrasador lo ahogaba, pero no desistía de su itinerario diciendo: «Confío en mi Dios que me prometió mostrar a aquel antiguo consiervo».
Apenas había dicho esto, vio pasar un hombre mitad caballo, al cual los poetas llaman «hipocentauros». Al verlo se hizo la saludable señal de la cruz sobre la frente y luego le preguntó: «Eh tú: ¿dónde es que habita el siervo de Dios?». Pero éste se puso a relinchar no sé qué cosas extrañas, balbuceando más que articulando, con la boca cubierta de erizados pelos, tratando de dar una respuesta cortés. Y, extendiendo su derecha, le mostró el camino buscado, y después emprendió la fuga por los vastos campos, tan ágil como un pájaro, y desapareció a la vista de sus ojos. Ahora bien, que esto haya sido ficción maliciosa del demonio para espantarlo, o si acaso el yermo -tan fecundo en animales monstruosos- haya engendrado también esta bestia, lo tenemos por incierto.
8. Un cristiano con pies de chivo. Admirado, pues, Antonio de lo que había visto, y revolviendo en su interior lo que había pasado, prosiguió su camino. Al poco rato vio en un valle rocoso a un hombrecillo pequeño, con la nariz chata y cuernos en la frente, y la última parte de su cuerpo terminaba en pies de cabra. Antonio, ante este espectáculo, como buen luchador tomó el escudo de la fe y la coraza de la esperanza(8). Sin embargo, el animal le ofreció, como en prenda de paz, unos dátiles para el sustento de su camino. Viendo esto, Antonio detuvo su marcha y, preguntándole quién era; recibió esta respuesta: «Yo soy un mortal, uno de los moradores del yermo que los paganos, engañados por sus muchos errores, honra con los nombres de sátiro, fauno y pesadilla(9). Soy un delegado de mi grupo. Te suplicamos que ruegues al Dios común de todos, el cual sabemos vino recientemente por la salud del mundo, y su palabra se difundió por toda la tierra»(10). Oyendo estas palabras, el viejo caminante regaba su rostro con lágrimas por la gran alegría que sentía en su corazón, y se holgaba grandemente por la gloria de Cristo y la caída de Satanás. También se admiraba de cómo había podido entender sus palabras. Entonces, golpeando con su báculo la tierra, dijo: «¡Ay de ti, Alejandría, que adoras a los monstruos en vez de a Dios! ¡Ay de ti, ciudad ramera, a la cual han concurrido todos los demonios del mundo! ¿Qué podrás decir ahora que las bestias alaban y confiesan a Cristo, mientras que tú en lugar de Dios honras a los monstruos?».
Apenas había dicho estas palabras, cuando aquel irrisorio animal huyó como llevado por alas. Y para que este fenómeno no provoque una incredulidad escrupulosa, recuerdo que en tiempos del emperador Constancio todo el mundo fue testigo de cómo trajeron a Alejandría a un hombre vivo de este tipo, del cual todo el pueblo quedó admirado. Después de muerto, inyectaron sal al cuerpo para que no se corrompiese con el calor del verano, y así lo llevaron a Antioquía para mostrarlo al Emperador.
9. Visita trabajosa. Mas voy a proseguir con mi historia. Antonio, avanzando por la región que recorría, vio solamente algunas huellas de fieras y el inmenso desierto que se extendía hasta lo lejos. No sabía qué hacer ni a qué parte dirigirse. De este modo, había pasado ya el segundo día. Sólo le quedaba como único consuelo el confiar que Cristo no lo abandonaría. La segunda noche oscura la pasó toda en oración. Y en las penumbras del amanecer vio de cerca, entre las sombras, una loba que corría jadeante de sed hacia las estribaciones de un monte. Y clavando en ella sus ojos vio allí cerca una cueva. Al irse la loba, Antonio se acercó y comenzó a mirar hacia adentro, mas la oscuridad reinante no le permitió satisfacer su curiosidad. Pero, tal como dice la Santa Escritura: la caridad perfecta echa fuera el temor(11), por eso, nuestro solícito explorador, en puntas de pie y conteniendo la respiración, entró en la cueva. Avanzó paso a paso, deteniéndose a menudo, y oía con atención, por si lograba escuchar algún ruido. Finalmente vio de lejos una luz en medio del horror de la noche ciega y, mientras avanzaba cada vez más animado, tropezó con una piedra e hizo ruido. A este sonido el bienaventurado Pablo cerró su puerta y le puso una traba.
