Capítulo 7. Sobre las diferencias y los grados de la castidad
Necesidad de la presente exposición
7.1. «Existen muchos grados de castidad por los cuales se asciende a esa pureza inviolable. Aunque mi fuerza no sea suficiente para percibirlos y enunciarlos adecuadamente. Sin embargo, debido a que el orden de la narración lo exige, intentaremos exponerlo conforme a nuestra limitada experiencia, reservando los grados más perfectos para los perfectos y sin prejuzgar a aquellos que, con mayor fervor, poseen una castidad más pura; cuanto mayor es su esfuerzo, tanto más sobresalen en el vigor de su perspicacia.
Un crecimiento gradual
7.2. Por lo tanto, aunque hay una gran diferencia de sublimidad entre los grados, distingo seis altas cumbres. Pero omitiré ciertos grados intermedios que, aunque numerosos, escapan sutilmente a la comprensión humana, de modo que ni la mente puede inspeccionarlos ni la lengua puede expresarlos. Por medio de ellos la perfección misma de la castidad se desarrolla gradualmente a través de los progresos cotidianos. Según la similitud de los cuerpos terrenales, que cada día adquieren insensiblemente aumentos y se desarrollan hacia un estado perfecto sin que lo sepan, también se alcanza el vigor y la madurez del alma en la castidad.
Los primeros cinco grados
7.3. El primer grado de la castidad consiste en que el monje no sea derribado por el ataque carnal, mientras está vigilante; el segundo, que su mente no se sumerja en pensamientos voluptuosos; el tercero, que no sea movido a la concupiscencia, aunque sea sutilmente, por mirar a una mujer; el cuarto, que al estar en guardia no experimente siquiera el simple movimiento de la carne; el quinto, que, al serle recordada la generación humana en un discurso[1] o en una lectura necesaria, la mente no se sienta tocada sutilmente por el consentimiento a la acción placentera, sino que, como una obra sencilla y un ministerio necesario para naturaleza humana, la contemple con la mirada tranquila y pura del corazón; y no conciba nada más sobre su recuerdo, como si estuviera reflexionando sobre la fabricación de ladrillos o sobre cualquier otro trabajo.
El sexto grado
7.4. El sexto grado de castidad consiste en no dejarse engañar por las fantasías ilusorias de mujeres durante el sueño. Pues, aunque no creemos que este engaño sea pecaminoso, sin embargo, es una indicación de un deseo que aún está profundamente arraigado. Es evidente que esta ilusión puede ocurrir de varias maneras. Porque cada persona es tentada, incluso mientras duerme, según cómo se comporta y piensa cuando está despierto. De manera diferente son engañados aquellos que no conocen la unión carnal, y de otra manera aquellos que son expertos en las relaciones con las féminas. Los primeros suelen ser inquietados por sueños más simples y puros, de manera que pueden ser purificados con mayor facilidad y con menos esfuerzo.
La promesa del Señor
7.5. En cambio, los segundos son engañados con ilusiones más sórdidas y más explícitas, hasta que poco a poco, de acuerdo con la medida de la castidad a la que cada uno aspira, también la mente comienza a odiar aquello que antes hallaba placentero, incluso durmiendo[2]. Esto es lo que, por medio del profeta, el Señor concede y también lo que se ha prometido a los hombres valientes como la más alta recompensa por sus trabajos: “Destruiré el arco, la espada y la guerra de la tierra de ustedes, y los haré dormir con seguridad” (Os 2,18 [20]).
Un alto grado de castidad
7.6. Y así, finalmente, ¿quién alcanzará la pureza de los beatos como Sereno[3] y algunos pocos hombres similares? O sea, el estado que fuera de los seis grados de castidad, antes mencionados, no solo no se puede poseer, sino que ni siquiera se puede pensar, a no ser de las personas más extraordinarias. Y porque lo que le fue concedido a él en particular, por la gracia del don divino, no puede proponerse como una especie de precepto general, a saber, que nuestra mente esté tan marcada con la pureza de la castidad que incluso el movimiento natural de la carne habría muerto y alguien no produciría ningún fluido obsceno en absoluto[4].
