OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (858)

La puerta ancha y la puerta estrecha
1886
Biblia
Alemania
Orígenes: Homilías sobre el libro del profeta Ezequiel
Homilía V
Mayores son las penas de quienes además de no respetar las leyes de Moisés con sus faltas desprecian al Señor Jesús y “ultrajan” al Espíritu Santo (§ 3.1-2).
Cuatro castigos
3.1. Hemos expuesto específicamente estos castigos uno por uno, que en la parte final el profeta los recapitula, y afirma: «Esto dice el Señor Adonai: “Pero si yo mismo enviara mis cuatro peores venganzas, la espada, el hambre, las bestias feroces y la muerte”» (Ez 14,21). ¿A dónde? No contra la tierra, sino “contra Jerusalén” (Ez 14,21). Porque si la tierra es castigada, basta un solo castigo. En cambio, si se castiga Jerusalén, sobre la cual se invocó el nombre de Dios, se le infligen conjuntamente cuatro dolores. Nos habría sido mucho más útil no haber creído en la palabra divino que, tras haberla aceptado, volvimos de nuevo a los pecados, los mismos que habíamos cometido anteriormente (cf. 2 P 2,21). Considera cómo la Escritura dice que en la tierra se imponen castigos uno por uno y no especifica cuál tierra; pero cuando llega a hablar de Jerusalén: “Pero cuando haya enviado contra Jerusalén mis cuatro peores castigos, la espada, el hambre, las fieras feroces y la muerte” (Ez 14,21), indicando con ello que Jerusalén somos nosotros, pues cuando pecamos somos la Jerusalén que es destruida; en cambio, cuando permanecemos en los mandatos, se dice de nosotros que somos la Jerusalén que se salva. Todas las lamentaciones que leemos sobre Jerusalén, todos los lamentos con los que Dios la llora, nos corresponden a nosotros, que hemos saboreado la palabra de Dios (cf. Hb 6,5) y luego hemos contrariado sus mandamientos. Así, no se castiga a quien desprecia las leyes de Salomón, ni se castiga a quien abandona las leyes de Licurgo. Otro es el castigo de aquel que pisotea la ley de Dios transmitida por Moisés y la desprecia.
La grave falta de quienes después de afirmar su fe en Cristo, han pecado contra Dios
3.2. El castigo más grande de todos es aquel de quien menosprecia los mandamientos del Hijo de Dios. Porque aquel que “viola la ley de Moisés sin misericordia alguna muere por el testimonio de dos o tres testigos; ¿cuánto más creen que merecen un castigo peor aquellos que pisotean al Hijo de Dios?” (Hb 10,28-29; cf. Dt 17,6). Por eso, aquellos que hemos mencionado, no pisotearon al Hijo de Dios, sino que simplemente infringieron la ley de Dios, especialmente los que estuvieron antes de la venida del Señor. Pero tampoco los que crucificaron a mi Salvador son responsables de un castigo enorme, como aquellos a quienes el Apóstol dice: “Quien pisotea al Hijo de Dios, y ultraja al Espíritu de la gracia” (Hb 10,29), y lo demás que señala en el pasaje en el que explica los pecados de aquellos que, después de haber creído, han pecado contra Dios.
Orígenes no teme manifestar la gravedad del castigo que recaerá sobre quien tiene un ministerio particular e importante en la Iglesia. Su juicio es severo respecto de la jerarquía eclesiástica (§ 4.1).