Entonces Antonio se arrojó al umbral y estuvo allí hasta el mediodía y aún más, rogando y diciendo: «Bien sabes quién soy, de dónde vengo y a qué he venido. También yo sé que no merezco verte. Mas, a pesar de esto, no me iré de aquí sin haberte visto. ¿Por qué, admitiendo las bestias, desechas al hombre? He buscado y he hallado(12); ahora llamo a la puerta para que me abran(13). Si no lo consigo, moriré aquí, delante de esta puerta: así al menos tendrás que enterrar mi cuerpo».
Decía estas cosas inmóvil y bien firme. A lo cual el héroe respondió con pocas palabras(14): «Nadie pide amenazando; nadie mezcla las lágrimas con las injurias. Y ¿todavía te asombras de que no reciba al que viene para morir?» Diciendo estas cosas entre risas, Pablo abrió la puerta. Entonces los dos se abrazaron, saludándose por sus nombres y dieron juntos gracias al Señor.
10. El cuervo panadero. Después de haberse dado el beso santo(15), Pablo se sentó y comenzó a hablar con Antonio de esta manera:
«Aquí ves, hermano, al que con tanto trabajo has buscado, con sus miembros consumidos por viejo y cubierto de canas desprolijas. Ves aquí al hombre que bien pronto será tierra. Mas como la caridad todo lo soporta(16), cuéntame, por favor, ¿en qué estado se halla el linaje de los hombres? ¿Se levantan nuevos edificios en las antiguas ciudades? ¿Qué régimen está ahora dominando el mundo? ¿Hay todavía gente arrastrada por el engaño de los demonios? Y mientras hablaban de estas cosas, de pronto vieron un cuervo que se había sentado sobre una rama del árbol; y deslizándose desde allí con suave vuelo, les dejó un pan entero ante sus miradas asombradas, y se fue. Entonces dijo Pablo: «Mira, Antonio, el Señor, nos ha enviado la cena, verdaderamente es piadoso y misericordioso. Hace sesenta años que me envía cada día medio pan; mas ahora, por haber venido tú, Cristo ha duplicado la ración a sus soldados».
11. Una liturgia en el desierto. Habiendo, pues, celebrado la acción de gracias, se sentaron a la orilla de la fuente cristalina y empezaron una piadosa disputa sobre quién había de partir el pan, lo cual duró casi todo el día hasta la tarde(17). Pablo sostenía que esto era un deber de hospitalidad, y Antonio consideraba que era un derecho de ancianidad. Al fin concertaron que cada uno asiese el pan por su parte y de esta manera tirasen, llevándose cada uno lo que quedaba en su mano. Luego, agachándose de frente sobre la fuente, cada uno bebió un poco de agua, y ofreciendo a Dios un sacrificio de alabanza(18) velaron toda la noche.
Cuando el día ya retornaba sobre la tierra, Pablo habló a Antonio de esta manera:
«Hace mucho tiempo, hermano, sabía que vivías en estas regiones, y Dios me había prometido que serías mi consiervo, y como ya se acerca el tiempo de mi dormición y siempre deseé irme para estar con Cristo(19), mi carrera ha concluido, y espero recibir la corona de justicia(20). Por eso, el Señor te ha enviado para que cubras mi cuerpo con tierra o para decir mejor, para que restituyas la tierra a la tierra(21).
12. El manto de Atanasio. Oyendo esto, Antonio le rogaba con lágrimas y gemidos que no lo desamparase, sino que lo llevase como compañero de ese viaje. Mas Pablo le respondió: «No debes, hermano, pensar sólo en tu provecho, sino en el provecho ajeno(22). Es cierto, te convendría dejar la carga de la carne y seguir al Cordero, pero los demás hermanos aún necesitan ser instruidos por tu ejemplo. Por eso te ruego, si no te resulta muy molesto, que me traigas aquella capa que te dio el obispo Atanasio, para envolver mi cuerpo»(23). Esto le pidió el bienaventurado Pablo, no porque le importase mucho que su cuerpo se pudriese cubierto o desnudo, habiéndolo tenido vestido por tanto tiempo sólo con hojas tejidas de palma, sino para que, apartándolo con este encargo, no tuviera la tristeza de verle morir.