Una explicación diversa
7.7. Ciertamente, no debo guardar silencio sobre la opinión de algunos, que afirman que esta turbulencia de la carne les sucede, a los que están dormidos, no porque una ilusión causada por sueños la produzca, sino más bien porque un exceso de esa humedad hace surgir algo seductor en un corazón enfermo. Dicen que cuando ya no inquieta esta acumulación [de humores] y su emisión, cesa también el engaño».
Capítulo 8. Que los inexpertos no pueden tratar sobre la naturaleza de la castidad y sus efectos
Una espada de doble filo
8.1. «Nadie podrá aceptar o probar estas cosas y definir con certeza si son posibles o imposibles, a menos que haya llegado, a través de una larga experiencia y pureza del corazón, a las fronteras de la carne y el espíritu, guiado por la palabra del Señor. Sobre esto, el bienaventurado Apóstol dice: “La palabra de Dios es viva, eficaz y más penetrante que cualquier espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y el espíritu, de las junturas y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hb 4,12).
La fuerza de la naturaleza
8.2. Y así, situado entre aquellos límites, de alguna manera discernirá, como inspector y árbitro, qué es necesariamente inherente a la condición humana y qué se ha atribuido inevitablemente a la costumbre viciosa y a la negligencia de la juventud, sin dejarse desviar por las falsas opiniones del vulgo ni aceptar definiciones preconcebidas de los inexpertos, sino que, sopesando la medida de la pureza con la balanza de su experiencia y juicio justo, no será engañado en absoluto por el error de aquellos que, por su culpa, debido a la negligencia, se ven más sórdidos por las eyaculaciones que la naturaleza exige. En lugar de reconocer la fuerza de la naturaleza, utilizan esa polución que ella no proporciona, transfiriendo a su propia intemperancia a la necesidad de la carne, de hecho, refiriéndola al Creador y trasladando sus propias culpas a la infamia de la naturaleza.
La práctica sostiene la verdad
8.3. Sobre estos se convenientemente se expresa en los Proverbios: “La insensatez del hombre corrompe sus propios caminos, pero en su corazón aduce como causa a Dios” (Pr 19,3 LXX). Por último, si alguien quisiera poner en duda la veracidad de nuestra afirmación, le ruego que no discuta con una opinión preconcebida antes de haber asumido las enseñanzas de esta disciplina, y una vez que esta haya sido observada por algunos meses con la moderación que le es propia, ciertamente podrá probar con certeza la verdad de lo que hemos dicho. Sin embargo, es en vano que cualquiera discuta sobre el fin de cualquier arte o disciplina, si no ha puesto en práctica previamente con el mayor empeño y virtud todo lo que pertenece a su cumplimiento.
La prueba de la experiencia
8.4. Es como si, por ejemplo, yo declarase que algo semejante a la miel puede producirse a partir del trigo, o si también de este o de las semillas de rábano y lino se pudiera extraer un líquido ligerísimo como el aceite, si hubiera alguien presente que ignorara por completo esto, ¿no exclamaría que es contrario a la naturaleza de las cosas de las cosas y se reiría de mí como autor de una falsedad patente? Supongamos que pusiera ante él innumerables testigos que declararan que han visto y probado y hecho esto, y además supusiera que yo que le explicara el método y la manera en que esas cosas se transforman en la riqueza del aceite o la dulzura de la miel. Pero si él persistiera en la obstinación de su necedad y negara que algo dulce o untuoso pudiera producirse a partir de esas semillas de esas semillas, ¿no sería más notable que merece ser objeto de irrisión su irracional y obstinada terquedad que la verdad de lo que he dicho, dado que está apoyada por la seriedad de muchas personas dignas de confianza, por la documentación clara y, lo que es más, por la prueba de la experiencia?