La responsabilidad de quien recibe un ministerio más sublime en la Iglesia
4.1. Esto sobre los cuatro peores castigos que se imponen sobre Jerusalén (cf. Ez 14,21). Y todos nosotros que hemos aprendido las Escrituras divinas, ya sea que vivamos bien o mal, somos Jerusalén; si vivimos mal, aquella Jerusalén que es castigada y soporta los cuatro castigos; si vivimos bien, aquella Jerusalén que descansa en el seno de Dios. Y hay una gran diferencia, como en el resto de la tierra, así también en la Jerusalén misma. Porque todos los que están en la Iglesia y son pecadores, que han gustado la palabra de Dios y la transgreden, merecen ciertamente castigos, pero cada uno será atormentado en proporción a su función[1]. Tiene un mayor castigo aquel que preside la Iglesia y delinque. ¿No merece más misericordia el catecúmeno en comparación con el fiel? ¿No es más digno de perdón el laico, si se le confronta con el diácono; y, en comparación con el presbítero, el diácono no merece un perdón mayor? Pero lo que sigue, incluso si yo lo paso en silencio, lo conocen. Por eso, temiendo el juicio de Dios y poniendo ante mis ojos aquel orden en el juicio que se encuentra en las Escrituras, recuerdo aquella sentencia: “No levantes un peso superior a tus fuerzas” (Si 13,2); y también aquella: “No desees ser juez, si no tienes fuerza para quitar las iniquidades” (Si 7,6). ¿De qué me sirve estar sentado en la cátedra, con la cabeza erguida y recibir honor de quien es más importante, si no puedo realizar obras proporcionadas a mi dignidad? ¿No seré castigado con una mayor condena, porque se me concede el honor debido a un justo, aunque sea pecador?
Quien tiene un servicio superior o de mayor responsabilidad en la Iglesia, está sujeto a un juicio mucho más grave; por ende, la conducta de los ministros ordenados debe ser muy coherente (§ 4.2).
Castigos contra la tierra y contra Jerusalén
4.2. Sería necesario volver revisar con más cuidado aquello que se decía acerca de los cuatro castigos de la tierra, y añadir que Jerusalén, en efecto, estaba en la tribu de Benjamín, y que allí residían los sacerdotes del templo, los levitas que servían en los ministerios de Dios, y los otros órdenes que abarca el discurso de las Escrituras. Ella recibe cuatro castigos terribles, que no iguales para los que habitan en ella; pues la amenaza no se dirige de la misma manera al pueblo y a los levitas. En verdad, el israelita que peca cae en un pecado de israelita; pero quien es superior al israelita, cuanto más noble sea en su orden, es decir, los levitas y sacerdotes, soportará penas mayores. Pero si el sumo sacerdote peca, su hermano Elí le dice: “Si un hombre comete pecado contra un hombre, rueguen por él; pero si peca contra el Señor, ¿quién rogará por él?” (cf. 1 S 2,25). Esto es para explicar el discurso en el cual son amenazados tanto con los castigos específicos contra la tierra pecadora, como también los congregados contra la infeliz Jerusalén.
Comienza en el párrafo siguiente la explicación del capítulo quince del profeta Ezequiel. La interpretación que Orígenes da a este texto se basa en el recurso al texto del Evangelio de san Juan sobre la vid verdadera; y es una fuerte llamada a la conversión (§ 5.1-3).
La parábola de la viña
5.1. Veamos también la continuación de la Escritura. Cuanto el profeta escucha en una parábola, solo debemos explicar el sentido, dejando de lado el orden exacto de las perícopas y enviando al oyente a la lectura del libro. La planta de la vid, como por su fruto es más honorable de todas las plantas, especialmente de aquellas que dan fruto en el bosque; así su madera es totalmente inútil en comparación con cualquier madera (cf. Ez 15,1 ss.). [Con otras maderas] se pueden hacer pequeños vasos, que son necesarios para diferentes funciones; en cambio, de las ramas de las vides, no solo no se puede hacer ningún recipiente para alguna actividad útil, sino que ni siquiera como estaca es útil (cf. Ez 15,3). Por eso, la palabra divina dice que, así como la vid deviene más digno de honor que las demás plantas si da fruto, así también será juzgada inferior a todas si no tiene con qué sobresalir, y de este modo, aquellos que están instruidos en la palabra de Dios, son más honrados que todos [los demás] y en cualquier posición que sean colocados en la dignidad de la viña, pues dieron como frutos los racimos de salvación, sobre los que está escrito: “Yo te planté como viña fructífera, toda verdadera” (Jr 2,21); y en otra parte: “La viña del Señor es la casa de Israel” (cf. Is 5,7). Y también: “Desde Egipto he trasplantado una viña” (Sal 79 [80],9), y lo que sigue; pero si no traen frutos, en tal grado que Dios pueda decir: “¿Cómo te has convertido en amargura, como una vid ajena?” (cf. Jr 2,21), entonces se descubrirá que son mucho peores que estos árboles, que, aunque sean más humildes, sin embargo, dan sus frutos.