Admirado Antonio de oír lo de Atanasio y de su capa, miró a Pablo como si viera a Cristo en él y, venerando a Dios en su corazón, no osó replicarle cosa alguna sino, que derramando silenciosamente muchas lágrimas, le besó los ojos y las manos, y volvió a su monasterio (el cual fue ocupado más tarde por los Sarracenos). Sus pies ya no obedecían a su ánimo pero, aunque el cuerpo estaba extenuado por los ayunos y quebrantado por los muchos años, con su ánimo venció a su edad.
13. La humildad de Antonio. Finalmente, fatigado y sin aliento, llegó a su morada. Dos de sus discípulos, que desde hacía mucho solían servirle, le salieron al encuentro, preguntándole: «¿Padre dónde has estado todo este tiempo?» Él les contestó: «¡Ay de mi pecador, que injustamente tengo el nombre de monje!(24). ¡He visto a Elías, he visto a Juan en el desierto, y de veras he visto a Pablo en el paraíso!» Y cerrando con estas palabras su boca y golpeando su pecho con la mano, sacó de su celdilla la sobredicha capa. En balde le rogaban sus discípulos que les declarase más explícitamente lo que había dicho. Sólo les contestó: Hay un tiempo para hablar y un tiempo para callar(25).
14. Pablo sube al cielo. Dicho esto, salió afuera sin comer ni un solo bocado y volvió por el camino que lo había traído. Tenía sed de su amigo Pablo, anhelaba verlo, contemplarlo con sus ojos y su mente estaba arrobada en él. Temía lo que en realidad sucedió: que en su ausencia entregase su alma a Cristo, a quien se la debía.
Cuando ya amanecía otro día y todavía le faltaban tres horas, vio subir a Pablo entre la multitud de los ángeles y entre los coros de los Profetas y Apóstoles, resplandeciendo con una blancura de nieve y, cayendo luego sobre su rostro, echaba arena sobre su cabeza y decía llorando amargamente: «¿Por qué Pablo me abandonas? ¿Por qué te vas sin despedirte? ¡Tarde te conocí, y te vas tan pronto!»
15. La muerte lo encontró de rodillas. El bienaventurado Antonio contó más tarde que el resto del camino lo había andado tan ligero, que parecía volar como un pájaro y no sin razón: al entrar en la cueva vio al Santo hincado de rodillas, la frente alzada y las manos extendidas al cielo, exánime. Como en un primer momento le pareció que aún vivía y rezaba, se puso también él a orar. Mas despúes, al no percibir ningún suspiro como solía cuando rezaba, le besó con lágrimas y entendió que aun muerto el cuerpo del Santo con el gesto y su postura oraba a Dios, para quien todas las cosas viven.
16. Dos leones sepultureros. Antonio envolvió el cuerpo, lo sacó fuera de la cueva y cantó himnos y salmos, según la costumbre cristiana. Pero luego se entristeció al ver que no tenía azadón para cavar la tierra. Muchos pensamientos le pasaban por la mente y dando mil vueltas decía para sus adentros: «Si vuelvo al monasterio, hay cuatro días de camino; y si me quedo aquí, tampoco aprovecho nada. ¡Muera entonces, oh Cristo, junto a tu luchador, como es justo, dando mi último suspiro!».