Coherencia de vida
8.5. Por eso, quienquiera que haya llegado a ese estado de pureza con la intención constante del corazón, de modo que, ya con la mente completamente libre de la excitación de esta pasión, el cuerpo[5], por medio del sueño, expulse como la redundancia de un humor superfluo; entonces ciertamente comprenderá la condición y el modo de la naturaleza. Así, cuando se despierta y descubre que su carne ha sido contaminada después de un largo tiempo, sin que se haya dado cuenta en absoluto, que culpe entonces -y solo entonces- a las necesidades de la naturaleza. Sin duda, ha llegado al estado en que es el mismo de noche y de día; lo mismo en el lecho que en la oración; el mismo a solas que rodeado de muchedumbres; de modo que, por último, nunca se vea en secreto a sí mismo en un estado en el que se ruborizaría ser visto por los hombres, y ni siquiera por aquel ojo, al que nada se puede ocultar, puede hallar en él algo que preferiría estuviera oculto a la vista de los hombres.
La castidad es obra de Dios
8.6. Y así, cuando comience a deleitarse continuamente con la dulcísima luz de la castidad, podrá decir con el profeta: “También la noche se ilumina con mis delicias. Porque las tinieblas no son oscuras para ti, y la noche está iluminada como el día: así como son sus tinieblas, así también es su luz” (Sal 1|38 [139],11-12). Finalmente, porque parece estar por encima de la condición de la naturaleza humana cómo esto pueda ser obtenido, el mismo profeta añade: “Porque tú has poseído mis riñones” (Sal 138 [139],13), es decir, no por mi propio esfuerzo ni por mi virtud he obtenido esta pureza, sino porque tú has mortificado el ardor de la lujuria que estaba en mis riñones.
[1] Lit.: tractatus ratio: tratado de razón (o racional).
[2] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, X30,41: “Ciertamente tú mandas que me abstenga de la concupiscencia de la carne, de la codicia de los ojos y de la ambición del mundo (1 Jn 2,16). Mandaste que me abstuviese del concúbito, y aun respecto del matrimonio mismo aconsejaste algo mejor de lo que concediste como lícito. Y porque tú me concediste esta gracia, lo logré, incluso antes de ser dispensador de tu sacramento (1 Co 4,1).
Pero aún viven en mi memoria, de la que he hablado mucho, las imágenes de tales cosas, que mi costumbre fijó en ella, y me salen al encuentro cuando estoy despierto, apenas ya sin fuerzas; pero en sueños llegan no sólo a la delectación, sino también al consentimiento y a una acción en todo semejante a la real. Y tanto puede la ilusión de aquella imagen en mi alma, en mi carne, que estando durmiendo llegan estas falsas visiones a persuadirme de lo que estando despierto no logran las cosas verdaderas. ¿Acaso, entonces, Señor Dios mío, yo no soy yo? Y, sin embargo, ¡cuánta diferencia hay entre yo y mí mismo en el momento en que paso de la vigilia al sueño o de éste a aquélla! ¿Dónde está entonces la razón por la que el despierto resiste a tales sugestiones y, aunque se le introduzcan las mismas realidades, permanece inconmovible? ¿Acaso se cierra aquélla con los ojos? ¿Acaso se duerme con los sentidos del cuerpo?
Pero ¿de dónde viene que muchas veces, aun en sueños, resistamos, acordándonos de nuestro propósito, y, permaneciendo castísimamente en él, no damos ningún asentimiento a tales sugestiones? Y, sin embargo, hay tanta diferencia, que, cuando sucede al revés, al despertar volvemos a la paz de la conciencia, y la distancia que hallamos entre ambos estados nos convence de no haber hecho nosotros aquello que lamentamos que se ha hecho de algún modo en nosotros” (trad. en: https://www.augustinus.it/spagnolo/confessioni/index2.htm). Texto sugerido por el Prof. Alciati (Conversazioni, pp. 758-759, nota 11).
[3] Cf. las Conferencias 7 y 8.
[4] La alusión se refiere a la eyaculación nocturna (cf. Conversazioni, p. 761, nota 13).
[5] Lit.: la carne.