Vasos de madera
5.2. Como es que los árboles de los bosques superan a las viñas, de la misma manera, según cierta disposición de la sabiduría divina, se fabrican de maderas más humildes algunas cosas necesarias para la casa. Y no pienses que estamos afirmando estas cosas fuera de las Escrituras, es decir, que de las maderas de los bosques pueda surgir algo útil, es decir, de mí mismo, si no hubiera dado los frutos de mi propia naturaleza, pues incluso el apóstol toma una imagen de algunos vasos de usos corriente, diciendo: “En una gran casa no solo hay vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro -advierte que menciona los vasos de madera- destinados unos para un uso noble y otros para uso vulgar” (2 Tm 2,20). Esos vasos de madera, que el Apóstol afirma que están en una gran casa, no están hechos de madera de la vid, ni de racimos de la viña, sino de otras maderas de menor categoría que han fructificado en los bosques. Qué cosa tan terrible, y qué momento tan crítico, que esa madera que antes se consideraba sin valor se encuentre en la gran casa del patriarca de una familia, y que mi rama de vid sea inútil en la casa y sea arrojada al fuego. Porque esto está escrito: “Que el fuego consuma la poda anual” (cf. Ez 15,4). Esto en Ezequiel.
Jesucristo es la vid verdadera
5.3. Pero el Salvador ha resumido el sentido de esta parábola en el Evangelio, diciendo: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí permanece y da fruto, mi Padre lo poda para que dé más fruto; el sarmiento que permanece en mí, pero no da fruto, mi Padre lo corta y lo echa al fuego” (Jn 15,1 ss.). ¿Ves la proximidad de ambas afirmaciones? ¿Ves cómo el Padre corta y echa en el fuego? Nosotros, insensatos, como si la Escritura no debiera ser tenida en cuenta, que no queremos aprender aquello que nos infunde temor, sino que deseamos escuchar aquello que produce placer a nuestros oídos que pican, escuchamos con gusto lo que nos destruye, lo que nos engaña. El que le dice a su prójimo: “Dios perdona nuestros pecados”; pues así nos comportamos en tales misterios, nos comportamos como en una competencia, haciendo apuestas entre nosotros, Dios dará la señal del inicio. Y porque Él es bueno y perdona[2] los pecados de todos, era necesario que nos sentáramos y dijéramos con corazón solícito: “Si ayer pecamos, hoy hagamos penitencia”. Pero a este sarmiento -que es en realidad un ser viviente-, que dice: “Dios es poderoso y un buen agricultor, de modo que no me cortará ni me echará al fuego”, el agricultor le responderá: “Pero si tal es el sarmiento que en vano está en la vid, ¿cómo podrá permanecer allí? ¿No debe ser podado, para que no impida a la vid dar, en busca de una rama seca, produzca racimos verdes y cargados de frutos?”. Porque, ¿cómo es que los buenos agricultores cortan y podan lo que está seco, y entregan al fuego las ramas infructuosas? Así, es propio del buen Dios amputar todas las ramas infructuosas de las viñas y entregarlas al fuego para que se consuman. Sin embargo, nosotros mismos nos engañamos y, engañados y engañando a otros, queremos más bien errar con muchos que convertirnos de nuestro error, mientras que más bien deberíamos buscar aquello que edifica, que aumente el temor de Dios, que llama al arrepentimiento, que nos lleva a confesar los pecados, que nos haga pensar día y noche en cómo agradar al Señor, para que seamos en la verdadera vid (Jn 15,1), que es Cristo Jesús racimos fructíferos, que están adheridos a la raíz de Aquél a quien sea la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén (cf. 1 P 4,11).