Estaba pensando esta cosas cuando de pronto aparecieron dos leones, que surgieron a toda carrera desde lo más oculto del desierto, con sus melenas al viento. Al primer instante quedó horrorizado, mas enseguida, levantando su corazón a Dios, perdió todo miedo, como si viera palomas. Los leones vinieron derecho a donde yacía el cuerpo del bienaventurado anciano y allí se frenaron, y acariciándolo con sus colas, se echaron a sus pies rugiendo con intensos gemidos, de tal suerte que comprendía que lloraban de la manera que podían. Y luego, allí cerca, comenzaron a cavar la tierra con su garras, y sacando arena en cantidad, abrieron un hoyo capaz de alojar a un hombre. Al terminar, como pidiendo su galardón por el trabajo, moviendo las orejas y con la cabeza gacha, se fueron hacia Antonio y le lamían las manos y los pies. Por lo cual él entendió que le pedían la bendición. Y sin demora, alabando a Jesucristo por ver que aun los animales mudos le reconocían por Dios, dijo estas palabras: «Señor, sin cuyo consentimiento no cae ni una hoja de un árbol ni un pichón a tierra: ¡da a estos animales lo que veas que les conviene!» Y haciéndoles una señal con la mano les mandó que se fuesen.
Habiéndose ido los leones, cargó sobre sus hombros seniles el peso del cuerpo del Santo y poniéndole en la tumba echó tierra encima y levantó un montículo como se acostumbra.
Al otro día, el piadoso heredero para no perder nada de los bienes del que había muerto sin testamento, tomó para sí la túnica que Pablo mismo había tejido para su uso con hojas de palma a manera de un cesto, y con esta prenda retornó a su monasterio, y contó a sus discípulos, por orden, todo lo que había pasado. Y en las fiestas solemnes de Pascua y Pentecostés siempre vestía la túnica de Pablo.

III. Epílogo

17. Riqueza y pobreza. Ahora, al fin de mi pequeña narración quisiera preguntar a aquellos que no conocen siquiera todo el patrimonio que poseen, que revisten sus casas con mármoles preciosos y como con un hilo juntan los valores de sus estancias(26): ¿Qué cosa faltó jamás a este anciano desnudo? Ustedes beben en vasos hechos de piedras preciosas, él satisfizo su naturaleza con el hueco de sus manos. Ustedes entretejen oro en sus túnicas, él no tenía ni la ropa vilísima de cualquiera de sus esclavos. Pero ahora, por el contrario, está abierto el paraíso para aquel pobrecillo, mientras que a ustedes, cargados de oro, los tragará el infierno. Él, aunque desnudo, conservó limpia la vestidura de Cristo(27), y ustedes, vestidos de ropa de seda, la perdieron(28). Pablo, yace cubierto sólo con un vilísimo polvo para la resurrección, a ustedes los oprimen las fastuosas lápidas, y juntamente con sus riquezas arderán.
Les suplico: ¡Tengan piedad de ustedes mismos! ¡Al menos por consideración de las riquezas que tanto aman! ¿Por qué visten a sus difuntos con brocado dorado? ¿Por qué no cesa la ambición aun entre las lágrimas del duelo? ¿Por ventura, no han de pudrirse los cuerpos de los ricos, sino envueltos en seda?
18. Oración. Te ruego, pues, hermano, quienquiera que leyeres esto, acuérdate de Jerónimo, pecador, el cual -si Dios le diere la opción- con mucha más voluntad eligiría la túnica de Pablo con sus méritos, que la púrpura de los reyes con su castigo.


Segunda lectura: San Agustín, Regla para los siervos de Dios; traducción en CuadMon 80 (1987), pp. 115-137.

Notas:

(*)Trad. en CuadMon 115 (1995), pp. 541 ss. San Jerónimo escribió esta obra en torno al año 375.
1 En la Vida de Hilarión (= VH), Jerónimo dará a los discípulos de Antonio los nombres de Isaac y Peluso. Cf. VH 30.
2 Jerónimo da pruebas de haber conocido y usado en algunas expresiones el original griego de la Vita Antonii, sin embargo el texto más conocido y difundido en Occidente fue el latino. Una traducción de éste al castellano la encontramos en CuadMon 33-34 (1975) 171-234.
3 Cipriano, Ep. 56, 2,2.
4 Jerónimo presentará también al monje Hilarión como un joven culto y con una buena capacidad oratoria. Cf. VH 2.
5 Virgilio, Eneida 3,57.
6 También en la Vida de Hilarión, el desierto será presentado con características paradisíacas. Cf. VH 31.
7 Flp 4,13.
8 Cf. Ef 4,14 y 16.
9 Cf. Lv 17,7; Is 13,21; 34,14.
10 Cf. Sal 18,5.
11 1 Jn 4,18.
