OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (357)
Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico
Homilía IV: El sacrificio de reparación por el daño causado al prójimo
La comunión en el Espíritu
4. Veamos ahora qué se debe comprender también por sociedad (cf. Lv 6,2 [5,21]). ¿Crees que es alguien que, según la letra, debe ser advertido, no sea que engañe con fraude, en cuestión de dinero o en cualquier otra especie, a un asociado[1]? Es la peor miseria que esa persona pueda caer hasta en este género de fraude. Sin embargo, puesto que es tan grande la fragilidad en el hombre, también sobre esto advirtamos, ya que el Apóstol no vaciló en ordenar, porque dice: “Que nadie engañe a su hermano en negocios, puesto que Dios es el fiador[2] de todas esas cosas” (1 Ts 4,6).
Pero ahora busquemos que sea “la comunión en el Espíritu”. Oye sobre esto las palabras del Apóstol, que dice: “Si (hay) algún consuelo de caridad, de comunión en el Espíritu, de compasión entrañable, colmen mi gozo” (Flp 2,1-2). Ves cómo el apóstol Pablo comprendió la ley de la asociación. Escucha también cómo proclama Juan en el único y mismo Espíritu: “Tenemos, dice, comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo” (1 Jn 1,3). Y lo mismo dice Pedro: “Han sido hechos, afirma, partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1,4), esto es: socios[3]. Y de nuevo dice el apóstol Pablo: “¿Qué comunión hay entre la luz y las tinieblas?” (2 Co 6,14). Si no hay ninguna comunión entre la luz y las tinieblas, por tanto, puede haber comunión de la luz con la luz. Por eso, si se nos ha dado la comunión con el Padre, con el Hijo y con Espíritu Santo, debemos vigilar para no renegar, pecando, de esta santa y divina comunión; porque si hacemos las obras de las tinieblas (cf. Rm 13,12), es cierto que negamos la comunión con la luz.
“Socios de los santos”
Pero también el Apóstol nos llama socios de los santos (cf. cf. Col 1,12): no es asombroso; porque si se dice que estamos en comunión con el Padre y el Hijo, ¿cómo no (lo estaremos) asimismo con los santos, no sólo los que están en la tierra, sino también con los que (están) en el cielo? Puesto que Cristo “por su sangre pacificó lo terreno y lo celestial” (Col 1,20), para asociar lo terreno a lo celestial. Lo que indica claramente cuando dice que hay alegría en el cielo “por un pecador que hace penitencia” (cf. Lc 15,10), y de nuevo cuando dice que “los que resucitan de la muerte, serán como ángeles de Dios en el cielo” (Mt 22,30), y cuando promete formalmente a los hombres el reino de los cielos (cf. Mt 13,11). Por tanto, esta es la comunión que rompe y rehúsa quienquiera que por sus malas acciones y sus malos sentimientos se separa de su unión.
Ladrones buenos y ladrones malos
Después de esto se habla de robo (cf. Lv 6,2 [5,21]); hay ladrones malos, hay (ladrones) buenos. Y buenos (son) ciertamente aquellos de quienes dice el Señor que “roban el reino de los cielos” (cf. Mt 11,12). Pero también hay ladrones malos, sobre quienes dice el profeta: “Lo robado a los pobres[4] está en las casas de ustedes” (Is 3,14). El Apóstol lo afirma abruptamente diciendo: “No se equivoquen, porque ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros poseerán el reino de Dios” (1 Co 6,9-10).
Sin embargo, también es posible robar algo de una manera culpable, al contrario de aquellos que laudablemente “roban el reino de los cielos”. Digamos, para poner un ejemplo: si un hombre que todavía no se ha purificado de (sus) vicios, que aún no se ha separado de las acciones profanas y sórdidas, quiere introducirse secretamente en la asamblea de los santos y perfectos, y escuchar el sermón que se refiere al conocimiento de las (realidades) perfectas y místicas, este hombre roba malamente el conocimiento de las (realidades) secretas y perfectas. Porque conviene acordarse del precepto del Salvador que dice: “Nadie pone vino nuevo en odres viejos, puesto que los odres se romperán y el vino se perderá” (Mt 9,17); mostrando que al alma todavía no renovada, que aún permanece en su antigua malicia, no conviene confiarle los secretos de los nuevos misterios, que el mundo conoció por Cristo.
Cómo devolver lo que ha sido encontrado
5. Después el legislador agrega: “O dañe en algo al prójimo, o encuentre (un objeto) perdido” (cf. Lv 6,2-3 [5,21-22]). La Ley literalmente parece mandar esto: que si alguien encuentra algo que otro perdió y le fuere reclamado, lo devuelva y no mienta por esa causa. Esta es también una instrucción útil para los oyentes (cf. Hom. IV,2). Porque muchos creen que están sin pecado, si retienen algo ajeno que encontraron, y dicen: “Dios me lo dio, ¿por qué debo devolverlo?”. Aprendan, por tanto, que es un pecado semejante a ese del robo, si encuentran algo y no lo devuelven.
Con todo, si lo que el legislador quiso dar a entender se lo considera sólo según la letra, habría podido decir: si encuentra lo que se había perdido, o lo que alguien perdió. Pero de hecho cuando dice: “encontró lo perdido” (cf. Lv 6,3 [5,22]), nos quiere hacer comprender algo más amplio. Quienes pecan mucho en la Escritura son llamados “perdición”, tal la expresión que leemos en el profeta Ezequiel: “Te has hecho, dice, perdición, y no vivirás para siempre” (Ez 27,36). Por consiguiente, hay quien buscando mucho encuentra la perdición, digamos por ejemplo, que los herejes construyendo y defendiendo sus dogmas, investigan y discuten mucho las divinas Escrituras para encontrar (su propia) perdición. Porque cuando buscan tantos testimonios, para edificar lo que erróneamente comprenden, debe decirse que encuentran su perdición. Pero si tal vez uno de ellos oyendo en la Iglesia una exposición católica de la palabra de Dios, se arrepiente y comprende que lo que había encontrado era (su) perdición, “devuelva, dice (la Escritura), lo que encontró”.
Y éste que encuentra lo perdido, y aquél que (guarda) lo robado, y el otro que niega (tener) un depósito, y todos los que de algún modo “han perjudicado al prójimo y jurado falsamente” (cf. Lv 6,3. 5. 4 [5,22. 24. 23], “le restituirán, dice (la Escritura), por completo y añadirán un quinto, y lo entregarán a su propietario” (Lv 6,5 [5,24]), según aquella exposición en la que antes hablamos sobre el quinto a añadir (cf. Hom. IV,2).
El ofrecimiento de un carnero
“Y ofrecerá, dice (la Escritura), al Señor un carnero de su rebaño, sin defecto, según el precio (indicado), por la falta cometida; y el sacerdote intercederá por él ante el Señor; y le será perdonada cualquier cosa que haya hecho por la cual sea culpable” (Lv 6,6-7 [5,25-26]).
Dijimos más arriba (cf. Hom. III,8), qué es ofrecer un carnero, y éste comprado al precio de un siclo del santuario (cf. Lv 5,15). Ahora falta que hablemos de esta diferencia: allí estableció un siclo del santuario, pero aquí sólo habla del precio, sin indicar ni la suma[5] ni el nombre de la moneda. Porque antes (cf. Hom 3,6), cuando dio la ley sobre el pecado cometido contra los bienes santos, dijimos que mencionó el siclo del santuario, y que siclo (es) el nombre de una moneda, como se dice en otro lugar óbolo, en otra parte dracma, en otro mina o talento, moneda de bronce o denario. Pero aquí no se nombra ninguna de estas (monedas), sino que sólo se habla de ofrecer un carnero al precio (indicado). Porque hay diferencia entre pecar contra los bienes santos y pecar fuera de las cosas santas. ¿Quieres ver también en otra parte esta distinción? Oye cómo en el Libro de los Reyes habla el sacerdote Elí a sus hijos: “Si, en efecto, alguien peca contra otro hombre, el sacerdote intercederá por él; pero si peca contra Dios, ¿quién intercederá por él?” (1 S 2,25). De manera semejante también el apóstol Juan dice: “Hay un pecado que lleva a la muerte; no digo que se ore por éste” (1 Jn 5,16). Por consiguiente, porque hay diversidad de pecados, debemos aprender de la Ley espiritual por cuáles pecados debemos comprar solamente un carnero, y por cuáles se lo debe comprar por un siclo del santuario; e indaguemos también quiénes son estos que venden los carneros.
Los profetas y los apóstoles nos venden el carnero para el sacrificio
Yo pienso que esos mismos que venden los carneros para el sacrificio son también aquellos que vendían el aceite para las lámparas de las vírgenes, respecto de quienes aquellas prudentes les decían a las vírgenes necias: “Vayan a los vendedores y cómprenlo para ustedes” (Mt 25,9). Por consiguiente, los que venden el aceite para las lámparas o los carneros para los sacrificios, ¿quiénes otros son sino los santos profetas y los apóstoles, que cuando he pecado me explican y aconsejan de qué modo debo corregir mis errores y enmendar (mis) pecados? Me vende Isaías un carnero para el sacrificio por el pecado cuando me dice como de parte de Dios: “Holocaustos de carneros, grasa de corderos, sangre de toros y de cabritos, no los quiero” (Is 1,11). Y poco después añade: “Aparten la maldad de sus almas de la mirada de sus ojos; aprendan a hacer el bien, liberen al oprimido, hagan justicia al huérfano, traten con justicia a la viuda; vengan y discutamos, dice el Señor. Y si sus pecados fueran como la escarlata, como nieve los blanquearé; si (fueran) como la púrpura, los haré como lana blanca” (Is 1,16-18). También me vende un carnero Daniel cuando dice: “No hay lugar para ofrecer un sacrificio en tu presencia, para que podamos encontrar misericordia. Pero con el alma afligida y el espíritu humillado seremos recibidos, como con una multitud de corderos grasos; que así sea hoy nuestro sacrificio en tu presencia” (Dn 3,38-40). David nos vende asimismo un carnero para el sacrificio cuando dice: “Sacrificio para Dios (es) un espíritu afligido; un corazón contrito y humillado, Dios no lo desprecia” (Sal 50 [51],19). Por tanto, cuando cada uno de los profetas, o también los apóstoles, dan un consejo a estos que pecan, para que puedan corregir o enmendar (su) pecado, (es) con razón que parecen venderles carneros para el sacrificio. ¿Pero qué precio reciben de los compradores? Opino que el esfuerzo de la lectura, las vigilias para oír la palabra de Dios y por sobre todo pienso que el dignísimo precio de la obediencia, sobre la cual dice el Señor: “Prefiero la obediencia al sacrificio, y la escucha de mis palabras más que los holocaustos” (cf. 1 S 15,22).