12 Cf. Ct 3,1.
13 Cf. Ct 5,2 y Mt 7,7.
14 Virgilio, Eneida 2, 650; 6, 672.
15 Cf. Rm 16,16.
16 1 Co 13,7.
17 El texto latino dice gratiarum actione celebrata. Y es inmediatamente después de esta «fracción del pan» que Antonio reconoció a Cristo en la persona de Pablo (n. 12: quasi Christum in Paulum videns).
18 Cf. Sal 49,14. La visión paradisíaca de la vida monástica lleva a que el monje haga en la tierra lo que los ángeles en el cielo. Por eso, aunque el monje esté recluido en la más profunda soledad, sin embargo nunca falta la liturgia en su vida, que no es sino el servicio a Dios, su sacrificio de alabanza. Lo mismo sucederá en el n.16 cuando Antonio entierra a Pablo en medio de himnos y cantos, «según la costumbre cristiana». Esto nos muestra la profunda raíz eclesial de la vida monástica en san Jerónimo.
19 Cf. Flp 1,23.
20 2 Tm 4,7.
21 Cf. Gn 3,19; Cicerón, Tuscolanas, 3,25,59.
22 1 Co 10,24.
23 Cf. Vita Antonii 91.
24 Aquí se ve con bastante claridad el significado que tiene para Jerónimo la palabra «monje» = solitario (solus). Para Antonio, Pablo es el único que verdaderamente vivió «solo» en el desierto.
25 Qo 3,7.
26 Cf. Séneca, De vita beata, 17,2; Tertuliano, De cultu feminarum, 1,9,3.
27 Más adelante, Jerónimo dirá de Hilarión: «desnudo pero armado en Cristo» (cf. VH 3), que puede considerarse una verdadera definición del monje para nuestro autor. Se es monje para seguir desnudo a Cristo desnudo.
28 La «vestidura de Cristo» es una clara alusión al bautismo, y por eso Jerónimo está polemizando con los cristianos ricos que, a pesar de haber sido bautizados, no han renunciado todavía a sus bienes. Por otra parte, vemos cómo Jerónimo considera la vida monástica de pobreza total como una continuación y realización del compromiso bautismal.

(1) G. M. Colombás, El monacato primitivo. Hombres, hechos, costumbres, instituciones, Madrid, 1974, pp. 211-214 (BAC 351).
(2) Agustín de Hipona, Sobre las costumbres de la Iglesia católica 1,33,70-71; traducción de Teófilo Prieto en Obras de San Agustín, Madrid 1948, T. IV, pp. 344-345 (BAC 30). Cf. Juan Casiano, Conferencias 8,6,14-15.
(3) Jerónimo, Epístola 52,7 (a Nepociano presbítero; año 394); ed. J. Labourt, Saint Jérôme. Lettres, Paris, Société d'Editions “Les Belles Lettres”, 1951, t. II, pp. 181-182 (Col. des Universités de France).
(4) Sulpicio Severo (+ hacia el 420/25), Diálogos III (II), 10.
(5) Agustín de Hipona, Epístola 48,3 (a Eudoxio abad; hacia el 398); traducción de Lope Cilleruelo en Obras de San Agustín, Madrid 1986, T. VIII, pp. 314-315 (BAC 69).
(6) Agustín de Hipona, Sermón 350/A, 4 (Mai 14); traducción de Pío de Luis en Obras de San Agustín, Madrid 1985, pp. 170-171 (BAC 461). La homilía se puede colocar hacia el 399.
(7) Regla de los Cuatro Padres 1,8-12.15-17; 2,3-4.7-9; traducción en CuadMon 19 (1984), pp. 262-263. Esta Regla fue compuesta, probablemente, a comienzos del siglo V.
(8) Juan Casiano, Instituciones IV, 34.35.39.43; ed. J. C. Guy en Jean Cassien. Institutions Cénobitiques, Paris, pp. 172-175. 178-179. 184-185 (Col. Sources Chrétiennes, 109).